Equidad o sesgo

28 de enero de 2012


Publicado en GkillCity el 28 de enero de 2012.

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Los debates sobre libertad de expresión en los medios de comunicación tradicionales y en las redes sociales han renovado las ideas que sobre ella se consideraban aceptables en la opinión pública. Mientras yo estudiaba derecho en la Católica (1996-2002) eran ideas dominantes el que la libertad de expresión encontraba severos límites en el derecho a la honra y el que la soberanía del Estado lo tornaba a éste invulnerable frente a las críticas provenientes de órganos internacionales, lo que entre otras cosas, convertía al sistema interamericano de protección de los derechos humanos (al que pertenecen la Corte y Comisión interamericanas) en casi inexistente tanto para la enseñanza del derecho como para la opinión pública.

Las ideas ahora dominantes en la opinión pública por los debates sobre libertad de expresión en tiempos recientes son, primero, la de que debe favorecerse el debate libre de ideas frente a las restricciones provenientes del derecho a la honra o de otras fuentes (que este gobierno nacional las ha aplicado varias e ilegítimas, como hemos tenido ocasión de comprobar) y, segundo, la de que los instrumentos jurídicos, sentencias y resoluciones de los órganos del sistema interamericano de protección de los derechos humanos son herramientas útiles para la crítica del Estado y la consolidación democrática. En 15 años y poco más, dos ideas dominantes sobre libertad de expresión en la opinión pública se modificaron en un vuelco de 180 grados.

Este vuelco de 180 grados demuestra una mayor apertura de nuestra sociedad a debatir asuntos de interés público. Pero es un debate todavía insuficiente. Si nos tomáramos en serio a los órganos del sistema interamericano de protección de los derechos humanos, el debate sobre libertad de expresión en los medios de comunicación tradicionales y en redes sociales debería ser acerca de cómo procurar de manera adecuada y eficaz la equidad en el flujo informativo.

1) La equidad de la Corte Interamericana

Según la Corte Interamericana en su último fallo Fontevecchia y D’Amico c. Argentina (Párr. 44-45, 94) la “equidad debe regir el flujo informativo”. Por esta razón son obligaciones del Estado la “protección de los derechos humanos de quien enfrenta el poder de los medios y el intento por asegurar condiciones estructurales que permitan la expresión equitativa de las ideas”: porque promueven “el pluralismo informativo […] necesario en toda sociedad democrática” para procurar la equidad.

Para impulsar el pluralismo informativo, según la Corte, el Estado debe “minimizar las restricciones a la circulación de la información” y “equilibrar, en la mayor medida de lo posible, la participación de las distintas informaciones en el debate público”.

Este deber estatal de “minimizar las restricciones a la circulación de la información” implica la regulación restrictiva de las sanciones civiles y la regulación excepcional de las sanciones penales en materia de injuria (Art. 76 num. 6 Cons.). Según la Corte, ambas vías “bajo ciertas circunstancias y en la medida en que reúnan ciertos requisitos, son legítimas” (Fontevecchia y D’Amico, Párr. 56). La legitimidad de las sanciones civiles, por ejemplo, debe analizarse “con especial cautela, ponderando la conducta desplegada por el emisor de aquéllas, el daño alegadamente causado y otros datos que pongan de manifiesto la necesidad de recurrir a la vía civil” (Fontevecchia y D’Amico, Párr. 56); la legitimidad de las sanciones penales es reforzada y debe analizarse “con especial cautela, ponderando al respecto la extrema gravedad de la conducta desplegada por el emisor de aquéllas, el dolo con que actuó, las características del daño injustamente causado y otros datos que pongan de manifiesto la absoluta necesidad de utilizar, en forma verdaderamente excepcional, medidas penales” y atendiendo al “principio de mínima intervención penal” propio de una sociedad democrática (Caso Kimel c. Argentina, Párr. 78). Así, las sanciones civiles desproporcionadas y las sanciones penales que reprimen el discurso sobre “asuntos de interés público, sobre servidores públicos o sobre candidatos a ocupar posiciones públicas” y la injuria religiosa, de símbolos o de instituciones, así como la utilización abusiva de los tipos penales de “terrorismo” o de “traición a la patria” y la criminalización de la protesta social maximizan las restricciones a la circulación de la información y deben considerarse ilegítimas en una sociedad democrática. (Caso Fontevecchia y D’Amico, Párr. 74; Una agenda hemisférica para la libertad de expresión, Párr. 53-73).

