Tina Zerega fue quien publicó en este diario, el 29
de julio pasado, una columna titulada A
la altura en la que sostuvo que “de la denominada ‘guerra de los
medios’, me asusta la facilidad con que circulan significantes como guerra,
dictadura, totalitarismo. Si gastamos los significantes, no tendremos palabras
para nombrar las situaciones cuando verdaderamente sucedan. Cualquier
conocimiento básico de historia permite sustentar esta idea”. Precisamente ese
es el núcleo del argumento que desarrolla Irene
Lozano en el libro del cual he tomado prestado el título para titular, a su
vez, esta columna y en el que Irene Lozano sostiene, con sobrados argumentos y
ejemplos históricos y actuales, que “el uso y el abuso de las palabras en el
lenguaje político y periodístico ha supuesto un auténtico saqueo de la
imaginación”.
En
los medios de comunicación de este país no resulta extraño el uso y abuso de
las palabras que saquean la imaginación. De manera habitual, el periodismo
local no suele respetar la máxima de Voltaire de precisar los términos para
empezar el debate, ni de utilizarlos de una manera que no se desgasten.
Así,
suelen ensayarse vehementes discusiones que aportan escasas ideas para el
debate, usualmente centradas en el mensajero (propicios ejemplos de falacia ad
hominen) y no en el mensaje, o lo que es lo mismo, centradas en lo que
resulta irrelevante y no en una discusión real que proponga y fundamente
argumentos. Puede que, de manera lamentable, no deba resultarnos extraño en
esta época de profusa información pero poco conocimiento, las discusiones (como
parece probarlo con sobra de merecimientos el periodismo ecuatoriano) de
copiosos y altisonantes adjetivos pero de paupérrima sustancia.
Este diagnóstico de saqueo de la imaginación, si es
acertado, es altamente preocupante. Lo es, porque como lo advirtió Alasdair
MacIntyer, “alterar los conceptos, ya sea modificando los existentes,
inventando otros nuevos o destruyendo los viejos, es alterar el
comportamiento”. Ese es el efecto que provoca, no inmediato pero sí de
persistente erosión, el abusar de las palabras. De allí que haya que
respetarlas, tanto para seguir el sensato consejo que propone Tina Zerega en su
columna de hacerlo para mantener la credibilidad de quienes escriben (puede
recordarse, al efecto, el cuento infantil ruso Pedro y el lobo)
como también porque como lo advirtió Marcel Proust en su célebre En busca del
tiempo perdido (El tiempo recobrado): “Siempre he tenido una alta consideración
por aquellos que defienden la gramática o la lógica. Cincuenta años después se
da uno cuenta de que ha conjurado grandes peligros”. Así, por razones de
presente y de futuro, debemos tratar de evitar este persistente saqueo de la
imaginación, aquel que tanto critica Irene Lozano en su libro, el que (ya fue
dicho) presta tanto el título como algunas ideas que han permitido desarrollar
esta columna.
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