Publicado en diario
El universo el 18 de febrero de 2006.
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El periódico danés Jylland-Posten
publicó el 30 de setiembre de 2005 doce caricaturas tituladas Las Caras de
Mahoma. En una de ellas aparecía el profeta usando un turbante-bomba con la
mecha encendida y en otra instaba a quienes parecen ser terroristas islámicos a
que se detengan porque ya no quedaban más vírgenes en el paraíso. Este suceso,
que pasó inadvertido por varias semanas, propició a principios de febrero que
algunos extremistas musulmanes incendiaran los consulados de Dinamarca y de Noruega
en Siria y que a partir de entonces crezca, casi incontenible, la llama de una
hoguera bárbara que ocasiona todavía cuantiosos daños materiales, el cierre de
delegaciones diplomáticas europeas, amenazas a inocentes y decenas de muertos y
heridos.
Vale enfatizar, en principio, que es incuestionable el derecho tanto de musulmanes como de cualesquiera otras personas a que profesen su propia concepción de la vida y de la muerte y su idea particular de Dios, etc. Como un derivado lógico de esa manifestación es razonable que los creyentes ejerzan las acciones que tiendan a la exigencia del respeto que su opción religiosa merece con la única salvedad, por supuesto, que el derecho a la realización de esa exigencia se lo haga dentro de los parámetros propios del Estado de derecho.
En este último contexto debe recordarse que para Dinamarca y la mayoría de los países occidentales el derecho a la libertad de expresión constituye “uno de los fundamentos esenciales de la sociedad democrática, una de las condiciones primordiales para su progreso y para el desarrollo de los hombres [que permite la expresión de ideas] que chocan, inquietan u ofenden al Estado o una fracción cualquiera de la población [pues] tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe ‘la sociedad democrática’”. Así, en esos diáfanos términos lo reconoció la Corte Europea de Derechos Humanos en los casos The Sunday Times c. Reino Unido y Lingens c. Austria, entre decenas de otros. Esta opinión, por cierto, no supone ni mucho menos una tolerancia al abuso del ejercicio del derecho a la libertad de expresión pues éste halla razonables limitaciones en tres postulados: 1) La censura previa en casos de protección a los menores de edad; 2) El establecimiento de responsabilidades ulteriores siempre que se fijen de antemano por la ley y que sean estrictamente necesarias para asegurar los derechos y la reputación de los demás y la protección de la seguridad nacional, el orden y la moral públicas; 3) La prohibición de toda apología del odio nacional, racial o religioso que incite a la violencia o acciones de tipo análogo.
Más allá de las diferencias culturales que pueden alegarse, debe admitirse que la reacción de la minoría de integristas musulmanes que realizan los actos mencionados es desproporcionada: si en efecto existiera una ofensa a sus creencias, el canal idóneo para sancionar a los responsables de la misma no podría ser otro que un proceso judicial con las debidas garantías que considere los valores en juego y decida en consonancia. Cualquier apelación a la violencia y a la barbarie debe resistirse: Occidente no debe usar a este respecto sino las herramientas de la diplomacia, la razón y el humor para enfrentar los hechos, tal como lo hizo el diario galo France Soir cuando publicó en sus páginas la jocosa caricatura en la cual constaban Dios, Yahvé, Buda y Mahoma, y el primero de los citados le espeta a este último: “No protestes Mahoma… Aquí, todos hemos sido caricaturizados”. Y en gozoso uso del derecho a la libertad de expresión, cabría añadir.