Por su parte, el deber estatal de “equilibrar, en la mayor medida de lo posible, la participación de las distintas informaciones en el debate público” implica, primero, la regulación de la “protección de los derechos humanos de quien enfrenta el poder de los medios” a través del derecho de rectificación, réplica o respuesta (Art. 66 num. 7 Cons.; Art. 14 CADH) y de la cláusula de conciencia (Art. 20 Cons.) como garantías para los ciudadanos y los periodistas frente al poder de los medios de comunicación social; e implica, segundo, “asegurar condiciones estructurales que permitan la expresión equitativa de ideas” (Fontevecchia y D’Amico, Párr. 45). Para cumplir este propósito de expresión equitativa sirve aplicar “leyes antimonopólicas para evitar la concentración en la propiedad y en el control de los medios de comunicación” y el lograr “que la asignación de frecuencias y licencias de todo el espectro radioeléctrico y en especial del nuevo dividendo digital, respete la obligación de inclusión que le impone a los Estados el marco jurídico interamericano”, lo que incluye la adopción de acciones afirmativas para revertir o cambiar situaciones discriminatorias existentes, y la creación para administrarlas “de un órgano técnico independiente del gobierno, que goce de autonomía frente a presiones políticas coyunturales, que se encuentre sometido a todas las garantías del debido proceso y que se someta al control judicial” (Una agenda hemisférica para la libertad de expresión, Párr. 104-107).

Así, la intervención del Estado en la regulación de la libertad de expresión en procura de equilibrar el debate público implica legislar sobre la protección de derechos (el de rectificación, réplica o respuesta), sobre la garantía para el ejercicio de la profesión (la cláusula de conciencia), sobre las leyes antimonopólicas y sobre el marco jurídico para la asignación de frecuencias y licencias de manera inclusiva y por una entidad administrativa. Si nos tomáramos en serio en Ecuador el criterio de la Relatoría Especial de la Libertad de Expresión en la Agenda Hemisférica citada, el mercado de difusión de contenidos se modificaría de forma importante, en términos económicos y de regulación administrativa. Pero no es así.

En Ecuador, la regulación del Estado sobre libertad de expresión no ha procurado nunca la equidad sino el privilegio de los poderosos. Para favorecer el poder económico, por ejemplo, el Estado ha regulado de manera ineficaz la colegiación obligatoria (con un resquicio legal que la torna inaplicable), de manera deficiente el derecho de rectificación, réplica o respuesta (como sucedáneo de la acción hábeas data) y no ha regulado siquiera la cláusula de conciencia, razón por la cual los medios de comunicación social en la práctica casi nunca se constriñen en sus actos por estas causas, a pesar de estar dos de ellas (la primera, valga precisarlo, ilegítimamente) reguladas en la ley; para servir al poder económico, el Estado ha regulado en el artículo 7 del Reglamento General a la Ley de Radiodifusión y Televisión dictado durante el gobierno de Durán-Ballén (1995) un mercado de difusión de contenidos en el que las radios comunitarias sólo pueden crearse “en lugares donde no existan” otras concesiones, con lo cual lejos de haberse adoptado acciones afirmativas para la creación de radios comunitarias, el Estado mantiene vigentes absurdos obstáculos para crearlas. Por su parte, ejemplos de regulación sobre libertad de expresión que privilegia al poder político son conocidos por todos: el delito de desacato (Arts. 230-233 del código penal) y la protección agravada a la honra de las autoridades públicas en el delito de injuria (Art. 493 ídem). En general, la regulación sobre libertad de expresión en Ecuador es sombría: muchas de sus normas provienen del siglo XIX (caso de la injuria), de dictaduras militares (caso de la Ley de Radiodifusión y Televisión) o de gobiernos orientados a favorecer discriminatoriamente a los grupos de poder económico (caso del Reglamento General citado) y son contrarias a principios básicos en una sociedad democrática. El principio de equidad de la Corte Interamericana como rector del flujo informativo en una sociedad democrática está muy lejos el Estado ecuatoriano de satisfacerlo con sus regulaciones actuales.

