En rigor, los hechos
derivados del cambio en la administración de Quito sucedido el 10 de agosto de
1809 fueron mucho más una guerra civil dentro de una de las Audiencias de
España en América (la de Quito, una de las tantas Audiencias en las que dividía
el imperio español sus posesiones americanas) que una lucha por independizarse del
Reino de España en el seno de dicha Audiencia.
De hecho, esto último
nunca fue: los del 10 de agosto no buscaron la independencia de la provincia de
Quito del Reino de España (de hecho, si algo, quisieron sus hacedores que sea
Quito el suelo donde no resuenen “más que los tiernos y sagrados nombres de
Dios, el rey y la patria”, siendo el rey, su “señor natural don Fernando VII”
–eran totally fans). Tampoco
fueron sus esfuerzos hechos por la Audiencia de Quito como tal: se los hizo
por la provincia, para que se reconozca la autoridad de Quito, antigua capital de
dicha Audiencia, sobre las provincias vecinas de Popayán, Guayaquil y Cuenca,
que componían la Audiencia de Quito por aquel entonces.
Y a los quiteños les fue como
el culo, pésimo. De agosto de 1809 a agosto de 1810, en menos de un año,
se había devuelto el poder a los españoles, sometido a proceso a 84
personas, ejecutado extrajudicialmente a
varios de sus líderes (sus ministros civiles de Relaciones
Exteriores y de Justicia, Morales y Rodríguez de Quiroga, el jefe militar
Salinas, entre otros) y asesinado a unas 300 o más personas en las calles de
Quito, a causa del fallido rescate de la cárcel del 2 de agosto de 1810. Estos
hechos, en muy buena medida, fueron causados por las tropas que enviaron las
provincias vecinas a Quito, que fueron hasta allá para aplacar esta inopinada
proclamación de supremacía sobre el resto del territorio de la Audiencia.
De allí que el 10 de
agosto haya sido mucho más una Guerra Civil (una especie de “Quito, tése quedito” híper-violento de parte de
sus vecinos) que una lucha de los quiteños por la independencia de un país del
Reino de España, algo que realmente estaba muy por fuera de sus alternativas
políticas, devotos a ultranza de su rey como lo eran. Ciertamente no fueron
unos visionarios.
Fueron algo peor: unos
perdedores.
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