Pensé escribir sobre el recital de Sabina y Serrat del sábado pasado y titularlo, con justa razón, El gusto fue nuestro. Pero la inmediatez de una efeméride y su urgente tema justificaron mi cambio de planes. La efeméride sucede cada 25 de noviembre desde que la Asamblea General de Naciones Unidas declaró ese día el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer en memoria de que esa misma fecha, en 1960 y en República Dominicana, el dictador Rafael Leónidas Trujillo ordenó el asesinato de las hermanas Miraval, que combatieron su oprobioso régimen. (La extraordinaria novela En el tiempo de las mariposas de Julia Álvarez relata su heroísmo y su muerte atroz)
No hay duda: la violencia contra la mujer afecta su salud, su seguridad personal y la de su comunidad, e impide el desarrollo integral de las personas inmersas en estas relaciones y el desarrollo humano integral (económico, cultural, productivo, educativo, afectivo) de la población en general. Se manifiesta, la violencia contra la mujer, no solo en las agresiones físicas (que la padecen una de casa siete mujeres en el mundo y que constituyen la principal causa de muerte de las mujeres entre 15 y 44 años) sino también, por ejemplo, en el uso del lenguaje: desde las bromas sexistas (una lectura de El chiste y su relación con el inconsciente de Sigmund Freud les revelaría a sus autores la gravedad de sus frustraciones) hasta el discurso atestado de testosterona de ciertos políticos locales, que piensan todavía que tener (es textual) cojones es necesario para la actividad política y que sirve para revelar, en definitiva, la pobreza de su masculinidad.
Ante este escenario, que se precisa en detalle en el Informe de la Relatora Especial sobre la Violencia contra la Mujer, sus Causas y Consecuencias, de Yakin Ertürk, y en clave local en las estadísticas que publica el Consejo Nacional de las Mujeres, es importante destacar el trabajo que ejecuta la Campaña Cantonal contra la Violencia hacia la Mujer e Intrafamiliar que se organiza desde la Mesa de Concertación por la Equidad de Género con Énfasis en la Violencia Intrafamiliar compuesta por varias entidades públicas y privadas (entre las que figuran la M.I. Municipalidad de Guayaquil y el Centro Ecuatoriano para la Promoción y Acción de la Mujer –Cepam). Los objetivos generales de esta campaña son comunicarle a la ciudadanía “que la violencia hacia las mujeres e intrafamiliar existe en nuestra ciudad y que no debe ser considerada como algo natural, por el contrario, afecta su desarrollo integral y el de los niños que viven con ellas” y lograr “que las personas afectadas sepan que su situación puede cambiar si buscan apoyo”; uno de sus cuatro objetivos específicos (que suscribo plenamente) es contribuir a que los ciudadanos de Guayaquil “se cuestionen sobre sus concepciones y prácticas en torno a la relación de pareja, a la relación de adultos/niños, niñas”. Esa es, precisamente, la razón de ser de mis líneas.
No escribí El gusto fue nuestro, ese breve inventario de placeres de una noche de verano: troqué ese placer por la urgencia de proponer una discusión sobre este urgente tema y la difusión de un necesario trabajo, cuyo propósito puede resumirse en el sencillo y poderoso eslogan de la campaña: “Callar la violencia no la detiene. Busca apoyo”. Puede que este eslogan le resulte oportuno a más de una persona que lea esta columna. Ojalá. Ya esa mínima contribución, tanto como el discutir en público este asunto, justifican mucho esta página.
24 de noviembre de 2007
17 de noviembre de 2007
El gusto será nuestro
Les sucedió a Ana Belén y Víctor Manuel: con ocasión de un recital que la pareja ofreció en Quito, se les acercó un señor de bigote y les preguntó si tenían amistad con Joan Manuel Serrat; ellos asintieron. El señor de bigote les contó entonces que era fanático ultra de Serrat.
(La prueba: viajó de luna de miel a Barcelona para conocer la calle Poeta Cabanyes, en el Poble Sec, donde Serrat nació.) Les contó que en un recital de Serrat en Quito, él fue quien compró el primer boleto y estuvo, literal, “con las narices prácticamente pegadas al escenario”. El señor de bigote le solicitó con febril insistencia a Serrat que cantara Elegía y Serrat no hizo caso; cuando Serrat presentó a sus músicos, omitió a su compañero de piano de siempre, Ricard Miralles (porque no estaba presente en la gira); ante esta omisión, el señor de bigote le grito a Serrat: ¿Y Miralles? El buen Serrat perdió su natural calma, lo miró furioso, lo aleccionó y lo echó del recital. En palabras textuales del señor de bigote: “Yo me volví hacia mi asiento como un perro apaleado, le hice un gesto a mi esposa y salimos a la calle, les juro que iba llorando”. (La historia se narra en Diario de Ruta. El gusto es nuestro, pág. 48-50).
