Cuernos

23 de septiembre de 2008

Seguí el consejo de Sabina y entre las casadas busqué mis amadas y de entre todos los maridos elegí “a ese infeliz que siempre está reunido y siempre de viaje” (Cuernos, track 8 de "Hotel, dulce hotel"). Ella era socia del Country Club y en un lunes de nadie, a inicios de la tarde, nos fuimos para allá. Entramos al baño de mujeres, un sitio amplio que ostenta unas caricaturas de jugadoras de golf en la pared de la entrada. Sonreímos al descubrir que una tía mía constaba en la nómina de jugadoras en grafito: era la tercera si contamos los cuadros desde la izquierda. Tiempo después, no muy lejos de mi tía, eyaculé. Salimos al aire fresco, almorzamos ligero, caminamos por los campos de golf. En el hoyo 17 nos echamos a la sombra de un árbol a sostener una placentera conversación sin rumbo. Miramos caer las hojas desde la copa de un ceibo. Este hecho, la situación en sí, eran el fiel reflejo de una plácida belleza. Corría, es lícito suponerlo, el mes de junio.

Eran tiempos del Cacao, ese bar de Jimmy Mendoza que inició todo aquello que hoy llaman, con cierta e inmerecida pompa, Zona Rosa. Allí la conocí una noche y desde aquel entonces nos dimos a la caza de no escasos amaneceres. Residía en una de esas ciudadelas que llaman, con cierta y merecida pompa, burbuja. La casa era de dos pisos y moderno y hermoso decorado. Recuerdo un libro sobre arquitectura de Buenos Aires en el centro de mesa, en la planta baja. Al principio yo entraba a la ciudadela siempre en plan camouflage; hacia el final, ya saludaba orondo y sonriente a los guardias. Ideamos una excusa, del tipo que yo era profesor de alguna materia que a ella le interesaba aprender. Su marido era un alto ejecutivo, de reuniones y propicios viajes al extranjero. Nuestra excusa funcionó: para variar, el marido me pagó buena plata durante los meses que duró nuestra relación.

El día del baño en el Country salimos con rumbo a su casa y para evitar entrar a la ciudad, tomamos la carretera para rodearla; creo que este sector se llama Daular. La carretera mira al río y el trayecto demora un poco pero el ritmo es constante y el paisaje es hermoso. Al amparo de Lou Reed podíamos decir que it was just being a perfect day. Escuchábamos a Tom Jobim, el track 3 de un disco que me regaló Claire (¿Qué será de Claire?): sonaba aguas de marco cuando tomamos una curva y el carro derrapó hacia la izquierda; ella soltó el volante que yo tomé para intentar enderezarlo. El carro se fue entonces hacia la derecha e impactamos un tráiler en una de sus enormes llantas, no una, sino dos veces. El impacto aminoró la velocidad y el vehículo se detuvo a un lado de la carretera. Los daños fueron menores, pero del susto teníamos el corazón en las manos. Y si el carro en vez de impactar contra las llantas del tráiler se acomodaba entre ellas, no quiero ni imaginarlo: esa muerte hubiera sido atroz. Cuando bajamos del carro, un subaru se dio vueltas de campana y casi nos atropella: quedó a unos tres metros de nosotros.

Lo comprendimos. Le habían echado cascajo a la carretera para asfaltarla y al tomar la curva, las llantas al contacto del cascajo, derrapaban sin excepción. Me pareció increíble que nadie, ni la empresa, ni ninguna autoridad, pudiera advertir con unos letreros de aquella reparación, y evitarnos los daños a terceros. Las autoridades rondaban esa esquina: la curva que cuento está a unos quinientos metros de un retén conjunto de la Policía Nacional, Comisión de Tránsito del Guayas y Policía Metropolitana que, para todos los efectos, sólo parecían existir para probar las dimensiones homéricas de su estupidez. Recuerdo que avanzamos un poco en el carro y avistamos unos obreros. Mi reacción fue bajarme del carro e increparlos: una reacción estúpida. Ellos, en definitiva, no tenían la culpa. Pero me pudo la indignación, hasta que uno de ellos levantó una pala: sólo ahí me sosegué. Les solté alguna frase más, me fui.

Seguimos otro poco y encontramos un agente de la Comisión de Tránsito del Guayas. Un sujeto obeso, con tranquila cara de idiota. Detuvimos el carro y bajé la ventana. Sosegado de mi anterior incursión a la diatriba, traté de explicarle lo que sucedía y que aquello podía provocar graves accidentes, ni se diga si se trata de carros grandes o tráilers. Aquí, el tipo me atajó: Los tráilers son demasiado pesados como para que derrapen. Pensé en la frase de Italo Svevo: Tienes razón, pero eres un imbécil. Me di cuenta que no tenía sentido, que la escasa racionalidad de este tipejo era devota de la corruptela y de las películas del 4. Mi amante, que no lo había dicho pero era extranjera, empezó a gritarle, fuera de sí. El tipejo nunca entendió. Mientras yo subía la ventana, le pedí que arranque, que no tenía sentido, que se calme. Arrancamos y anduvimos largo rato en silencio. Empecé a sentir un dolor de país. Sentí que la palabra “país” era excesiva para esta provincia de nadie. Sentí vergüenza de reconocer que aquel uniformado, que alguna forma idiota de institucionalidad representaba, era mi connacional. Sentí que ser ecuatoriano era mi castigo porque en vidas pasadas les abrí el gas a los niños judíos en Treblinka. Quise cambiar mi nacionalidad por la de un iraquí: de hecho, pensé en la apatridia, que Naciones Unidas combate con tanto afán en convenciones internacionales, como en una opción plausible. (Cioran, a quien tanto admiro, era apátrida y juzgaba que ésta era la condición propicia para la filosofía.) La miré y le dije: Te entiendo. Tú sí vienes de un país. Su mirada me respondió extrañada: lloraba. Yo no tenía ganas de explicarle lo que había dicho y sólo le sequé un par de lágrimas que se deslizaban por su mejilla derecha con mi mano izquierda, sin decirle nada. Estuvimos un largo rato en silencio. El accidente dañó el reproductor de música y no podíamos escuchar más a Tom Jobim.

