La envidia es el sexto de los pecados capitales y es contraria al décimo mandamiento; San Gregorio Magno le atribuyó el origen de gravísimos defectos y la Iglesia Católica recomienda que se le oponga la virtud de la caridad. No me toca: yo suscribo plenamente la frase de Sabina, “me gusta que haya religiones porque me encanta pecar”, y por ende, no tengo ningún problema de conciencia en admitir que envidio. Preciso esta idea y admito que, en realidad, yo suelo admirar, por ejemplo, la prosa de Borges, la poesía del citado Sabina, el humor de Marx (obvio, de Groucho, porque el pobre Karl…), la vitalidad de Hemingway, los ideales de Gandhi, y sumo y sigo: de verdad podría citar decenas de personas, situaciones, ideas, el inventario excede, con mucho, los alcances de esta página. Pero el destinatario de mi envidia es uno solo y su nombre es Luis Eduardo Aute.
Sucede que Aute no solo es el cantante que hace tres días encandiló a quienes asistimos a su recital en el ágora de la Casa de la Cultura en Quito; es, además de cantante, poeta, cineasta, pintor y persona de asombrosa lucidez. Este es el irreductible motivo de mi envidia: Aute interviene en todos estos ámbitos del arte y todos, todos, los ejecuta con altiva maestría. Como poeta publicó en 1975 La matemática del espejo y le siguieron varios libros de poemas y recopilatorios de sus canciones (valgan estas “poemigas” –como él mismo las llama– como ejemplo: “Abrázame fuerte, fuerte, muy fuerte… hasta que la muerte nos abrace” y “Los cuerpos, después del amor, huelen a alma”); como cineasta ha realizado varios cortometrajes y en el 2002 el colosal largometraje Un perro llamado dolor, y como pintor, su vocación más temprana y laureada, ha participado en decenas de exposiciones individuales y colectivas. De hecho, Aute admite que este es el ámbito artístico donde se siente más cómodo, a todo lo demás dice dedicarse como hobby. ¡Hobby?, por Dios, eso es casi hiriente.
Una persona como Aute, que describe con maestría un acto tan prosaico como la masturbación (“a veces recuerdo tu imagen, desnuda en la noche vacía / tu cuerpo sin peso se abre y abrazo mi propia mentira”), que precisa el exacto blasón de la belleza (“enemigo de la guerra y su reverso, la medalla / no propuse otra batalla que librar el corazón […] reivindico el espejismo de intentar ser uno mismo / ese viaje hacia la nada, que consiste en la certeza / de encontrar en tu mirada… la belleza”) y que ha compuesto obras como Rosas en el mar, Alevosía, ¡Mira que eres canalla!, Vailima, Slowly, y decenas más de canciones que maravillan, solo por estas obras merece que se le tribute rendida admiración. Pero Aute es como Da Vinci, abarcativo y espléndido (¿Luis Leonardo Aute?) y en materia de arte todo lo que hace, y hace mucho (olvidaba que también es escultor), lo hace bien: es un Rey Midas que goza a plenitud de sus divinos dones. No sé a ustedes, pero todo esto a mí me provoca envidia, mucha, y la admito sin rubor. Recuerdo que Arthur Schopenhauer declaró que “nadie es realmente digno de envidia”: me permito, en esta página, rendirle mi envidioso homenaje a la genial excepción.
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