Estaremos, precisamente, en sus antípodas: esta columna se publica el sábado 17, el mismo día en que un perito agrícola (tal es su oficio), este primo de todos, El Nano Joan Manuel Serrat, y su íntimo cofrade, aquel que iba para profesor de literatura en provincias, de nombre Joaquín Ramón Martínez, pero más conocido por su segundo apellido, Sabina, brindan un recital del cual tengo la muy irrefutable convicción de que encandilará aquello que algunos llaman alma pero que puede reducirse, sin ningún perjuicio, a aquello que es lo más íntimo de todos nosotros. Es imposible abarcar lo que Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina significan para muchos, lo que significan para mí; sería barroco el inventario de cuántas ocasiones ellos han auxiliado la (mi) existencia: el universal primo El Nano ha sido la educación sentimental de tres generaciones de españoles e hispanoamericanos que cultivaban o cultivan su espíritu; el exquisito y bohemio Joaquín ha sido el compañero irrefutable de las descorazonadas noches de bares y borracheras con las chicas sorprendidas (que no lo conocen) o las cómplices (la inversa) de su carnal verbo. Tantas canciones, tantas, que nos han marcado y yo aprovecho y proclamo mis favoritas: las de Sabina (Y sin embargo, Contigo, A la orilla de la chimenea, y podría seguir y sumar) y las de Serrat (De vez en cuando la vida, Mediterráneo, Donde quiera que estés, y podría, también, por supuesto, seguir y sumar), y si las cantan esta noche, contribuirán estos excelsos canallas cantaescritores a mi sencilla y poética felicidad. Yo he disfrutado recitales de Serrat y de Sabina, aquí y en el extranjero, pero nunca los he visto juntos: hoy será, sin duda, para todos los que asistamos, un día especial e irrepetible. Ojalá que esté presente el señor de bigote que abre esta historia, para que vindique el placer de escuchar a Serrat, en conjunto con este ubetense maestro. Yo estoy seguro que, apropiándome del título del libro que reseñó la gira de cuatro amigos para los que Sabina compuso un soneto (que dice: “gracias por perfumar con emociones / el sueño de una noche de verano”, y es tan oportuno), el gusto será nuestro, muy y deliciosamente nuestro.
(La prueba: viajó de luna de miel a Barcelona para conocer la calle Poeta Cabanyes, en el Poble Sec, donde Serrat nació.) Les contó que en un recital de Serrat en Quito, él fue quien compró el primer boleto y estuvo, literal, “con las narices prácticamente pegadas al escenario”. El señor de bigote le solicitó con febril insistencia a Serrat que cantara Elegía y Serrat no hizo caso; cuando Serrat presentó a sus músicos, omitió a su compañero de piano de siempre, Ricard Miralles (porque no estaba presente en la gira); ante esta omisión, el señor de bigote le grito a Serrat: ¿Y Miralles? El buen Serrat perdió su natural calma, lo miró furioso, lo aleccionó y lo echó del recital. En palabras textuales del señor de bigote: “Yo me volví hacia mi asiento como un perro apaleado, le hice un gesto a mi esposa y salimos a la calle, les juro que iba llorando”. (La historia se narra en Diario de Ruta. El gusto es nuestro, pág. 48-50).
Estaremos, precisamente, en sus antípodas: esta columna se publica el sábado 17, el mismo día en que un perito agrícola (tal es su oficio), este primo de todos, El Nano Joan Manuel Serrat, y su íntimo cofrade, aquel que iba para profesor de literatura en provincias, de nombre Joaquín Ramón Martínez, pero más conocido por su segundo apellido, Sabina, brindan un recital del cual tengo la muy irrefutable convicción de que encandilará aquello que algunos llaman alma pero que puede reducirse, sin ningún perjuicio, a aquello que es lo más íntimo de todos nosotros. Es imposible abarcar lo que Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina significan para muchos, lo que significan para mí; sería barroco el inventario de cuántas ocasiones ellos han auxiliado la (mi) existencia: el universal primo El Nano ha sido la educación sentimental de tres generaciones de españoles e hispanoamericanos que cultivaban o cultivan su espíritu; el exquisito y bohemio Joaquín ha sido el compañero irrefutable de las descorazonadas noches de bares y borracheras con las chicas sorprendidas (que no lo conocen) o las cómplices (la inversa) de su carnal verbo. Tantas canciones, tantas, que nos han marcado y yo aprovecho y proclamo mis favoritas: las de Sabina (Y sin embargo, Contigo, A la orilla de la chimenea, y podría seguir y sumar) y las de Serrat (De vez en cuando la vida, Mediterráneo, Donde quiera que estés, y podría, también, por supuesto, seguir y sumar), y si las cantan esta noche, contribuirán estos excelsos canallas cantaescritores a mi sencilla y poética felicidad. Yo he disfrutado recitales de Serrat y de Sabina, aquí y en el extranjero, pero nunca los he visto juntos: hoy será, sin duda, para todos los que asistamos, un día especial e irrepetible. Ojalá que esté presente el señor de bigote que abre esta historia, para que vindique el placer de escuchar a Serrat, en conjunto con este ubetense maestro. Yo estoy seguro que, apropiándome del título del libro que reseñó la gira de cuatro amigos para los que Sabina compuso un soneto (que dice: “gracias por perfumar con emociones / el sueño de una noche de verano”, y es tan oportuno), el gusto será nuestro, muy y deliciosamente nuestro.
