23 de febrero de 2008

Autonomía individual

Lo he dicho en varias columnas con las precisas palabras de Roberto Gargarella: tengo la firme convicción de que una auténtica sociedad democrática demanda el “fortalecimiento de nuestra autonomía individual y nuestro autogobierno colectivo”. Me ocuparé, en esta columna, de la primera de esas demandas.

La autonomía individual puede definirse como la libertad de toda persona de desarrollar su personalidad siempre que no afecte los derechos de otras personas (en palabras de John Rawls, en su célebre Teoría de la Justicia: “Cada persona debe gozar de un ámbito de libertades tan amplio como sea posible, compatible con un ámbito igual de libertades de cada uno de los demás”). Esta autonomía individual supone la existencia de comportamientos sobre los cuales cada persona (y, entiéndase, solo ella) puede decidir. El necesario respeto a tales comportamientos implica que el Estado debe proteger las libertades que permiten a cada persona vivir su vida moral plena y que, por ende, el Estado no puede imponer (ni ninguna otra persona exigirle que imponga) a una persona lo que otra u otras viven como su obligación moral (porque como sostiene el filósofo Ernst Tugendhat, “un concepto de la moralidad que no deje abierta la posibilidad de concepciones variadas de lo moral tiene que parecernos hoy inaceptable”). Suena lógico, pero muchos no lo entienden (o no quieren entenderlo).

Entre esos, unos utilizan como argumentos términos tales como “bien común”, “buenas costumbres” u “orden público” para justificar las violaciones a la autonomía individual: la vaguedad e imprecisión de tales términos lo permite. Ante tal vaguedad e imprecisión corresponde, en una auténtica sociedad democrática, que las libertades de la autonomía individual (y los derechos que las protegen) se entiendan como “cartas de triunfo” (la expresión es de Ronald Dworkin) frente a tales términos.

Otros utilizan el argumento “mayoritario”: suponen que la democracia es una “democracia de mayorías” (sea la mayoría de católicos o de coristas de ‘Patria, Tierra Sagrada’). Esta concepción “estadística” de la democracia suele violar la autonomía individual de las minorías marginadas o sobre las que la mayoría tiene prejuicios. Para propiciar el desarrollo sin discriminación de la autonomía individual se necesita de una “democracia constitucional” (de nuevo Dworkin) que, tanto en lo legislativo como en lo judicial, defienda los derechos que protegen (a pesar de las pretensiones de la mayoría) la autonomía individual de todos, incluidas las minorías.

Algunos otros (que se supone que defienden la autonomía individual) tienen una visión sesgada de la misma porque, en su opinión, la autonomía individual solo se viola cuando quien la agrede es el Estado (que para el caso guayaquileño, lo representa tanto el Gobierno Nacional como el Gobierno Seccional –léase, Municipio local) pero nunca cuando quienes violan la autonomía individual son las empresas privadas que (en connivencia con Estados débiles, como el nuestro) suelen someter a los individuos menos favorecidos a condiciones de extrema precariedad. O, en esa misma línea de análisis, algunos que se suponen defensores de la autonomía individual en todos sus extremos se ocupan solo de sus aspectos económicos: hace ocho meses exactos publiqué el editorial ¿Libertarios? , para indagar si este movimiento defiende algo distinto a otros grupos de derecha (como el agónico y patético PSC, pongamos por caso) y la respuesta es no. El nombre “libertarios”, a ese movimiento, le queda ancho.

No pocos prejuicios, cobardías y malentendidos acechan a la autonomía individual. Precisamente de allí la importancia de entender su significado y de propiciar su justa defensa, tal como lo reclama la filosofía liberal ilustrada y corresponde en una auténtica sociedad democrática.

