Publicado en diario El universo el 8 de julio de 2006.
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Hacia las 13h00 del
24 de mayo del 2006 la niña Natalia Fabara Núñez regresaba del jardín de
infantes a su casa situada en una ciudadela de la vía a Samborondón. Natalia
dormía; no es complicado imaginarla con el cansancio de su infantil alegría a
cuestas. El expreso escolar que la transportaba permitió el descenso de un
pasajero en las cercanías de la empresa Emelgur, en Entre Ríos. En ese
preciso momento siete individuos que asaltaban la empresa cruzaron disparos con
un policía. El azar de una bala perdida impactó a Natalia en la espalda. La
niña murió a consecuencia de ella.
Hacia las 16h30 del 16 de febrero del 2006, el niño Rubén Darío Guerra recorría las calles cercanas a la Universidad del Pacífico con dos amigos. Esa mañana había salido de su casa en la cooperativa Andrés Quiñónez (Perimetral) para desempeñarse como chambero; con esa humilde tarea contribuía a la economía de su familia. En una travesura, Rubén toma una chompa que pertenecía a un guardia de una empresa de seguridad. Este, en compañía de otros dos, decide castigarlo. Mientras uno de sus cómplices lo golpea en la cabeza, otro lo sostiene por detrás. Las súplicas de Rubén no se escuchan. El guardia le descerraja, entonces, un único alevoso disparo en el pecho. El niño muere de contado.
Ambos casos tienen en común un dolor de sus familiares que excluye la definición: su única coincidencia. La enorme diferencia que surge entre ambos la prueban dos hechos que tienen íntima relación entre sí, a saber: 1) La diferencia del trato mediático. En el caso de Natalia hubo amplia cobertura: noticia de primera plana y páginas interiores, reportajes a los familiares, entrevistas a terceros, opiniones de editorialistas, decenas de cartas de ciudadanos, etcétera. En el caso de Rubén Darío hubo medios de prensa escrita que no cubrieron siquiera los hechos; aquellos que lo hicieron lo confinaron a la sección de crónica roja, con referencias tan espaciadas como escuetas. Durante los diez días que siguieron a su muerte solo una persona (en las Cartas al Director de este Diario) opinó. 2) La reacción de la sociedad. En el caso de Natalia se escuchan los criterios de autoridades públicas y privadas, se moviliza la sociedad civil (que organizó una marcha que ocupó 12 cuadras de la avenida 9 de Octubre), se discuten políticas públicas de seguridad, etcétera. En el caso de Rubén Darío, la sociedad hizo silencio. Solo silencio.
Esas diferencias, por supuesto, no son accidentales. Algunos grupos locales de poder en connivencia con ciertos medios de comunicación son quienes las propician, para consolidar su discurso de mayor represión a la delincuencia. Dos hechos (que analizó con lucidez César Ricaurte en su columna dominical de este Diario los días 4 y 11 de junio) lo confirman. El primero, el maltrato que se le dispensó al ex subsecretario de Seguridad, Lautaro Ojeda, porque su plan de seguridad no comulgaba con el discurso de las élites locales (‘El desconocido territorio del sesgo y la manipulación’, 4 de junio). El segundo, la sesgada cobertura mediática de la marcha que organizó la sociedad civil (‘Aquello que una cuasicadena nacional no vio’, 11 de junio; véase también el excelente trabajo ‘Peces fuera del agua’, de Xavier Andrade, en Vanguardia Nº 38).
Con estos antecedentes, confieso que la política de mayor represión que trata de consolidarse en Guayaquil me provoca serias dudas. Una que comparto la expresó una mujer en uno de los carteles de la marcha, que silenciaron: “Sr. Alcalde, ¿de qué sirvió poner seguridad privada, si cada día aumenta la delincuencia?”. A la cual agrego esta otra, de mi propia cosecha: ¿no será posible entonces –recordemos, aunque sea por una vez, a Rubén Darío– que sea el remedio peor que la enfermedad?
Νormalmente mе cuеsta dar con contenidos correctamente escritos, por
ResponderEliminarloo qսеe tengo que dгte lаs gracias.Siguаn as�!
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