Después de mi arranque de apatridia, conversamos del tema, lo agotamos y decidimos ponerlo aparte de nuestra relación: le aplicamos la terapia del sexo y de la risa. No tenía sentido discutir tanta estupidez: sabemos por Einstein que es infinita. Y sabíamos los dos, por experiencia propia, que la vida estaba en otra parte, en aquel sendero que de manera erótica y furtiva, ambos recorríamos.

Le debo a ella varias cosas. Una camiseta negra que utilicé para los 50 años de mamá, comprada en Sao Paulo y envuelta para regalo. Un disco de Tira Poeira y otro de Joyce e banda maluca. Las cuentas de decenas de restoranes exquisitos y de moteles de ocasión. Las llamadas de madrugada en busca de calor. Lo más importante: unos meses de honda belleza que siempre me avivan la nostalgia. Porque un día, en una huequita donde solíamos tomar café pasado, cerca del mercado que algunos dicen (y es mentira) que construyó Eiffel, me dijo que se marchaba, que la empresa trasladó al marido a un país vecino al suyo. Mierda.

La vi por última vez en el Hilton Colon. Había abandonado la casa y estaba hospedada sus últimos días en un cuarto del piso 9. Le quedaban tres días más, pero al día siguiente yo viajaba a México. Esa era nuestra última vez. No hicimos el triste o desaforado amor de los adioses porque estaba su marido. Me devolvió tres discos de bossa nova que le había prestado (se quedó con el de Jobim) y conversamos sin énfasis. Me despedí. Le estreché la mano al alto ejecutivo y ella me acompañó. Nos dimos un último magreo en el tránsito del ascensor a la planta baja. Llegamos, le dije suerte y buen viento, y empecé a caminar hacia la puerta giratoria del hotel sin volver la vista atrás.

El año pasado visité la ciudad donde ella vive o vivía. Tenía la ilusión de verla: la busqué en la guía, llamé a la operadora. El resultado fue siempre NS/NC. Mierda. Le perdí el rastro.

G: just in case, this one is for you.

5 comentarios:

delaura paz dijo...

Ta' bueno el relato. Cuelga más sexyboy!

Roberto dijo...

Genio y figura Xavier... Al fin alguien que puede establecer la razón de la sinrazón de los cuernos... Y se lo debemos a Sabina... En todo caso... no existe hombre que no haya pasado por esos rumbos... y como suelo decir... para un par de cuernos siempre habrá un gentil idiota que quiera recibirlos... Prefiero ponerlos a recibirlos y por último como dice mi abuelo (otro genio en el tema, del cual cuentan que una vez se cayó de una cama de una moza mientras tiraban con el marido de esta dormido al lado de ella) para todo roto hay un descocido y para cada cuerno un marido dormido... salut y avanti.

Chica Cosmo dijo...

Si no sabré yo de cuernos que los he puesto, me los han puesto y he servido de necesaria (a veces despistada, a veces enterada)cómplice para ponérselos a una tercera.

Pero no sé, si yo contara una historia parecida (emolumentos incluidos) ya me imagino los elogios que recibiría, y la verdad no creo que el orgulloso Roberto sacara pecho si protagonista de su anécdota hubiera sido su querida abuelita (que la imagino como una diosa de la repostería) y no su hiperactivo abuelo (que me lo imagino vestido de charro pistola y guitarra en mano).

El doble rasero se hace más evidente en la actitud hacia los cuernos.

Como si para nosotras no fuera mérito. Como que en el fondo todos creemos lo que dice el Juaquinito: "Los hombres engañan más que las mujeres, las mujeres mejor".

Kojudo Mayor dijo...

Christine:

Equivocada estás. Tu estereotipada (y generalizada) idea sobre los hombres, te hace decir eso.

Existen hombres y mujeres que jamás han cuerneado a sus parejas. Existen aquellos que, a pesar de no haber sucumbido al pecado de la carne, y a pesar de que no se ha consumado el adulterio, han traicionado con sus mentes y su corazones. Pecados de palabra, obra y omisión.

Y también existimos un grupo de personas, que nos causa un cierto morboso placer imaginarnos a nuestras parejas en brazos de otros. Estimulante y angustiante a la vez.

Si tu escribieses sobre tus aventuras extracurriculares, yo no te juzgaría, y mucho menos condenaría, sino que te solicitaría que elabores mas sobre el tema. Mi interés sería mayor, que el que nuestro amigo "El Graduado" despertó en mi con su narración adúltero-gineco-afectiva.

Roberto dijo...

Gracias mi estimada Christine por tus acertados comentarios... concuerdo plenamente con lo que se indica en tus excelentes palabras... lastimosamente, uds engañan mejor, y la verdad yo también he servido de cómplice... y que va... al final nadie se escapa de tan inevitable suceso...
Saludos...