Haría falta, para aproximarse a cumplirlo, que el Estado ecuatoriano regule restrictivamente las sanciones civiles por injuria, que regule (si acaso) de manera sumamente excepcional las sanciones penales por injuria (lo que implica necesariamente la supresión de sus alcances actuales que protegen de manera privilegiada a las autoridades e inhibe debates de interés general en la esfera pública), que elimine el delito de desacato (Arts. 230-233 del código penal) y la injuria de símbolos patrios (Art. 128 ídem), que delimite de forma clara, necesaria y proporcional los tipos penales de sabotaje y terrorismo (Arts. 156-166 ídem), que regule la cláusula de conciencia y que regule de forma adecuada el derecho de rectificación, réplica o respuesta (no la miseria regulada en el artículo 49 de la Ley Orgánica de Garantías Jurisdiccionales y Control Constitucional) y las leyes antimonopólicas; que regule la asignación de frecuencias y licencias del espectro radioeléctrico y del dividendo digital de manera inclusiva y en procura de “asegurar condiciones estructurales que permitan la expresión equitativa de ideas”, las que implicarían, es evidente, una importante modificación en el mercado de difusión de contenidos.

A pesar de las renovadas ideas dominantes en la opinión pública, el debate actual sobre libertad de expresión incorpora pocos de estos asuntos.

2) El sesgo de la SIP

La SIP tiene un distinto parámetro de valoración que la Corte Interamericana: mientras la Corte procura la “equidad” en el flujo informativo, la SIP busca que sus miembros maximicen las ventajas de su negocio. Posturas opuestas.

Necesariamente opuestas, porque en la SIP se hace lo que racionalmente haría toda persona agrupada con otras por un objetivo común: maximizar sus ventajas. En el caso de los miembros agrupados en la SIP es del todo racional que ellos, como propietarios de medios de comunicación, busquen maximizar ventajas para sus empresas de difusión de informaciones y opiniones. El perfil de su defensa de la libertad de expresión es, entonces, uno que busca maximizar las ventajas comerciales de sus empresas y reducir sus responsabilidades frente a terceros. Sus ideales parecen amalgamar al codicioso Gordon Gekko de Wall Street y su “greed is good” y al dichoso irresponsable de American Beauty y su “least possible amount of responsibility”: de ahí el celo empresarial impregnado en sus informes y su aversión a la implementación de regulaciones sobre libertad de expresión (manifestada por su vicepresidente, Jaime Mantilla Anderson director del diario Hoy, que lo explicó muy claro en el marco del debate sobre el proyecto de Ley de Comunicación en nuestro país: “el problema es la existencia de una ley”). En realidad, frente a la crudeza del profit, el ideal de “equidad” que postula la Corte Interamericana no pinta nada.

Las posturas de la Corte Interamericana y la SIP son dos posturas distintas en defensa de la libertad de expresión, pero ambas son respetables. Lo que es reprochable es el sesgo notorio de la SIP en los informes en que dice defenderla. En el caso de Ecuador, durante el gobierno de Durán-Ballén la SIP registró en sus informes la existencia de un “instructivo distribuido a los jefes de relaciones públicas de las oficinas del Gobierno […] con prolijas regulaciones sobre la comparecencia de los funcionarios ante la prensa” que limitaron el derecho de acceso a la información que se obstaculizó durante todo el gobierno de Durán-Ballén al amparo de “un reglamento de procedimientos emitido hace muchos años”, la agresión física, el desalojo forzoso y las interferencias “en repetidas ocasiones” al trabajo de periodistas y reporteros por parte de policías, militares y del personal de seguridad del Palacio de Carondelet, el ataque de “grupos calificados como subversivos” a las instalaciones de Telecentro y de Radio Guayaquil, el asalto a Radio Loja FM, el asesinato del periodista Arnaldo Andrés Rivas Ronquillo, el atentado contra el Sistema de Emisoras Atalaya y el “atentado terrorista” contra Radio Punto 1.030 por supuestas “represalias de carácter político” (que fuera atribuido “a Luis Fernando Almeida Morán y al Partido Social Cristiano”) todos hechos delictivos sin resultados en la investigación de sus responsables, el despido intempestivo de siete funcionarios de la Sala de Prensa de la Presidencia de la República por “haber proporcionado a varios medios de comunicación una grabación en la que el Presidente Durán-Ballén criticó las molestias que causan los reclamos públicos de los familiares de los hermanos Restrepo” y la clausura a radioemisoras “aduciendo razones de seguridad nacional”: todo este inventario de graves violaciones a la libertad de expresión y la SIP en la época de Durán-Ballén declaraba que la libertad de expresión en Ecuador se desarrollaba “sin sufrir restricciones”, o mejor todavía, “en un ambiente de libertad sin restricciones”, de “respeto a la libertad de expresión” (V. AG 48, 1992; AG 49, 1993; AG 50, 1994). Todos estos abusos descritos por la SIP sucedidos en el período de Durán-Ballén solamente le merecen a la SIP la calificación de “hechos que causaron preocupación”, “esporádicos incidentes”, “aislados y de corta duración”.

