Publicado en diario El universo el 26 de mayo de
2007.
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Conocí a Marcos Ezequiel Filardi en una actividad
académica de derechos humanos en Washington D.C. en mayo del 2005. En aquel
entonces, Filardi me comentó que tenía la intención de viajar a África con el
propósito de aprehender, con la fuerza que solo permiten los sentidos, las
situaciones más críticas en materia de derechos humanos y contactar a las
personas que luchan a diario para intentar superarlas.
Filardi inició su viaje en enero del 2006; empezó
por Ciudad del Cabo, alumbrada de sombras del apartheid, y todavía no se
detiene: yo, periódicamente, recibo sus noticias. Él, a cambio, recibe unas
líneas y mi más rendida admiración, aquella que solo tributo a quienes, sin
doblez ni usura, tienen el valor de actuar en consecuencia con los diáfanos
principios que constituyen sus razones para vivir.
Breve paréntesis: África es un continente que en la
Conferencia de Berlín de 1884 los europeos despedazaron: se repartieron su
territorio con única sujeción a sus coloniales intereses y crearon sistemas de
terror sin experimentar siquiera el mínimo asco por sus consecuencias. Cuando
en la década del sesenta, los países africanos obtuvieron su independencia,
recuerda Kapuscinski, “no se modificó la estructura del poder blanco: aquí están
las raíces del naufragio de África”. De hecho, África solo interesó a los
europeos como territorio para el expolio y, luego, a europeos y norteamericanos
como escenario para sus juegos de poder. Hoy, es un continente olvidado; para
ilustrarlo, valga referir que casi el 80% de la población infectada con el
virus del sida en el mundo vive en África, pero representa solo el 1% del
mercado mundial de medicamentos: el interés para desarrollar una vacuna es
simplemente nulo y poco o nada importa la muerte de 20’000.000 de personas.
(Esa es la mano invisible del mercado: no pocas veces empuña un puñal). Y los
europeos (y norteamericanos también), bien gracias: nunca desarrollan mala
conciencia. Demasiado blancos y demasiado limpios como para esas nimiedades. La
historia, claro está, no la escriben los perdedores.
Vuelve entonces mi amigo Filardi a escena, para
rescatar las imágenes de otra África mediante su nómada biografía. En sus
crónicas, no escatima detalles para describir las lacerantes condiciones de pobreza,
violencia y exclusión; tampoco las escatima para destacar aquella belleza que,
a pesar de Occidente, los africanos mantienen: su sonrisa, su ritmo, su
espiritualidad, su incesante alegría. Una clave para entender esta compleja
realidad la ofrece Filardi en el cierre de una de sus cartas: “¡Si tan solo
aprendiésemos a abrazar el espíritu del ubuntu!”. El ubuntu, ancestral
filosofía africana, puede resumirse en la siguiente frase de lengua xhosa, umntu
ngumntu ngabantu, cuya traducción más simple y preciosa es “uno es uno a
través de los otros”.
A pesar de todo, la alegría; a pesar de todo, la
búsqueda de sentido en el otro: actos que son todavía más valiosos hoy, en este
mundo de miedos y pobres corazones, de consumismo despiadado y egos poco
ilustrados y nada altruistas. Que sirvan, entonces, como fuente de inspiración
personas como Filardi, de lúcida coherencia, y una filosofía como el ubuntu,
que nos abre la posibilidad de desaprender los vicios de Occidente y de reinventarnos,
pese a todo y cobijados en lo humano, sonrisa en labios.
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