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16 de febrero de 2008

Babel y Babel

Lo cuenta Torcuato di Tella en su Diccionario del político exquisito (Pág. 199):
 
“El interrogatorio al que fue sometido el novelista ruso Isaac Babel, al ser detenido en mayo de 1939, comenzó así:
- Se lo ha arrestado como traidor por actividades antisoviéticas. ¿Reconoce su culpa?
- No, no la reconozco.
- Pero entonces, ¿cómo puede reconciliar esa declaración de inocencia con el hecho de su arresto?”
Esta acusación al novelista ruso Isaac Babel no se la discute; las preguntas de quienes lo detuvieron son mera retórica. Similar a este absurdo interrogatorio son los discursos políticos de estos tiempos, tan sin matices y tan excluyentes de sensatas propuestas: hago específica referencia (aunque advierto, no es privativa de ellos, porque el Gobierno Nacional la comparte en muchos aspectos) al actual discurso que, tan arenga en guayabera y tan pecho en descubierto, anima a las autoridades locales (y a sus defensores y panegiristas) y que tiene su reflejo en el llamado ‘Mandato de Guayaquil’. Podría criticar de este discurso el uso del término “libertad” (el cual sería muy interesante que aplicaran también casa adentro, véase mi editorial ¿De qué libertad hablamos?, del 29 de diciembre de 2007) o su uso del término “autonomía”, al que sin nunca precisarlo y útil para acomodarlo a su dúctil agenda, nunca les ha preocupado definirlo y les basta, con palabras del propio Alcalde Nebot, con aquella tibia vaguedad de “autonomía al andar”.

Pero no. Me interesa criticar, en esta página, el hecho cierto de que las autoridades locales (y sus áulicos) hoy se pretendan víctimas y el que uno de sus principales argumentos para reclamar esa condición es la desmembración de la Península de Santa Elena de la Provincia del Guayas. A esos efectos, no abordaré (por razones de espacio, aunque mucha tela puede cortarse) la casi nula importancia que se le concedió a este territorio (salvo, por supuesto, como espacio para su temporal divertimento) hasta antes de su secesión de la provincia; sí abordaré, muy brevemente por razones de espacio (aunque mucha tela puede cortarse) lo poco que la Provincia del Guayas importa en el discurso de quienes hoy argumentan esta condición de víctimas: ya el propio nombre de su propuesta oficial (el Mandato “de Guayaquil”) así nos lo revela. Deberían hacerle caso a una de las pocas voces sensatas que pueden hoy leerse sobre políticas públicas de esta ciudad, la de Francisco Franco Suárez (columnista de la -ahora desaparecida- www.desdemitrinchera.com), quien reclama que este “no es el mandato de Guayaquil; no es constitución de Guayaquil. Es Mandato de Guayas” y reivindica nuestra Provincia, la que es nuestra “no por que nos pertenezca sino porque nosotros nos pertenecemos a ella”. Es solo a partir de esa propuesta inclusiva que se puede empezar a reflexionar. Pero, claro: el vocablo “inclusión” siempre, en la práctica, le ha quedado ancho al Municipio local.

Así, este inminente ejercicio de las autoridades locales de mirarse el ombligo nos conduce a otra Babel, aquella cuya historia se relata en la Biblia (Génesis, Capítulo 11, 1-9) en la que el celoso Yahveh confunde las lenguas para que los hombres no se entiendan y se dispersen. Y cualquier semejanza con nuestra realidad local no es mera coincidencia.

9 de febrero de 2008

FF.AA.: derecho al voto e igualdad real

Las FF.AA. argumentan su derecho a votar desde el derecho a “la igualdad ante la ley”. Yo suscribo, sin demora y con entusiasmo, esa sensata y cohesionadora idea de igualdad ante la ley para FF.AA. y civiles que las propias FF.AA. desarrollan en el documento de trece páginas que presentaron ante la Asamblea Constituyente. Es precisamente a partir de esa idea de igualdad ante la ley que fundamenta el derecho a votar de los miembros de las FF.AA. que (a contramano de las otras pretensiones de las FF.AA. en el documento al que hago referencia) propongo la eliminación de sus varias ventajas y privilegios.

