Los otros días, tomé un
autobús de Quito a Guayaquil. Llegué a la terminal Jaime Roldós a las seis y
media am. Salí de ella, cuando recordé que había olvidado un libro en el
autobús. Corrí de vuelta, “tal vez lo encuentre todavía”, pensé (tengo los
buenos recuerdos de haber recuperado un lote de libros en una situación
similar, en Mendoza, Argentina).
Alcancé el autobús en el
andén, pero el libro ya no estaba allí. Le pregunté al chofer si alguien lo
reportó como objeto olvidado y me dijo muy suelto de huesos que “seguramente
otro pasajero se lo llevó”. Por poco y le contesto: “claro, ¿qué se podría
esperar de un colectivo de ecuatorianos, ¿no?” (1).
Pero me contuve. Iba a ser
inútil para el propósito de recuperar mi libro, que era lo que realmente me
importaba (al menos el libro lo tiene uno de mis primos, así termino de
leerlo).
(1) Realmente
me molestó la naturalidad para admitir que alguien hurtó mi libro, como si la
corrupción fuera tan normal (porque lo es). En Ecuador existe la hipocresía de
decir que nuestro pueblo es bueno y los políticos son corruptos (tesis de
Benjamín Carrión en ‘Cartas al Ecuador’, por ejemplo). Yo no creo en ese
adefesio. Yo creo en lo lógico: nuestro pueblo es corrupto y, por ende, los
políticos son corruptos. Así funciona para la generalidad de los casos. (¿Y
cómo no funcionaría así? Un país nacido de una conquista brutal y un proceso
colonial explotador y segmentado en razas, con una riqueza pésimamente
distribuida -asociada una mayor riqueza a una piel más alba- y uno de los
niveles más altos de desconfianza inter-personal que se registra a nivel
mundial). Ecuador, país mal hecho.
Momentos como éste me confirman en esta apreciación.
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