Publicado en diario El Universo el 24 de febrero de 2007.
Una mendiga de ojos azules me indicó el camino a Sabaneta, en la periferia de Medellín. Ella tenía una cruz en la frente, pues era miércoles de ceniza; me dijo que yo tenía un parecido a la imagen del Corazón de Jesús. Presumo que se equivoca. Yo, de corazones, sé que algunas piensan que no lo tengo (y por supuesto exageran) y sé bien que algunas madrugadas no lo tienen. Un inventario de esas madrugadas incluiría los primeros cinco días en Medellín, donde un grupo de amigos alquilamos un departamento en un piso sexto desde cuyo ventanal avistamos todos los días el canalla sol del amanecer, siempre entre risas y copas y en compañía variada, desde holandesas trashumantes y ecuatorianas de la generación del reggaeton, pasando por ex que tuvieron presente en otras manos y pacientes vecinos del 603, hasta artistas plásticas y chicas de plástico y satisfactoria silicona. En Medellín, las mujeres tienen necesidades y saben satisfacerlas: conocen la ley del deseo y la obedecen con cívico fervor. Nuestro apartamento quedaba cerca de un parque cuyo nombre le rinde homenaje a un tal Lleras, que es el epicentro de todo este terremoto de placeres.
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Una mendiga de ojos azules me indicó el camino a Sabaneta, en la periferia de Medellín. Ella tenía una cruz en la frente, pues era miércoles de ceniza; me dijo que yo tenía un parecido a la imagen del Corazón de Jesús. Presumo que se equivoca. Yo, de corazones, sé que algunas piensan que no lo tengo (y por supuesto exageran) y sé bien que algunas madrugadas no lo tienen. Un inventario de esas madrugadas incluiría los primeros cinco días en Medellín, donde un grupo de amigos alquilamos un departamento en un piso sexto desde cuyo ventanal avistamos todos los días el canalla sol del amanecer, siempre entre risas y copas y en compañía variada, desde holandesas trashumantes y ecuatorianas de la generación del reggaeton, pasando por ex que tuvieron presente en otras manos y pacientes vecinos del 603, hasta artistas plásticas y chicas de plástico y satisfactoria silicona. En Medellín, las mujeres tienen necesidades y saben satisfacerlas: conocen la ley del deseo y la obedecen con cívico fervor. Nuestro apartamento quedaba cerca de un parque cuyo nombre le rinde homenaje a un tal Lleras, que es el epicentro de todo este terremoto de placeres.
Pero esta parte de mi narración representa solo un
fragmento de la ciudad; tengo la firme convicción de que las ciudades se las
conoce solo cuando se las transpira. Me agencié una bicicleta y recorrí gran
parte de la ciudad con ella. En muchos aspectos me recordó a Guayaquil (caos en
las calles, poco respeto al ciclista) pero, cuando menos, tienen una incipiente
red de ciclorrutas y todos los martes, jueves y domingos se realizan,
auspiciadas por el gobierno local, ciclovías. Me interesó caminarla y conversar
con sus ciudadanos de a pie y tratar de entender cómo sienten el tránsito de la
ciudad, desde que fuera trabajada por la violencia de la cultura traqueta y los
sicarios (literaturizada, entre otros, por Jorge Franco en "Rosario
Tijeras" y Fernando Vallejo en "La Virgen de los Sicarios")
hasta esta ciudad de hoy, no solo segura sino en extremo amigable para quienes
la visitan. Porque, valga decirlo, no se trata solo de la proverbial amabilidad
de los paisas o de los parques abiertos donde puede (cosa imposible en
Guayaquil) uno sentarse a gusto y tomarse una cervecita o de la existencia del
pulcro y eficaz metro, orgullo de la ciudad. Se trata, mucho mejor aún, de la
existencia de políticas públicas inclusivas; punto para el cual, sirva a manera
de ejemplo, mencionar el Encuentro
Medellín 2007, con el cual el Museo de Antioquía propone "distintas
nociones de espacio, para generar la circulación de personas, proyectos
artísticos y concepciones culturales diversas [porque] para Medellín, ciudad
que ha vivido profundas y dolorosas mutaciones, la hospitalidad puede
[entendérsela] como una posibilidad de restablecer el lazo social, al hacer
notar como cada uno de nosotros es el ‘otro’ de alguien más". Examinen la
página; cuando la comparo con las políticas del Maac se me pianta un lagrimón,
como cantaba Gardel (tan querido aquí, donde murió en junio de 1935 y donde
puede cantárselo en las cantinas del barrio Manrique) en la célebre Melodía
de Arrabal.
Podría continuar con mi crónica; pero la
introducción en quinientas y pocas palabras de las vivencias en cualquier
ciudad es imposible. Esta ciudad multiplica esa imposibilidad. Yo sigo en
Medellín. ¿Será que se nota que se me hace un poco difícil volver?