22 de julio de 2006

¿Más ciudad?


Publicado en diario El universo el 22 de julio de 2006.

*

El miércoles 5 de julio se publicó en las Cartas al Director de este Diario una comunicación de Nelson Acosta Dávila, profesor de la Universidad Católica de esta ciudad, en la que refiere que días atrás estacionó su vehículo en el área asignada para tal propósito dentro del Parque Lineal, frente a la mencionada universidad, y que después del dictado de sus clases y de vuelta en el parqueadero, encontró que a los seis vehículos que allí se estacionaron les habían ponchado la llanta delantera izquierda.

La insolente respuesta de la autoridad a cargo ante este hecho fue decir que él solo “cumplía órdenes”.

Cabe destacar, por cierto, que no existe ninguna prohibición expresa acerca del estacionamiento de vehículos dentro del Parque Lineal. No se conoce tampoco de ninguna ordenanza que establezca una prohibición a este respecto ni de alguna otra que prescriba siquiera una sanción análoga a la “ponchada” de una llanta. La orden que se cumplió en este caso fue meramente verbal, esto es, pura y simplemente arbitraria.

Este hecho que describo no constituye, sin embargo, un suceso aislado, Su puesta en práctica forma parte de la continua imposición de una disciplina sobre los usos públicos que se aplica en Guayaquil bajo el amparo del llamado proceso de “Regeneración Urbana” que se manifiesta en una serie de prohibiciones (entre varias otras, de ingreso a áreas públicas –el lugar X “se reserva el derecho de admisión”-, de besarse, sentarse, circular o comportarse de una manera distinta a la ordenada, de vestimenta para el caso de los taxistas –fallida esta última-, de acceso a los desposeídos –vagos y mendigos- y de los vendedores informales a las áreas regeneradas que se traduce en una “limpieza sociológica” del sector y en abusos varios de las autoridades que en general se impone, la eliminación de las bancas en la zona regenerad, la implantación de disfuncionales áreas verdes, etc.) que conducen, en esencia, a una arquitectura urbana que propicia la conversión del ciudadano en turista de su propia ciudad y a un uso del espacio público sujeto a un vigilancia extrema que favorece la comisión de violaciones a las libertades civiles de las personas en nombre de una idea sesgada (o como en ejemplo que abre esta columna, arbitraria) del orden y la seguridad. (Una aproximación muy lúcida a este fenómeno puede encontrarse en los artículos del antropólogo Xavier Andrade en la sección Tubo de ensayos de la ciberpágina “Experimentos Culturales”*.

La instauración de esta política pública de continuas prohibiciones y de apropiación privada de los espacios públicos no es materia de discusión en una ciudad en la que el discurso de las autoridades se acepta casi sin crítica alguna por parte de sus habitantes. Ese aparente consenso, lejos de proveer de una legitimación para estas acciones, sirve para probarnos la autosatisfacción o apatía de las élites y la clase media (beneficiarias directas de las mismas) y el silenciamiento de los excluidos del proceso de “Regeneración Urbana” que, a despecho de aquello que lógicamente implica su lema Más Ciudad, tiene como triste consecuencia la generación de una mínima ciudadanía. Dos preguntas que bien merecen una discusión surgen, precisamente, a partir de este lema: Más Ciudad, sí, pero, ¿para quiénes?, y sobre todo, ciudadanos, ¿a qué precio?

* Hoy, “La Selecta”.

8 de julio de 2006

El remedio y la enfermedad

Publicado en diario El universo el 8 de julio de 2006.

*

Hacia las 13h00 del 24 de mayo del 2006 la niña Natalia Fabara Núñez regresaba del jardín de infantes a su casa situada en una ciudadela de la vía a Samborondón. Natalia dormía; no es complicado imaginarla con el cansancio de su infantil alegría a cuestas. El expreso escolar que la transportaba permitió el descenso de un pasajero en las cercanías de la empresa Emelgur, en Entre Ríos. En ese preciso momento siete individuos que asaltaban la empresa cruzaron disparos con un policía. El azar de una bala perdida impactó a Natalia en la espalda. La niña murió a consecuencia de ella.

Hacia las 16h30 del 16 de febrero del 2006, el niño Rubén Darío Guerra recorría las calles cercanas a la Universidad del Pacífico con dos amigos. Esa mañana había salido de su casa en la cooperativa Andrés Quiñónez (Perimetral) para desempeñarse como chambero; con esa humilde tarea contribuía a la economía de su familia. En una travesura, Rubén toma una chompa que pertenecía a un guardia de una empresa de seguridad. Este, en compañía de otros dos, decide castigarlo. Mientras uno de sus cómplices lo golpea en la cabeza, otro lo sostiene por detrás. Las súplicas de Rubén no se escuchan. El guardia le descerraja, entonces, un único alevoso disparo en el pecho. El niño muere de contado.

Ambos casos tienen en común un dolor de sus familiares que excluye la definición: su única coincidencia. La enorme diferencia que surge entre ambos la prueban dos hechos que tienen íntima relación entre sí, a saber: 1) La diferencia del trato mediático. En el caso de Natalia hubo amplia cobertura: noticia de primera plana y páginas interiores, reportajes a los familiares, entrevistas a terceros, opiniones de editorialistas, decenas de cartas de ciudadanos, etcétera. En el caso de Rubén Darío hubo medios de prensa escrita que no cubrieron siquiera los hechos; aquellos que lo hicieron lo confinaron a la sección de crónica roja, con referencias tan espaciadas como escuetas. Durante los diez días que siguieron a su muerte solo una persona (en las Cartas al Director de este Diario) opinó. 2) La reacción de la sociedad. En el caso de Natalia se escuchan los criterios de autoridades públicas y privadas, se moviliza la sociedad civil (que organizó una marcha que ocupó 12 cuadras de la avenida 9 de Octubre), se discuten políticas públicas de seguridad, etcétera. En el caso de Rubén Darío, la sociedad hizo silencio. Solo silencio.

Esas diferencias, por supuesto, no son accidentales. Algunos grupos locales de poder en connivencia con ciertos medios de comunicación son quienes las propician, para consolidar su discurso de mayor represión a la delincuencia. Dos hechos (que analizó con lucidez César Ricaurte en su columna dominical de este Diario los días 4 y 11 de junio) lo confirman. El primero, el maltrato que se le dispensó al ex subsecretario de Seguridad, Lautaro Ojeda, porque su plan de seguridad no comulgaba con el discurso de las élites locales (‘El desconocido territorio del sesgo y la manipulación’, 4 de junio). El segundo, la sesgada cobertura mediática de la marcha que organizó la sociedad civil (‘Aquello que una cuasicadena nacional no vio’, 11 de junio; véase también el excelente trabajo ‘Peces fuera del agua’, de Xavier Andrade, en Vanguardia Nº 38).

Con estos antecedentes, confieso que la política de mayor represión que trata de consolidarse en Guayaquil me provoca serias dudas. Una que comparto la expresó una mujer en uno de los carteles de la marcha, que  silenciaron: “Sr. Alcalde, ¿de qué sirvió poner seguridad privada, si cada día aumenta la delincuencia?”. A la cual agrego esta otra, de mi propia cosecha: ¿no será posible entonces –recordemos, aunque sea por una vez, a Rubén Darío– que sea el remedio peor que la enfermedad?