29 de septiembre de 2007

Los conjurados (ojalá)

Jorge Luis Borges denunció, hacia 1985, la existencia de una feliz y antigua conjura: “En el centro de Europa están conspirando”, escribió Borges y apostilló: “El hecho data de 1291”. Borges evoca el llamado Pacto de Grütli, que acordado en las praderas de ese nombre, originó la Confederación Helvética (Suiza), montañoso territorio que se lo reconoce en razón de su constante ejercicio de la tolerancia y de la sensatez.

Quiero expresar en esta columna mi sincero deseo de que la Asamblea Constituyente se convierta en un proceso análogo a esta conjura que reseñó Borges, quien en su descripción de la misma destacó los reflexivos atributos que tuvieron las medievales personas que tornaron la conjura posible: “Han tomado la extraña resolución de ser razonables. Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades”. Ojalá que nuestros asambleístas actúen de manera razonable y se enderecen a la sensata discusión de las modificaciones de verdad necesarias de incorporar en la nueva Constitución Política, mismas que, en mi opinión y en esencia, pueden reducirse sin mayor omisión a cuatro: 1) reformas y creación de nuevos mecanismos de participación democrática para los ciudadanos (reformas en la consulta popular y en la revocatoria del mandato que amplíen sus alcances y faciliten su aplicación, y creación de los cabildos abiertos); 2) reformas a los partidos políticos (democratización de sus elecciones internas, mediante la implementación de la rotatividad de los cargos y de las elecciones primarias, capacitación permanente de sus miembros) y creación de distritos electorales que permitan el acercamiento de los votantes con las personas que elegimos y que nos permitan ejercer el necesario y debido control sobre aquellas; 3) reformas a los mecanismos de elección y vigilancia de las autoridades de control que involucren la participación activa de los ciudadanos en los procesos de elección de estas autoridades y su eventual impugnación; 4) reformas y creación de nuevos mecanismos que nos permitan la exigibilidad del amplio elenco de derechos que la Constitución Política se supone que nos garantiza (reformas a las acciones de amparo, hábeas corpus y hábeas data, que amplíen sus actuales alcances y creación de las acciones de inconstitucionalidad por omisión y de cumplimiento, y constitucionalización de la acción de acceso a la información pública).

En definitiva, la Asamblea Constituyente debe servirnos para fortalecer, en palabras de Roberto Gargarella, “nuestra autonomía individual y nuestro autogobierno colectivo”: la Asamblea Constituyente tiene la alta misión, entiéndase muy bien, de otorgarnos a los ciudadanos los instrumentos necesarios para que esta nueva Constitución Política no sea aquel lejano objeto ornamental que históricamente siempre ha sido y se convierta en la necesaria herramienta de trabajo para que nuevos ciudadanos críticos y participativos exijamos de todos aquellos que dicen representarnos el cumplimiento de sus promesas y de sus obligaciones. Si todo este proceso constituyente no sirve para crear esta nueva ciudadanía, aceptemos (con responsabilidad compartida) la garantía de su fracaso.

Vuelvo a Borges: “En el centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece una torre de razón y de firme fe”; y concluye el bardo este poema, que se llama Los Conjurados, con la siguiente sentencia: “Acaso lo que digo no es verdadero. Ojalá sea profético”. Una torre de razón y de firme fe, la tolerancia, la sensatez. Sí, “ojalá sea profético”. Lo suscribo.

22 de septiembre de 2007

M.P.B.N.

La modelo argentina Nicole Neumann (espigada y curvilínea, rubia y ojizarca, 26 añitos: divina) se comprometió en un programa de televisión a desnudarse en pleno microcentro de Buenos Aires (avenidas Corrientes y Florida) , a escasos metros del simbólico Obelisco, porque prefiere más “andar desnuda que usar pieles” y porque quiere crear conciencia, de esta calata manera, del daño que la industria de las pieles provoca; su inspiración la encontró en “personalidades de otros países que lo hicieron”. El 29 de agosto, sin embargo, día en que debía cumplir su compromiso, la rubia falló. Surgió, entonces, la inmediata respuesta: el M.P.B.N., Movimiento Ponete en Bolas Nicole, que le exige a la modelo algo tan elemental como que honre su promesa de desnudarse en la vía pública, tal como lo ofreció, y le concedió plazo hasta el 15 de septiembre para que lo haga; en caso de que no, los miembros del M.P.B.N. convertirían en “abrigo para el frío” a un perrito border collie que alegaban que le pertenecía a la modelo (uno de los 40 que tiene).

