13 de octubre de 2016

Corrupción


Los otros días, tomé un autobús de Quito a Guayaquil. Llegué a la terminal Jaime Roldós a las seis y media am. Salí de ella, cuando recordé que había olvidado un libro en el autobús. Corrí de vuelta, “tal vez lo encuentre todavía”, pensé (tengo los buenos recuerdos de haber recuperado un lote de libros en una situación similar, en Mendoza, Argentina).

Alcancé el autobús en el andén, pero el libro ya no estaba allí. Le pregunté al chofer si alguien lo reportó como objeto olvidado y me dijo muy suelto de huesos que “seguramente otro pasajero se lo llevó”. Por poco y le contesto: “claro, ¿qué se podría esperar de un colectivo de ecuatorianos, ¿no?” (1). 

Pero me contuve. Iba a ser inútil para el propósito de recuperar mi libro, que era lo que realmente me importaba (al menos el libro lo tiene uno de mis primos, así termino de leerlo).

(1) Realmente me molestó la naturalidad para admitir que alguien hurtó mi libro, como si la corrupción fuera tan normal (porque lo es). En Ecuador existe la hipocresía de decir que nuestro pueblo es bueno y los políticos son corruptos (tesis de Benjamín Carrión en ‘Cartas al Ecuador’, por ejemplo). Yo no creo en ese adefesio. Yo creo en lo lógico: nuestro pueblo es corrupto y, por ende, los políticos son corruptos. Así funciona para la generalidad de los casos. (¿Y cómo no funcionaría así? Un país nacido de una conquista brutal y un proceso colonial explotador y segmentado en razas, con una riqueza pésimamente distribuida -asociada una mayor riqueza a una piel más alba- y uno de los niveles más altos de desconfianza inter-personal que se registra a nivel mundial). Ecuador, país mal hecho. 
Momentos como éste me confirman en esta apreciación. 

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