10 de noviembre de 2007
Control de armas
El filósofo rumano Emil Cioran declaró que la historia no era sino una masacre; casi lo mismo da, para en general validar esta severa sentencia, que la masacre la haya cometido hace poco menos de tres milenios el rey asirio Tiglat-Pileser III en contra de los urartianos o hace poco más de un decenio los radicales hutus contra los tutsis y hutus moderados en aquel febril y brutal abril ruandés de 1994. Digo casi, y procedo a justificar el uso de este adverbio de cantidad y matiz: la historia sí es una masacre, pero difieren en el tiempo las armas que se utilizaron y utilizan para su ejecución (Tiglat-Pileser III era fanático de los arcos, las flechas y las picas y no conoció, como es común y atroz hoy, la devastación que provoca el fusil AK-47 o –ni se diga- la bomba atómica) y la oposición que una sociedad civil organizada puede ejercer para prevenirlas, censurarlas o mitigar sus daños (Tiglat-Pileser III no conoció sino su omnímoda voluntad en feroz disputa con la de sus enemigos).
Pero abandonemos a Tiglat-Pileser III en los anales de la historia bárbara del siglo VII a.C. y hablemos de los albores de la historia bárbara del siglo XXI d.C.: hablemos de las propuestas que una sociedad civil organizada puede desarrollar para ejercer control sobre la venta de las armas pequeñas y ligeras que propician las tan actuales como ubicuas masacres. Hoy, ante la desoladora estadística que enseña que cada minuto muere una persona a consecuencia de la violencia armada, que el comercio de armas pequeñas y ligeras es tan pingüe negocio que mueve 40.000.000.000 de dólares como sangriento que provoca 5.000.000 de muertes y el dato cierto de que no se tiene ninguna regulación específica y vinculante en el derecho internacional, varios órganos de la sociedad civil (Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano y Amnistía Internacional, entre tantos otros), precedidos por la iniciativa de varios Premios Nobel de la Paz y auspiciados por el apoyo de varios Estados propician en las Naciones Unidas la discusión del borrador de un Tratado sobre Comercio de Armas, esto es, un tratado que no impida la producción de armas pero que limite su comercio en aras de que éste se realice de manera responsable y evite las violaciones de normas de derecho internacional. La Resolución 61/89 de la Asamblea General refleja el inicio de esta discusión; Ecuador la apoya. Consúltese la posición del Estado ecuatoriano y los válidos principios del Tratado sobre Comercio de Armas en www.armstradetreaty.org
No es, por supuesto, el ámbito internacional el único en el que se puede actuar para controlar el comercio de las armas. Cabe la ejecución, en el ámbito del derecho interno, de varias acciones: actualizar la ley que regula la materia (que data de tiempos de la última dictadura), implementar una sólida política de desarme, hoy insuficiente y débil (el exitoso ejemplo de Argentina puede ser referencial), constitucionalizar (y le hablo en este momento a los asambleístas electos) normas efectivas sobre control en el comercio y la tenencia de las armas (como sucede en varios países hispanoamericanos –España, El Salvador, Panamá, Venezuela, Colombia, Chile –y este último país, en sus artículos 22 y 92, es el que tiene la mejor y más completa redacción). El principio es sencillo: actuar de manera responsable en el comercio y la tenencia de armas. Y la obligación del Estado es evidente: mediante sus distintos órganos (Presidencia, Ministerios de Gobierno, Defensa y Relaciones Exteriores, Asamblea Constituyente) garantizar ese principio de manera debida.