Para elaborar este argumento de “la igualdad ante la ley” debemos empezar por reconocer las desigualdades reales entre FF.AA. y civiles en Ecuador. Esta desigualdad no solo se manifiesta en el ejercicio del derecho al voto sino (y principalmente) en las varias ventajas y privilegios de las FF.AA. Refiero hechos, sin afán de exhaustividad: el presupuesto que se asigna a las FF.AA. ecuatorianas en relación con el Producto Interno Bruto es el mayor de América latina (Cfr. Atlas Comparativo de la Defensa en América Latina), el abusivo fuero militar (que defiende un mal entendido “espíritu de cuerpo” y resuelve solo el 0.10% de los casos de manera definitiva), el pingüe y excesivo negocio de las empresas militares, su impropia condición de “árbitros de la democracia”, sus ventajas por el simple factor de pertenecer a las FF.AA. (seguridad social propia, comisariatos, etcétera)… Estos hechos (entre otros) contribuyen a que los miembros de las FF.AA. se perciban a sí mismos como un estamento diferenciado del resto de la sociedad ecuatoriana que ejerce una “tutela” sobre el sistema político y sobre la sociedad. Para peor, no pocos civiles también los perciben de esta manera.

Pero, ¿cuáles son los elementos que justifican estas ventajas y privilegios? En realidad, esta pregunta podría plantearse en otros cabales términos: ¿A quién le ganaron las FF.AA. para obtenerlos? La incómoda y única respuesta posible es recoger el argumento que ofreció Javier Ponce en un editorial (“Rémoras Militares”) del 20 de setiembre de 2006: a una “sociedad civil cobarde” y silente, que tiene su origen en “el proceso de retorno democrático de fines de los años setenta [que] no fue producto de un proceso civil. No. Fue un retorno bajo el amparo militar y bajo dos condiciones: la conservación de privilegios incluidas las empresas militares y el mantenimiento del control de las Fuerzas Armadas por los propios militares”. Las consecuencias de este diagnóstico de Ponce las expone de manera concluyente y certera la experta en asuntos militares, Bertha García: “Uno de los grandes poderes que han sido causantes de la debacle del sistema político es el excesivo poder de los militares”.

En este escenario, la percepción que debe erradicarse de nuestra sociedad es aquella que entiende a las FF.AA. como “diferenciadas del resto de la sociedad ecuatoriana”. Un elemento para propiciar esta cohesión entre FF.AA. y civiles es concederles a aquellos el derecho al voto (en Sudamérica solo nosotros y Colombia no lo permitimos). Pero no puede ser éste el único elemento, y menos todavía si la propuesta se fundamenta en el derecho a la igualdad, pues este mismo derecho torna improcedente e impresentable el que las FF.AA. propongan “un régimen especial, que regule su operación, los deberes y derechos de sus miembros”. Es, precisamente, todo lo contrario: en nombre de la igualdad deben erradicarse las ventajas y privilegios que las FF.AA. (culpa de una sociedad civil cobarde) mantienen todavía y que no se compadecen con los necesarios presupuestos de una auténtica sociedad democrática.

2 de febrero de 2008

Contestación a Palacio que argumenta razones para legalizar las drogas

Para los antecedentes de esta contestación, v. acá.

Estimado Emilio:

Acuso recibo de su comunicación. Me interesa, como al Diario, abrir el debate sobre la legalización de las drogas. Este es un tema que, en lo personal, me interesa desde hace varios años. Mi primera investigación seria sobre el mismo la realicé para un Congreso de Derecho en Mendoza, Argentina, hacia 1999. En particular, para la redacción de este editorial revisé material de Antonio Escohotado (Historia Elemental de las Drogas), de Thomas Szasz (Nuestro Derecho a las Drogas), de Carlos Gaviria (Herejías Constitucionales, en la sentencia que cito en el editorial), de Rodrigo Uprimny (el artículo que le adjunto a esta comunicación, que condensa con excelente factura el estado de la cuestión y los argumentos en procura de la legalización) y el viejo ensayo (original de 1986) de Fernando Savater (cuyo enlace en Internet cito en mi editorial).

