Uruguayos: argentinos sosegados. Aeropuerto de Carrasco, 06:02, hora de la República Oriental del Uruguay. Frente a un primer tinto, en plan de decisión de la ruta de las próximas horas. De bote pronto, se supone que llegaremos al puerto para comprar los tiquetes a Buenos Aires y guardar las maletas, para recorrer con ligereza Monte, acaso en un city tour (idea de mamá que no me hace muy feliz pero que la entiendo en razón de las circunstancias).
Primeras pequeñas diferencias: pides un tinto y te lo acompañan con soda. La “sandwichería” del local incluye pebetón y bocatta. Me iré por un bocatta de salame y queso.
Compartí el bocatta con mamá, que volvió con noticias que nos conducen a tomar un ómnibus al terminal y desde allí organizar nuestras transitorias vidas montevideanas. El bocatta está exquisito y lo acompaño con agua de la caniya. El ómnibus a tomar para llegar al terminal-shopping center en Tres Cruces puede ser cualquiera de los siguientes: 700, 701, 70A, 710 (prefiero uno que no mezcle números y letras porque desconfío de cualquier asomo algebraico).
Le comento a mamá que Uruguay es un estado tapón, un disuasor de las luchas entre los gigantes Brasil y Argentina, un invento inglés. Otro café: un cortadito, como el que volvió a pedirse mamá. Le comento la idea que tenemos con Fernando de poner una pizzería-restorán-bar conceptual, que se podría llamar “La Pizza de Dante”, con un chef argentino random, que podría llamarse Matías Filippini, pero que para el caso guayaco se llamaría Dante: nuestro lugar se jugaría con los conceptos de la Divina Comedia y de la República Argentina (con sus ídolos: Borges, Cortázar, el Diego, Fangio, García, Gardel, etc.). Antes de partir, unas aproximaciones al tema político, tema tabú con mamá, pero irresistible frontera que siempre atravesamos.
En el vuelo Guayaquil-Lima y en el principio del vuelo Lima-Montevideo (porque el resto del viaje dormí como un lirón) leí Bestiario del Balón, un libro exquisito sobre, digámoslo en simple, el lado B, el lado amable del fútbol colombiano. Llevé dos libros: El Derecho Dúctil de Zagrebelsky y Bestiario del Balón, de Arango, Samper y Garavito. Elegir la lectura de este último es, por supuesto, toda una toma de postura.
Lo miro en retrospectiva desde la espera para el embarque en el Buquebús, 17:40, hora de Uruguay. Tomamos el 701 y optamos, en Tres Cruces, por un city tour que nos recomendó la oficina de turismo. Lo admito: me encantó el city tour que tomamos con mamá. No soy partidario de los city tours, les tengo las lógicas prevenciones de quienes sabemos que las ciudades se las conoce gastando todavía más las suelas de un par de botas rotas (con las que se camina mejor), perdiéndose entre su gente, amistándose, sudándola. Pero me animé a este city tour sin reservas, con el propósito de disfrutarlo mucho: sabía que no existía mucha posibilidad de acercarse a Montevideo de otra manera y que no podía obligar a mamá a un ritmo del que ella no quería participar. Pero, insisto, me encantó el city tour porque nos acercó a una ciudad no sólo desde sus características físicas (digamos, sus edificios, sus calles, sus monumentos) si no desde ciertos datos que nos acercan a su perfil auténtico: datos, por ejemplo, sobre educación, salud y cultura. Óscar, nuestro guía, los contaba con gracia y sin pérdida de humor. Los datos eran datos de almanaque (y me consta que si lo sacabas mucho del libreto, digamos, para hablar de literatura el tipo habitaba los lugares comunes) pero el tipo conocía su oficio: los distribuía de conformidad con los lugares, los aderezaba con detalles complementarios, los matizaba con humor. Con voz pausada, sin prisa pero sin pausa, para que lo entiendan hasta la pareja de brasileños que viajaron con nosotros por Monte (éramos en total ocho, sendas parejas de brasileños, argentinos, españoles y ecuatorianos) Óscar cumplió el oficio de mostrarnos una ciudad encantadora, como lo reflejan sus 1.600 ha. de áreas verdes, su árbol por cada 3 habitantes, su alto estándar de salud (un médico cada 240 habitantes, a nivel de país), su alto nivel educativo (98% de alfabetización, a nivel de país), sus 22 kilómetros de ramblas que miran hacia un río de tenue marrón (con su pequeña Copacabana –Pocitos), sus parques abiertos y propicios para la apropiación del espacio público (ni siquiera son necesarias las ciclovías porque todos respetan la cultura ciclística): todo ello enmarcado en una arquitectura hermosa y en un ambiente apacible (en todo el país suceden sólo 80 muertes por actos de violencia en el país). Esta condición apacible acaso se relacione entre otras cosas con la ausencia de enormes contrastes sociales: no existe la ostentosa riqueza (que, por ejemplo, se exhibe en Brasil o Argentina) sino “riquitos” así como tampoco una extrema pobreza: digamos, nadie se muere de hambre ni vive en condiciones indignas, porque en últimas tiene acceso a salud y educación, a situaciones que gratifican en simple la vida: el acceso a la recreación en los espacios públicos, por ejemplo. El recorrido demoró unas tres horas: el bundi nos dejó en el mercado del puerto, prestos para almorzar.