La respuesta del M.P.B.N. repercutió: en la prensa argentina, en el diario español El País, en los videos de YouTube o en las bitácoras de internet, como la excelente que publica el escritor Marcelo Figueras en las que se reseñó la lúdica exigencia de este peculiar movimiento. (Por cierto, un detalle tangencial pero no menor: mientras en Buenos Aires y otras ciudades del mundo la desnudez pública es una forma de expresión válida –e incluso artística, como en el caso del fotógrafo estadounidense Spencer Tunick–, aquí, en Guayaquil, sucede lo contrario: cuando el 6 de octubre del 2006 Karen Minda intentó marchar desnuda por otra causa justa –la educación sexual– las autoridades locales no le concedieron el permiso y la Policía no solo que impidió con mantas la marcha sino que detuvo a Karen Minda por varias horas y –según sus declaraciones– la vejaron y la humillaron: una muestra evidente de la cultura represiva que se impone en la ciudad, que siente pánico ante la eventual desnudez pública de un cuerpo).

El 21 de abril de 2007 publiqué la columna ‘’, con referencia a la “persona del año” que la revista Time eligió el 2006, que recayó precisamente en “You” [Tú], con el siguiente subtítulo: ‘Sí, tú. Tú controlas la era de la información. Bienvenido a tu mundo’, en la que enfaticé la importancia de que tú, o sea, todos nosotros, utilicemos las herramientas de la tecnología para intervenir en la próxima Asamblea Constituyente; manifesté mi convicción de que se puede “utilizar la tecnología actual, blogs, YouTube, podcasts, correos electrónicos y mensajes de móvil, entre otras crecientes posibilidades, para influenciar en la construcción de una sociedad más crítica y participativa”. El ejemplo de la amplia difusión de las críticas del M.P.B.N., o la difusión e inmediata (y merecida) crítica de los abusos policiales en contra de Andrew Mayer por formularle unas preguntas incómodas a John Kerry o, en clave local, la difusión (que implicó la destitución) de la corrupción de funcionarios de la aduana son ejemplos recientes de la creciente importancia mediática y política de estos mecanismos para presionar y criticar a quienes ejercen funciones públicas.

Por cierto, en su último comunicado el M.P.B.N. anunció la liberación de su prisionero político, el border collie. Nicole Neumann les entregó a cambio unas rojas prendas íntimas, que se subastarán a beneficio de la Sociedad Protectora de Animales. Nosotros podemos obtener incluso resultados mejores, a saber: la participación activa para construir una sociedad crítica que, por estos y otros mecanismos, sepa exigirles a quienes dicen representarnos el necesario cumplimiento de sus ofrecimientos y promesas.

15 de septiembre de 2007

Misioneros y caníbales

Refiere Jorge Luis Borges en el libro de entrevistas que publicó María Esther Vásquez la sensata frase que el literato irlandés George Bernard Shaw profirió cuando una delegación de su país lo visitó para contarle lo mucho que ellos habían sufrido; Shaw les contestó: “Ser maltratado no es un mérito”.

Esta frase es propicia para una porción de la crítica que comporta este artículo. No seré yo, por supuesto, que el 1 de abril del 2006 escribí una columna intitulada ‘Chacol’ (“cuando alguien pierde a su cónyuge se lo denomina viudo; cuando pierde un padre o una madre se lo llama huérfano; pero ninguna lengua tiene una palabra para nominar el sufrimiento que ocasiona la muerte de un hijo. El único idioma que tiene un término que califica esta situación es el hebreo, con la palabra chacol, cuya traducción más aproximada corresponde a la idea de abatimiento del alma”) el que desconozca el inefable sufrimiento que provoca la pérdida de un hijo; pero sí seré quien enfatice, sin embargo, que ese inefable sufrimiento no constituye por sí mismo, y en este punto hago expresa referencia al candidato Juan Fabara, mérito político alguno para participar como candidato a la Asamblea Constituyente, ni mucho menos puede constituir ese inefable sufrimiento un fundamento para validar su propuesta de que en la Asamblea Constituyente se constitucionalice la cadena perpetua.