Coincido en la necesidad de que a mi regreso (para el 25 de febrero) ampliemos este intercambio. Anticipo, sin embargo, unas ideas. Mi editorial, muy explícitamente, se divide en dos razones: 1) razones de costo/beneficio; 2) violaciones a la libertad personal. El primer tipo de razones no suele comportar problemas para su admisión en el debate público porque son razones de orden práctico. Distinto, por supuesto, es que a que estas razones se las atienda, tanto porque las razones para mantener la prohibición suelen ser de otro “orden práctico” (corrupto) como porque suele justificarse su fracaso mediante la “buena intención” que (se supone) anima la “Guerra a las Drogas” (esto, muy a pesar de los efectos perversos que esa “buena intención” provoca). En este preciso punto se produce un enlace entre las primeras y las segundas razones, porque precisamente porque se desconoce la legitimidad de estas segundas razones el discurso dominante justifica que se mantenga la prohibición de las drogas a pesar de su ineficacia y perversión. Estas segundas razones sí son de difícil admisión en el debate público porque son razones que implican juicios de valor moral. Yo, en particular, sí creo que esas violaciones a la libertad personal merecen discutirse, de manera desprejuiciada y sensata.

Si estas ideas en relación con la libertad personal, que hallan soporte tanto en sentencias de respetables tribunales (como la Corte Constitucional de Colombia, considerada uno de los mejores tribunales constitucionales del mundo, pero podría citarse al Tribunal Constitucional Federal alemán, entre otros) como en importantes pensadores contemporáneos (Szasz y Savater, por ejemplo, entre tantos otros) para que se entiendan bien en “las personas menos abiertas al debate” debe prescindir de la ironía que formulo, pues coincido plenamente. Sí quiero aclarar que cuando hago referencia a este argumento no se trata de “promover el uso” de las drogas sino de hacer entender (con los matices que menciono de consumo privado y público, consumos no problemáticos e indebidos, consumo per se y consumo asociado a delitos) que cuando se trata de libertad, esa decisión le pertenece a cada individuo, que en nuestro ámbito íntimo todos los individuos somos libres de hacer lo que nos plazca. En un país en que la libertad se menosprecia tanto (los notorios casos de la libertad de expresión y de la libertad de asociación, por ejemplo, sobre los que he escrito) y más todavía en su ámbito individual (los casos de la eutanasia y unión homosexual, sobre los que he escrito, el caso del aborto) sí creo que es importante introducir el debate sobre los usos, riesgos y responsabilidades de la libertad individual para, poco a poco, vencer los prejuicios de una sociedad todavía muy conservadora. La frase de Matzneff que cita Savater no promueve el uso de una droga tanto como (de allí que me parezca tan hermosa) expresa (sensatamente, a mi juicio) que lo malo o lo bueno no está en esa sustancia (llámese hachís, pero podría ser marihuana o cocaína, o también, como consta en la frase “el amor o el vino”) sino en el uso que de ella se haga. Sobre sustancias como la cocaína (que ingresa en el contexto de “drogas químicas” ilegales) pues creo que el debate tanto sobre la genealogía de su prohibición (de una sustancia producida por los laboratorios Merck –de allí que en Argentina se la llame todavía merca-, vendida libremente en boticas, anunciada por Sigmund Freud y consumida por Borges –sin perjuicio para su literatura) como sobre la forma de abordar su consumo por la legalización de las drogas (que es la postura que yo defiendo) debe hacerse, nuevamente, de manera desprejuiciada y sensata.

Tengo disposición de propiciar el debate (ojalá) sobre la legalización de las drogas: estoy dispuesto a cortar mi ironía y (muy a mi pesar) cortar la frase de Matzneff y utilizar, en cambio, un argumento extraído de un tribunal constitucional. Tengo también la disposición de ampliar este intercambio a mi regreso al país. Le hago expresión de un abrazo caribeño. Salute,

Xavier