Pero abandonemos a Tiglat-Pileser III en los anales de la historia bárbara del siglo VII a.C. y hablemos de los albores de la historia bárbara del siglo XXI d.C.: hablemos de las propuestas que una sociedad civil organizada puede desarrollar para ejercer control sobre la venta de las armas pequeñas y ligeras que propician las tan actuales como ubicuas masacres. Hoy, ante la desoladora estadística que enseña que cada minuto muere una persona a consecuencia de la violencia armada, que el comercio de armas pequeñas y ligeras es tan pingüe negocio que mueve 40.000.000.000 de dólares como sangriento que provoca 5.000.000 de muertes y el dato cierto de que no se tiene ninguna regulación específica y vinculante en el derecho internacional, varios órganos de la sociedad civil (Fundación Arias para la Paz y el Progreso Humano y Amnistía Internacional, entre tantos otros), precedidos por la iniciativa de varios Premios Nobel de la Paz y auspiciados por el apoyo de varios Estados propician en las Naciones Unidas la discusión del borrador de un Tratado sobre Comercio de Armas, esto es, un tratado que no impida la producción de armas pero que limite su comercio en aras de que éste se realice de manera responsable y evite las violaciones de normas de derecho internacional. La Resolución 61/89 de la Asamblea General refleja el inicio de esta discusión; Ecuador la apoya. Consúltese la posición del Estado ecuatoriano y los válidos principios del Tratado sobre Comercio de Armas en www.armstradetreaty.org
No es, por supuesto, el ámbito internacional el único en el que se puede actuar para controlar el comercio de las armas. Cabe la ejecución, en el ámbito del derecho interno, de varias acciones: actualizar la ley que regula la materia (que data de tiempos de la última dictadura), implementar una sólida política de desarme, hoy insuficiente y débil (el exitoso ejemplo de Argentina puede ser referencial), constitucionalizar (y le hablo en este momento a los asambleístas electos) normas efectivas sobre control en el comercio y la tenencia de las armas (como sucede en varios países hispanoamericanos –España, El Salvador, Panamá, Venezuela, Colombia, Chile –y este último país, en sus artículos 22 y 92, es el que tiene la mejor y más completa redacción). El principio es sencillo: actuar de manera responsable en el comercio y la tenencia de armas. Y la obligación del Estado es evidente: mediante sus distintos órganos (Presidencia, Ministerios de Gobierno, Defensa y Relaciones Exteriores, Asamblea Constituyente) garantizar ese principio de manera debida.
3 de noviembre de 2007
Reflexiones (urgentes) de Gargarella
La Escuela Politécnica del Litoral (Espol) invitó al jurista argentino Roberto Gargarella para que dicte una conferencia magistral en la ceremonia de su cuadragésimo noveno aniversario. Gargarella desarrolló el propicio tema “El juego de la democracia. Los límites de la coerción”. Me permitiré, en esta columna, resumir sus urgentes y sensatas ideas.
Para hablar de democracia, Gargarella nos propone revisar la historia: sugiere que pensemos la coyuntura actual a partir de las tradiciones políticas que han imperado desde la fundación de la República. Gargarella destaca los efectos de las tres tradiciones que, con distinto énfasis, han ejercido el poder en la región: las tradiciones conservadora, liberal y radical. (Vale decirlo: en Ecuador, en general y en el siglo XIX en particular, predomina la tradición conservadora: de hecho, acaso nadie en América latina represente de manera más perfecta -y atroz- que García Moreno la fanática unión de la espada y la cruz.) La tradición conservadora suprime la libertad (valor característico de la tradición liberal) y la igualdad (valor característico de la tradición radical) en nombre de sus dioses y de sus arcanos. Las tradiciones liberal y radical, de su parte, de imperio menos estable y más efímero, han sacrificado en nombre de la imposición de su valor característico, el valor de la otra tradición en disputa.
Es ante este escenario histórico que Gargarella nos invita a reflexionar sobre la propuesta de una tradición distinta, que respete tanto la libertad como la igualdad, defienda la solidez de la democracia y los derechos de los individuos y sirva, en definitiva, para fortalecer “nuestra autonomía individual y nuestro autogobierno colectivo”. Esta tradición puede precisarse en el respeto de los siguientes cuatro compromisos: 1) la resistencia a la imposición del presidencialismo y sus maniqueas consecuencias (“o están conmigo o están contra mí”): el Presidente debe aceptar las críticas que se le formulen, aunque le pesen; 2) la separación del ámbito privado de las creencias personales del ámbito de la vida pública: el derecho de profesar una religión es distinto (muy distinto) a la pretensión de convertir esa religión en una doctrina pública; 3) el entendimiento de que un gobierno democrático debe apoyarse en la expresión de la mayoría de los miembros de su sociedad pero tomando en muy debida cuenta que esa expresión mayoritaria no debe manejarse mediante encuestas (¡Vinicio Alvarado!) sino mediante discusiones críticas y, en particular y dicho sea con énfasis, escuchando la voz de los disidentes: en este ejercicio reside la esencia de la auténtica democracia participativa; 4) el énfasis en la concreción del valor igualdad (tan cercano en nuestra retórica, tan lejano en nuestra práctica) guardando, eso sí, el debido respeto hacia los derechos de los individuos.
