Edwards es cool, man

25 de noviembre de 2008

Le debemos el Curro y yo el enorme detalle de haberlo conocido a Jorge Edwards a la amistad que tenemos con Pedro Vargas, Director de Relaciones Internacionales de la ESPOL. Pedro era lector de mis columnas en El Universo a partir de las cuales se convenció (en razón de mi insistencia en citarlo, en particular como ariete para criticar la criminalización de la protesta social lo que a Pedro le puso en evidencia la solvencia del pensamiento de RG) de invitarlo a Roberto Gargarella como orador para el 49avo aniversario de la ESPOL. En aquel entonces, compartimos con RG un almuerzo en restorán italiano regado de tintos de igual procedencia; una charla sobre el derecho a la protesta en horas de la tarde (todo un momento, todo un detalle para quien esto escribe) y una caminata por Las Peñas con visitas a casas aliadas en la noche.













Este año era el 50avo aniversario de la ESPOL y, doy fe, Pedro Vargas buscó a un invitado a la altura del acontecimiento. Lo encontró en Jorge Edwards, escritor, periodista y diplomático, junta de García Márquez, Vargas Llosa y Cortázar, ganador del premio Cervantes en 1999 (el mismo premio que obtuvo Borges en 1979 –compartido con Gerardo Diego- y Bioy Casares en 1990) entre otros atributos que jalonan una vida mucho interesante. Cuando el Curro y yo, pelín tarde, arribamos al lugar de reunión Jorge Edwards era la viva imagen de un apacible veterano en posesión de una copa de vino blanco. Compartimos la mesa y el vino (ídem) y conversamos distendidos, sin la presión de ser cholulos y con el respeto que se le tiene a quien merece escuchárselo con atención porque cada palabra puede constituir razón de regalo y solaz. Se habló de política, de Chile, de mis admirados Santiago Arcos y Francisco Bilbao, del posible triunfo de Obama, porque estas copas se consumieron el 28 de octubre y Obama era entonces una duda (todavía es cienes de dudas pero por otras razones) y Edwards venía de Chicago (adonde volvería después de unos días en este trópico y en Galápagos) donde ofrecía entonces unas lecturas sobre el boom; contó un proyecto de escribir un libro similar al que escribió su compatriota José Donoso (Historia personal del boom, un libro que se deja leer muy bien y que, ando yo en mala racha, tampoco encuentro en mi biblioteca, ummmm) y contó varias anécdotas, como aquella de que fue el único latinoamericano en Princeton que escuchó el discurso de Fidel Castro en abril de 1959 o la de aquella comida con Neruda e Ilya Ehrenburg, en la que Ehrenburg refirió que publicado que fue uno de sus libros el mundillo literario ruso lo llamaba al teléfono de casa para felicitarlo; corrió el rumor que Stalin leía el libro que publicó y el teléfono dejó de sonar. De repente, una llamada: Ilya, le gritó su mujer trémulo y sincero temor en la voz, toma el teléfono, es Stalin. Ehrenburg contestó y Stalin felicitó al camarada. El teléfono de la casa de Ehrenburg volvió a sonar con todas las felicitaciones del mundillo literario ruso. Esta anécdota, apostilló Edwards, ilustra la naturaleza del totalitarismo.

Al día siguiente almorzamos juntos Pedro Vargas, Edwards, el Curro y yo; le extendimos una invitación al amigo Rafael el Gordo Balda para que nos acompañe y al efecto el Gordo tenía que apersonarse un poco en plan cholulo, hacerse el simpático (cosa ésta que al Gordo Balda le fluye natural porque es un gordo bueno, alegre y divertido, gordito simpaticón, como dice Juan y Juan en esa célebre canción) e instalarse para compartir la mesa, el pan y el vino, lo que hizo tal cual. Abundamos en temas políticos, se habló un poco de literatura (me autografió una versión que él estimó “considerablemente vieja” de Persona non grata, que fue un regalo del viejo del Curro), de historia de Chile, de la historia entre pirata y momia de la familia Edwards, de gastronomía chilena y ecuatoriana. Todo en plan distendido, cool, sin ninguna pose de parte del único de nosotros que acaso hubiera podido exhibirla en razón de su literaria y andariega vida.

El fin de semana (a su vuelta de Galápagos) era momento propicio para juntarse con Edwards a comer unos mariscos (que lo tenían fascinado, vale decirlo). Pero ese día era primero de noviembre, el cumple de J.C. y me había comprometido al festivo auspicio de celebrar su cumple en mi depa de playa. No hubo ocasión ya de verlo a la vuelta. Habrá, eso sí, ocasión de recordarlo en razón de su inteligente y variada conversación y de su apacible y cool actitud, como una persona entrañable además de cómo ese enorme escritor que es (sobre su literatura, a la mejor le entramos en otro post)

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