La “revolución ciudadana” que propuso Rafael Correa suponía la ejecución de radicales cambios. Entre ellos, uno que de verdad yo no me esperé es la reforma de un rito importante para esta sociedad de impronta católica: la misa. Hoy, la misa ya no se oficia tanto los domingos, día habitual del fútbol y la modorra, como los sábados y de forma peculiar: se la hace en horario matutino, por una sola vez, mediante cadena radial y con un intempestivo civil como pontífice, que predica su verbo feroz con entusiasmo de quermés, adjetivos insultantes y profusas excomuniones, poseso como se halla de su verdad (la única posible) que divide a esta sociedad en bandos irreconciliables, a saber, de buenos y malos. El civil pontífice de esta singular misa sabatina es un fogoso predicador que, a ratos, también ejerce como Presidente del país.
Tengo para mí que uno de los referentes del pontífice para ejercer su prédica es el famoso personaje de Inocencio Jirafales, mejor conocido por su alias de El Profesor: nadie mejor que Correa para encarnar la célebre frase del insigne Maestro Longaniza de la Vecindad de El Chavo: “Yo nunca me equivoco. La única vez que me equivoqué fue cuando pensé que me había equivocado”. Tanta es su embebida perfección, que Correa asume el lema de la Real Academia de la Lengua y ahora es él quien “limpia, fija y da esplendor” a las palabras, que se entienden como él las entienda: olvidémonos, por ejemplo, de las varias acepciones del término “asalto” porque significa lo que Correa quiere que signifique, así como el adjetivo “horroroso” nunca más nos remitirá a aquello que “causa horror” sino a una versión periodística de Daniel El Travieso. Recuerdo que en 1870 el Concilio Vaticano I atribuyó al Sumo Pontífice la calidad de “infalible”; pues desde el 15 de enero del 2007 el alemán Benedicto XVI comparte esa especial condición con nuestro pontífice local (¿Rafael I?) y basta que encendamos la radio en su misa sabatina para comprobarlo.
El escritor Carlos Fuentes constata que el término “revolución” contiene una ambigüedad: “Hay en él un elemento así de ruptura como de retorno. La revolución de un planeta significa el regreso del astro al punto de origen. Pero la revolución de una sociedad es todo lo contrario. Significa la ruptura del orden establecido y el movimiento hacia un futuro, esperanzadamente, mejor”. Esta última fue precisamente la promesa de Rafael Correa. Pero su misa sabatina, que nunca termina al menos con un “podéis ir en paz, demos gracias a Rafael” sino con sus belicosas prédicas de ocasión, es el claro síntoma de un Gobierno que traiciona el ideario de la creación de ciudadanía que suponía su revolución: así, hoy tenemos, en ajustado inventario, eslóganes por sobre ideas, arengas contra críticas, terquedad como mandamiento y “didáctica a las patadas” como práctica que no enseña de libertades sino de sumisiones y que nos condena como sociedad a una división tajante sin diálogo posible y a un patético maniqueísmo tan sin autocrítica como digno de fanáticos o de parvularios. Me temo mucho que el Gobierno empieza a resolver la ambigüedad de su pretensa revolución en la versión no de la anhelada ruptura, sino del retorno: parecemos padecer una vuelta a 1984 y no me refiero solo al elemental símil con el año de inicio del autoritario gobierno de Febres-Cordero: releamos a George Orwell y su Ministerio de la Verdad en el libro cuyo título es precisamente ese año, para entenderlo.
Tengo para mí que uno de los referentes del pontífice para ejercer su prédica es el famoso personaje de Inocencio Jirafales, mejor conocido por su alias de El Profesor: nadie mejor que Correa para encarnar la célebre frase del insigne Maestro Longaniza de la Vecindad de El Chavo: “Yo nunca me equivoco. La única vez que me equivoqué fue cuando pensé que me había equivocado”. Tanta es su embebida perfección, que Correa asume el lema de la Real Academia de la Lengua y ahora es él quien “limpia, fija y da esplendor” a las palabras, que se entienden como él las entienda: olvidémonos, por ejemplo, de las varias acepciones del término “asalto” porque significa lo que Correa quiere que signifique, así como el adjetivo “horroroso” nunca más nos remitirá a aquello que “causa horror” sino a una versión periodística de Daniel El Travieso. Recuerdo que en 1870 el Concilio Vaticano I atribuyó al Sumo Pontífice la calidad de “infalible”; pues desde el 15 de enero del 2007 el alemán Benedicto XVI comparte esa especial condición con nuestro pontífice local (¿Rafael I?) y basta que encendamos la radio en su misa sabatina para comprobarlo.
El escritor Carlos Fuentes constata que el término “revolución” contiene una ambigüedad: “Hay en él un elemento así de ruptura como de retorno. La revolución de un planeta significa el regreso del astro al punto de origen. Pero la revolución de una sociedad es todo lo contrario. Significa la ruptura del orden establecido y el movimiento hacia un futuro, esperanzadamente, mejor”. Esta última fue precisamente la promesa de Rafael Correa. Pero su misa sabatina, que nunca termina al menos con un “podéis ir en paz, demos gracias a Rafael” sino con sus belicosas prédicas de ocasión, es el claro síntoma de un Gobierno que traiciona el ideario de la creación de ciudadanía que suponía su revolución: así, hoy tenemos, en ajustado inventario, eslóganes por sobre ideas, arengas contra críticas, terquedad como mandamiento y “didáctica a las patadas” como práctica que no enseña de libertades sino de sumisiones y que nos condena como sociedad a una división tajante sin diálogo posible y a un patético maniqueísmo tan sin autocrítica como digno de fanáticos o de parvularios. Me temo mucho que el Gobierno empieza a resolver la ambigüedad de su pretensa revolución en la versión no de la anhelada ruptura, sino del retorno: parecemos padecer una vuelta a 1984 y no me refiero solo al elemental símil con el año de inicio del autoritario gobierno de Febres-Cordero: releamos a George Orwell y su Ministerio de la Verdad en el libro cuyo título es precisamente ese año, para entenderlo.