La libertad de asociación protege, no solo el
derecho de una persona a formar asociaciones y pertenecer a ellas, sino también
el derecho de una persona a que no se la obligue a asociarse a entidad alguna.
Así lo reconoce el artículo 20, inciso segundo, de la Declaración Universal de Derechos
Humanos (“Nadie puede ser obligado a pertenecer a una asociación”); así la
demanda de inconstitucionalidad que el Presidente de la República presentó
contra la obligatoriedad de asociarnos a cámaras, colegios y demás pretende que
lo reconozca y declare el Tribunal Constitucional. Me interesa, en esta
columna, ensayar una refutación a los posibles argumentos de quienes se oponen
a esta interpretación del derecho a la libertad de asociación.
La libertad de asociación (como todo derecho humano)
no es absoluta y admite restricciones. Esas restricciones deben tener un sólido
fundamento. Para el caso de las colegiaciones obligatorias este sólido
fundamento se halla en la presunta necesidad de su existencia en procura de
asegurar el “orden público” en una sociedad democrática. Se supone que este
“orden público”, en el caso concreto, se materializa en el registro de los
títulos profesionales y los tribunales de ética.
Lo primero: el registro de los títulos
profesionales garantiza que no ejerzan la actividad quienes no estén
habilitados para ello (por ejemplo, empíricos y extranjeros). Nada que
objetarle a que se conserve un registro de los afiliados; sí a que ese registro
necesariamente lo lleven cámaras, colegios y demás porque esa actividad muy
bien puede realizarla una entidad relacionada con la profesión u oficio que
pertenezca al Gobierno central o seccional. Lo segundo: el tribunal de
ética es oportuno para el control de las actividades de los afiliados. Sí, pero
no es la única ni necesaria manera de ejercer control porque a todo aquel que
se sienta agraviado por los actos de un afiliado en razón de su profesión u
oficio le asiste el derecho de presentar sus reclamos en sede civil o penal.
Así, ni el registro de los títulos profesionales, ni los tribunales de ética
son necesarios para asegurar el orden público en una sociedad democrática: en
consecuencia, no son argumentos válidos para justificar la restricción del
derecho a la libertad de asociación que comporta toda obligatoriedad de
asociación.
Quiero no omitir una escueta referencia a otros
(insustanciales) argumentos: uno se refiere a la justificación de la
obligatoriedad de asociarnos en función de los beneficios que esta asociación
le proporciona a sus miembros; otro, al grave daño que la eliminación de la
obligatoriedad de asociarse le causará a cámaras, colegios y demás. El primero
tiene su respuesta en el hecho cierto de que le corresponde a toda persona, en
ejercicio de su derecho a la libertad de asociación, decidir si se acoge o no a
estos beneficios (porque como no existe un interés público en juego, opera la
misma lógica que anima la voluntad de una persona para pertenecer a un club
privado). El segundo nos revela la lógica perversa tras la obligatoriedad de
asociarnos: que la entidad vive a costa del afiliado y no a favor del afiliado.
Porque es evidente que el respeto a la libertad de los individuos de asociarse
solo causará grave daño a las entidades cuyos miembros, en posición de elegir,
elegirían no pertenecer a ellas y porque es evidente que si la asociación a una
entidad es tan beneficiosa la persona optará por asociarse: así, al respeto a
la libertad de asociación solamente los mediocres le temen (porque pierden). En
realidad, refutados los posibles argumentos, para el pleno ejercicio de nuestra
libertad de no asociarnos, nos sobran los motivos.
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