Me explico: el partido al que Fabara pertenece, el Partido Social Cristiano (PSC), hace de esta propuesta uno de sus principales caballos de batalla para la Asamblea Constituyente (la llama, pomposamente, “seguridad”). Esta propuesta presupone, de manera errónea, que la aplicación de la cadena perpetua concederá seguridad a la ciudadanía. Este razonamiento es falso porque es evidente que la seguridad ciudadana es materia mucho más compleja, que puede obtenerse mediante la implementación continuada y sistemática de un conjunto de reformas a la función Judicial, a la Policía nacional y al régimen penitenciario, porque solo cuando los ciudadanos tengamos la certeza de que la comisión de un delito del que seamos víctimas se sancionará de manera debida mediante una investigación y un proceso judicial rápidos y efectivos realizados por autoridades competentes, independientes e imparciales, gozaremos nosotros de una auténtica seguridad, tanto jurídica como personal. Por supuesto, no debería extrañarnos que el partido al cual se acusó durante largos años de secuestrar a la función Judicial escamotee esta discusión de fondo del asunto y pretenda salírsenos por la tangente con esta propuesta falaz.

Para mayor inri, la razón de ser de esta propuesta, según lo admiten los propios candidatos del PSC, es la existencia de encuestas de opinión que la declaran popular: una manera patética de admitir su clara renuncia a razonar el complejo problema de la seguridad y una declaración oficial de su condición de aliados de la demagogia. Nos quedan, entonces, los pocos restos de un naufragio intelectual: un populismo ramplón y vengativo, impropio de cualquier discusión civilizada. Me permito cerrar esta otra porción de mi crítica y esta columna en general, citando, de nuevo, al irlandés Shaw, quien declaró: “ciertamente no está bien que los caníbales se coman a los misioneros, pero sí que es mucho peor que los misioneros empiecen a comerse a los caníbales”: a decir verdad y para peor, en razón de la notoria pobreza de su contenido, esta propuesta del PSC solo puede parecer digna de estos últimos y muy, pero muy lejana de los misioneros, quienes (justo como el PSC) se supone que representaron, en algún momento de la historia, una idea de civilización.

8 de septiembre de 2007

Citámbulos

Toda ciudad solía construirse antaño a partir de necesidades colectivas o simbólicas; hoy, no es extraño que se la construya desde la imposición de la rentabilidad y el lucro que las convierte en acumulaciones de individuos cuyo casi único vínculo es el consumismo. Los ideólogos de este tipo de ciudad tienen como aliado al arquitecto holandés Rem Koolhaas, quien en su célebre obra S, M, X, XL acuñó el concepto de “ciudad genérica”. Rubén Gallo perfila las ciudades genéricas como los “espacios urbanos indistinguibles entre sí, sitios inertes en donde las fuerzas de la modernización terminarán por suprimir toda diferencia cultural y arquitectónica. El aeropuerto, nos dice Koolhaas, es el modelo de toda ciudad genérica: todos los aeropuertos del mundo son idénticos –tienen las mismas tiendas, la misma organización, los mismos espacios fríos e impersonales– y poco o nada reflejan de la cultura local. Llegará el día en que todas las ciudades del mundo serán como los aeropuertos: espacios genéricos”. El propio Koolhaas declaró que la ciudad genérica es “igual de emocionante –o de aburrida– que un estudio de Hollywood; se puede crear una nueva identidad cada semana” y que “la tranquilidad de la ciudad genérica es el resultado de la total evacuación del espacio público; es como si hubiera sonado una alarma de incendio”. En efecto, en el tránsito de convertirse en ciudad genérica, la ciudad en cuestión pierde su personalidad propia y su arquitectura se torna una permanente forma de control.

El proceso de Regeneración Urbana presenta atributos de ciudad genérica: la imposición continua de una disciplina sobre los usos públicos (de sentarse, circular, besarse, vestirse, de “reservarse el derecho de admisión”) y de regulaciones inconsultas (la estética que se impone, la eliminación de bancas, la implementación de disfuncionales áreas verdes) promueven un uso del espacio público sujeto a controles extremos (propicios a la comisión de violaciones a los derechos civiles de los ciudadanos) y la conversión de estos en turistas (entiéndase: consumidores) de su propia ciudad. Que la rentabilidad y el lucro son el supuesto norte de los guayaquileños lo explicita un archiconocido cofrade del partido político cuya relación con el proceso de Regeneración Urbana es íntima, el señor Miguel "Cleclé" Orellana, quien en su libro fotográfico Santiago de Guayaquil. Una Ciudad Abierta, nos presenta dos fotos aéreas de La Puntilla y Samborondón con el siguiente decidor pie de página: “Metas geográficas y personales de quienes viven en una ciudad abierta”. Así de simple.