En su Asamblea General No 51 celebrada en Caracas en 1995 la SIP admite que la prensa ecuatoriana durante el gobierno de Durán-Ballén ha estado sometida a “presión” por “los conflictos políticos internos” y por las denuncias “sobre corrupción en las más altas esferas del Estado”. Tal vez este leve cambio de tono de la SIP se debió a las acusaciones de Durán-Ballén a los medios de comunicación de “seguir dividiendo a la opinión, censurando a todo el mundo, porque a la prensa nacional el gusta echar leña al fuego”. O tal vez se debió a que finalmente se persuadieron (?) de la existencia de dicha presión por las nuevas agresiones que por intentar “recoger información” sufrieron “varios cronistas” que fueron agredidos con insultos, golpes y la amenaza “con encerrarles en los calabozos” del Palacio de Carondelet, por el llamado a directores de medios de comunicación a rendir declaraciones judiciales y por la asignación arbitraria de publicidad estatal que registraron en ese año (AG 51, 1995).

Durante el gobierno de Correa la SIP ha registrado graves violaciones a la libertad de expresión (las más graves de ellas, comentadas aquí) pero no peores a las que registró en sus informes durante el período de Durán-Ballén. Sin embargo, para la SIP el gobierno de Correa conduce “un proceso de extinción de la libertad de expresión” (AG 67, 2011) mientras que el de Durán-Ballén se realizó “en un ambiente de libertad sin restricciones” y de “respeto a la libertad de expresión”. Una diferencia tan brutal y polarizada sólo puede explicarse por el marcado sesgo en el análisis: favorable para su aliado Durán-Ballén y abiertamente desfavorable (sin recato ni en adjetivos ni en sospechas) para su adversario Correa. Algo hay que admitir: su sesgo es plenamente lógico si lo que analizamos (como en efecto es eso lo que analiza la SIP) es las perspectivas de un negocio.

3) Conclusión

La renovación en la opinión pública de las ideas dominantes sobre libertad de expresión es producto del enfrentamiento entre el gobierno de Correa y los medios de comunicación tradicionales. Estas nuevas ideas son un mejor escenario que el de hace 15 años atrás, pero es todavía insuficiente. El debate en la esfera pública no merece agotarse en los escasos temas que dicho enfrentamiento propone (a manera de reacción frente a los actos del poder político), menos limitarse a imitar de la SIP su uso de adjetivos y sus valoraciones sesgadas.

Es necesario debatir fuera de lo que propone ese enfrentamiento, afianzados en la reciente e importante legitimidad del sistema interamericano de protección de los derechos humanos. Debatir, al amparo de la Corte Interamericana en el caso Fontevecchia y D’Amico, acerca de cómo procurar de manera adecuada y eficaz la equidad en el flujo informativo, esto es, de cómo proteger los derechos “de quien enfrenta el poder de los medios” y de cómo asegurar “condiciones estructurales que permitan la expresión equitativa de las ideas”. Pero lo primero es debatir fuera de la agenda mediática propuesta por otros en beneficio de sus intereses. Cuando pensemos por cuenta propia, el resto será ganancia.

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