Publicado en diario El universo el 10 de enero de
2006, bajo el título “La igualdad de los militares”.
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“La dificultad más seria que ha encontrado el Estado
para sancionar algunos casos de responsabilidad penal ha sido la existencia del
llamado ‘fuero policial’ o ‘fuero militar’ [que] pese a existir graves indicios
de responsabilidad, han sobreseído a los implicados, protegiéndoles o
encubriéndoles, lo que ha llevado a una total impunidad”. Así de crudas son las
palabras del propio Gobierno del Ecuador, que constan en el Informe
del Estado ecuatoriano ante el Comité de Derechos Humanos de las Naciones
Unidas. Y se complementan muy bien, por cierto, con los números rojos de la
arbitrariedad que se consignan en el Informe que
sobre la situación de los derechos humanos en Ecuador elaboró la Comisión
Interamericana: “De los 4.568 casos iniciados [en sede policial] desde
1985, en 46 se habían dictado sentencias provisionales, y en cinco de ellos
sentencias finales. La mayor parte de éstos seguían en trámite o habían sido
archivados. Más de 50 se habían declarado prescritos”. En limpio entonces, se
sentenció de manera provisional el 1.007% de los casos y de manera definitiva
solo el 0.10%. A confesión de parte…
Estas estadísticas son consecuencia de la estructura de los tribunales militares y policiales que no cumple con los estándares internacionales en materia de derechos humanos. Así, sus jueces y fiscales no son imparciales ni independientes, pues orgánicamente dependen de la Función Ejecutiva, ni poseen estabilidad funcional, pues puede removérselos libremente y carecen también de formación jurídica, pues la mayoría son solo militares o policías. Estos fueros especiales usualmente se arrogan jurisdicción que no tienen y conocen de violaciones de derechos humanos que cometen sus miembros (p. ej., caso Fybeca) e incluso conocen de juicios en que se atribuye responsabilidad penal a ciudadanos civiles. En contraste, la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha sostenido en varios casos que la justicia militar debe tener “un alcance restrictivo y excepcional” y sólo debe juzgar a militares “por la comisión de delitos o faltas que por su propia naturaleza atenten contra los bienes jurídicos propios del orden militar” (entre otros, Caso Durand y Ugarte c. Perú y Caso de la “Masacre de Mapiripán” c. Colombia) y que el juzgamiento de civiles en un fuero especial viola el derecho de éstos a un juez competente, independiente e imparcial (entre otros, Caso Castillo Petruzzi y otros c. Perú y Caso Palamara Iribarne c. Chile).
En adición, esa maleable forma de la literatura fantástica que en Ecuador es la Constitución de la República contiene una disposición transitoria que obliga a que “todos los magistrados y jueces que dependan de la Función Ejecutiva pas[en] a la Función Judicial”. El único intento para otorgarle sentido a esa norma que desde 1998 es letra muerta, lo realizó el diputado Ramiro Rivera, quien presentó en el Congreso Nacional un proyecto de ley a ese respecto. Por supuesto, en fiel cumplimiento de una larga tradición nacional de morosidad y olvido, el proyecto de Rivera duerme el sueño de los justos en los archivos de la legislatura.
No es improbable que una equivocada noción de espíritu de cuerpo de militares y policías se vincule con los hechos descritos. Cuando el espíritu de cuerpo se utiliza de la manera referida pierde su sentido, propicia y encubre los abusos y perpetúa la impunidad, esa marca de la identidad nacional. En cuyo caso, para mejor representar su naturaleza, el espíritu de cuerpo muta de nombre a éste que sirve de título para el presente texto, pues nos recuerda la frase que en la novela Rebelión en la Granja de George Orwell suscribieron los puercos como norma de vida: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”.
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