Pero Guayaquil y las ciudades de América Latina en general, se resisten a estas imposiciones. Expongo este argumento mediante la obra Citámbulos. Guía de Asombros de Ciudad de México. El Transcurrir de lo Insólito, que se halla justo en las antípodas del libro de Orellana: esta “guía para perderse en Ciudad de México” (Citámbulos: ambulantes de ciudad) ofrece 121 retratos de la vida contemporánea de esa delirante metrópoli que constituyen irónicas resistencias contra la homogeneización del espacio público y una “invitación a abandonar el sillón de lectura, deambular por la ciudad y convertirse en citámbulo, dejando que los viejos bostezos y muecas de desesperación se transformen en refrescantes bocanadas de asombro” (háganme ustedes el favor de favorecerse con unos ejemplos de su ciberpágina y transpórtelos en feliz uso de su imaginación a Guayaquil: es posible y exquisito.) Ante las vastas imposiciones (arbitrarias muchas) en los espacios públicos de Guayaquil y las burdas simplificaciones que se hacen de sus ciudadanos, aprendamos nosotros a asombrarnos de los detalles que singularizan (a despecho de las intenciones de convertirla en “genérica”) a nuestra ciudad, que la tornan única y que le conceden, en real definitiva, su entrañable y extraña belleza.

1 de septiembre de 2007

Más del derecho a la protesta

El 14 de agosto de 2006 la Policía Nacional apresó a dos periodistas y tres civiles. A los dos periodistas (para evitar el escándalo, supongo) los liberaron de inmediato; a los tres civiles los mantuvieron en prisión y se los acusó de la comisión del delito de sabotaje y terrorismo que consagra el artículo 158 del Código Penal, que establece una sanción de máximo 12 años de reclusión.

Una sanción de 12 años pretendían las autoridades locales para tres personas cuyos solos hechos eran la protesta pacífica porque la entrada en funcionamiento de la Metrovía obligaba a los moradores de su sector a caminar varias cuadras (en virtud de la eliminación de la línea 57) en condiciones inseguras para llegar a su estación más cercana, siendo que varias personas habían sido víctimas de la delincuencia en el intento. Cuando comenté en un curso en Lovaina, Bélgica, que 20 minutos de protesta pacífica podían convertirse por obra y gracia del autoritarismo local en 12 años de reclusión, mi profesor de sistema europeo de derechos humanos me balbuceó su comentario en un castellano fulero transido de carcajadas: “Ustedes en su país están locos”.

Esta locura continúa, aunque atenuada. Hacia finales de agosto, al Fiscal le asomó un poco la racionalidad cuando consideró que era aplicable el artículo 129 del Código Penal, que establece de uno a tres años de prisión por obstaculizar el tránsito en la vía pública. Este cambio de acusación implicó la libertad de los tres civiles; el proceso, sin embargo, continuó su curso. El 17 de noviembre del 2006 el Fiscal absolvió a dos y acusó a uno (Jorge Gilbert) por la presunta comisión del delito que establece el citado artículo 129.

Ya el dictamen fiscal que acusa a Gilbert es risible (lo tengo ante mis ojos, mientras escribo): las dos razones para involucrarlo son las declaraciones de una persona que afirma que él “se encontraba en compañía de otras personas” y de otra que lo reconoce “por su calvicie”, siendo que Gilbert no es calvo. O sea, una razón espuria y otra falsa. Pero mi crítica fundamental a que se mantenga a Gilbert como acusado es de fondo: la manifesté en una columna que escribí a los cinco días de su detención (‘El derecho a la protesta’, 19 de agosto del 2007), que amplié para un artículo que publiqué en la revista Íconos (‘Criminalización de la libertad de expresión: protesta social y administración local en Guayaquil’) y que argumenta que cuando colisionan el derecho de circulación con el derecho a la libertad de expresión (aclaro que para este análisis pueden agregarse otros derechos y que debe hacérselo caso por caso) el derecho que debe privilegiarse es el de libertad de expresión. No es mi ocurrencia, sino el resultado de los estudios hechos en sentencias de tribunales internacionales, informes de órganos regionales de derechos humanos, sentencias de tribunales nacionales (de Estados Unidos, Argentina, España, Colombia) y de sólida doctrina… Para cerrar, citaré a quien mejor formula en castellano estas ideas, Roberto Gargarella, quien enfatiza que el deber más importante de las autoridades judiciales es “proteger al que habla, sobre todo, si se trata de una voz que pretende presentar una crítica contra quienes ejercen el poder. Esa voz es la que más necesita ser protegida”. Esto lo escribió Gargarella en un pequeño libro llamado Carta Abierta sobre la Intolerancia, cuyo solo título parece dedicárselo a ciertas prácticas autoritarias de las autoridades locales y cuyo contenido constituye toda una lección para estas y un sólido argumento para exculparlo a Gilbert, acusado todavía de manera absurda por ejercer su legítimo derecho a la protesta.