Gargarella concluye con una reflexión que proviene del “Padre de la Constitución” norteamericana, James Madison, quien afirmó que para la creación de sólidas instituciones no se debe pensar que éstas serán ocupadas por ángeles sino por demonios: la pregunta a responder, entonces, es “¿estamos preparados para resistir que en nuestras instituciones quien ocupe el puesto sea nuestro enemigo?” Gargarella nos entrega las claves para una serie de reflexiones hechas a partir de la historia, desde la teoría política y para la solidez democrática de nuestra sociedad, cuya necesidad de discusión es evidente y cuya urgencia está en su contraste con los actos de este Gobierno de numerosos rasgos conservadores y autoritarios. Cierro satisfecho: en esta columna solo quise ser el modesto salieri de un gran maestro y transmitirles algunas de sus interesantes ideas para propiciar esta necesaria discusión.
Para hablar de democracia, Gargarella nos propone revisar la historia: sugiere que pensemos la coyuntura actual a partir de las tradiciones políticas que han imperado desde la fundación de la República. Gargarella destaca los efectos de las tres tradiciones que, con distinto énfasis, han ejercido el poder en la región: las tradiciones conservadora, liberal y radical. (Vale decirlo: en Ecuador, en general y en el siglo XIX en particular, predomina la tradición conservadora: de hecho, acaso nadie en América latina represente de manera más perfecta -y atroz- que García Moreno la fanática unión de la espada y la cruz.) La tradición conservadora suprime la libertad (valor característico de la tradición liberal) y la igualdad (valor característico de la tradición radical) en nombre de sus dioses y de sus arcanos. Las tradiciones liberal y radical, de su parte, de imperio menos estable y más efímero, han sacrificado en nombre de la imposición de su valor característico, el valor de la otra tradición en disputa.
Es ante este escenario histórico que Gargarella nos invita a reflexionar sobre la propuesta de una tradición distinta, que respete tanto la libertad como la igualdad, defienda la solidez de la democracia y los derechos de los individuos y sirva, en definitiva, para fortalecer “nuestra autonomía individual y nuestro autogobierno colectivo”. Esta tradición puede precisarse en el respeto de los siguientes cuatro compromisos: 1) la resistencia a la imposición del presidencialismo y sus maniqueas consecuencias (“o están conmigo o están contra mí”): el Presidente debe aceptar las críticas que se le formulen, aunque le pesen; 2) la separación del ámbito privado de las creencias personales del ámbito de la vida pública: el derecho de profesar una religión es distinto (muy distinto) a la pretensión de convertir esa religión en una doctrina pública; 3) el entendimiento de que un gobierno democrático debe apoyarse en la expresión de la mayoría de los miembros de su sociedad pero tomando en muy debida cuenta que esa expresión mayoritaria no debe manejarse mediante encuestas (¡Vinicio Alvarado!) sino mediante discusiones críticas y, en particular y dicho sea con énfasis, escuchando la voz de los disidentes: en este ejercicio reside la esencia de la auténtica democracia participativa; 4) el énfasis en la concreción del valor igualdad (tan cercano en nuestra retórica, tan lejano en nuestra práctica) guardando, eso sí, el debido respeto hacia los derechos de los individuos.
Gargarella concluye con una reflexión que proviene del “Padre de la Constitución” norteamericana, James Madison, quien afirmó que para la creación de sólidas instituciones no se debe pensar que éstas serán ocupadas por ángeles sino por demonios: la pregunta a responder, entonces, es “¿estamos preparados para resistir que en nuestras instituciones quien ocupe el puesto sea nuestro enemigo?” Gargarella nos entrega las claves para una serie de reflexiones hechas a partir de la historia, desde la teoría política y para la solidez democrática de nuestra sociedad, cuya necesidad de discusión es evidente y cuya urgencia está en su contraste con los actos de este Gobierno de numerosos rasgos conservadores y autoritarios. Cierro satisfecho: en esta columna solo quise ser el modesto salieri de un gran maestro y transmitirles algunas de sus interesantes ideas para propiciar esta necesaria discusión.