Caminamos el mercado del puerto y me encontré con un tipo de Rivera, en la frontera con Livramento (se cruza una calle y se está en Brasil), cuyo hermano era suplente en el Peñarol del ’66, ese mítico Peñarol de Spencer y Joya. El tipo tenía un apellido vasco, Echealgo y conoció a Spencer. Contó en un español abrasilerado que alguna vez Spencer le prestó sus botines: lo dijo con genuino orgullo, del que participé. Le compré un par de boinas, a buen precio: una de cuero de oveja, bicolor en variedades de café (a mamá y a mí nos cautivó a primera vista), otra de cuero de cerdo en caqui. Con mamá vimos lugares para comer, averiguamos la oferta y los precios: nos quedamos en L´amitie, nombre muy propicio. Pedimos jabalí y cordero, como entrada un plato de jamón crudo. Mamá, agua; yo, dos copas de vino de la casa. Pan caliente y justos aderezos. Recuerdo una tarde en Arequipa frente a un ají de rocoto, la sensación de feliz agonía que implicaba comerme ese plato: la contradictoria sensación de tristeza de irlo terminando, casa bocado, la felicidad de comer: como bien lo vislumbró Wilde, esa es la tragedia del placer. La volví a experimentar en Montevideo. Casi me olvidaba del postre que, Emilio Vecchi, el dueño nos predicó como el mejor del mundo en su género. No tengo parámetros para comprobarlo, pero, ¡qué lo parió! (como dice Mendieta) que estaba la reputamadre de buena esa panqueca de manzanas en caramelo. Ni siquiera me tomé el café (yo, cafeinómano irredento) para no perderme un ápice de su sabor que, aún ahora y varias horas después, siento en mi boca mientras escribo estas líneas. Lo mejor: el trato que Emilio Vecchi le dispensa a sus clientes: su interés por todos los detalles, por hacernos sentir bien, por las risas. Si algún día hacemos ese restorán (¡vamos, Fernando!) eso es lo que me interesaría de tenerlo, dispensar un trato análogo a quienes visiten nuestro negocio.
Tomamos un taxi (un tipo lo llamaba y nos abría la puerta: esa era su modesta industria y se ganaba unos pesos de propina así) y fuimos de compras deportivas en la 18 de julio. Me agencié la camiseta oficial de la celeste (¡Uruguay nomás!) y una polera casual y negra de rugby. El sábado se juega por eliminatorias al Mundial el clásico del Río de la Plata: ya saben de qué lado se alzan mis brazos al cielo, azul celeste para más señas. (La historia de este romance es larga y literaria.)
Otro taxi y a la terminal, para tomar el bus a Colonia de Sacramento, donde tomamos el Buquebús a Buenos Aires. En el bus a Colonia no tengo si no el recuerdo de haber dormido sus dos horas: he hecho ese viaje tres veces y jamás he visto un ápice de su paisaje porque siempre el cansancio me noquea al empezar la ruta. Llegamos al buquebús, trámites de rigor, embarcarse: obtenemos un par de asientos al lado de unos pequeños polimorfos bilingües (¡una calamidad!). Me vine atrás, hacia un sitio más relajado, a sentarme al piso a escribir, a mirar desde el ventanal que el Buquebús partía del puerto de Colonia de Sacramento, que también mira hacia unas aguas de tenue color marrón.
Ahora, en Buenos Aires.
Ojalá los hermanos orientales no te hayan oído llamarles "argentinos sosegados", te pudieron haber envenenado la panqueca, mucho les ha costado hacerse de identidad a los de la otra provincia 24.
ResponderEliminarOjalá además, que vos enfundado en tu remera celeste recibas en tu arco muchos "orgasmos del fútbol" (como llamara Galeano al gol) este sábado. Toma el doble sentido como queras.
No se me ocurre cómo clasificar por círculos a los ídolos, todos merecen con igual facilidad el cielo y el infierno, lo que sí, el purgatorio será el mayor problema: vacío.
La razon que citas no es la correcta, de acuerdo al peronismo. Los ingleses impulsaron (imponiendo) la Republica independendiente de Uruguay, con la unica finalidad de que el Rio de la Plata sea declarado de libre transito, al pertenecer a dos -o mas- paises.
ResponderEliminarLas luchas entre las republiquetas sudamericanas eran vistas con buenos ojos por la corona imperial, bajo la maxima: divide y venceras.