17 de mayo de 2008

Derecho de admisión

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El argentino Pablo Slonimsqui acaso no lo sepa pero su libro Derecho de Admisión. La igualdad y el principio de no-discriminación como reglas de interpretación para su ejercicio razonable, leído en el contexto de Guayaquil, comporta graves críticas a las políticas públicas que en “Zona Regenerada” cometen sus autoridades (léase, el Municipio local) y sus adláteres (léase, algunas de sus fundaciones). El derecho de admisión, en palabras de Slonimsqui, es “la facultad que tienen tanto el Estado como los particulares para limitar o restringir el acceso o la permanencia de las personas a un determinado lugar, servicio, prestación, actividad o status jurídico”. Esta facultad de restricción, por supuesto, tiene lógicos límites: 1) para aceptar la legitimidad de una medida que restrinja el derecho de admisión y permanencia “deberá cumplirse un estándar probatorio más elevado que el de la mera racionalidad, acreditando que el mismo es estrictamente necesario para el cumplimiento de un fin legítimo”; 2) la constatación de que el Municipio tiene la facultad discrecional de restringir el derecho de admisión y permanencia “de manera alguna puede constituir un justificativo de su conducta arbitraria, puesto que es precisamente la razonabilidad con que se ejercen tales facultades el principio que otorga validez a los actos de los órganos del Estado”.

En Guayaquil, en la llamada “Zona Regenerada” se restringe el derecho de admisión y permanencia de, entre otros, vendedores informales, mendigos, homosexuales (a quienes, por citar un ejemplo, no se les permite realizar la marcha del Orgullo Gay). Las supuestas razones que se ofrecen para la restricción de este derecho son la aparente defensa de conceptos tan vagos e imprecisos como “orden público” o “moral pública”. Pues vale decirlo con énfasis: la referencia a tales conceptos sólo puede validar la aplicación de una restricción al derecho de admisión y permanencia siempre que se pruebe con suficiencia que no existe ninguna otra medida menos lesiva para cumplir con los fines que esa restricción se propone. En el caso del Municipio local, este análisis ni siquiera se ha intentado.

En la práctica, quienes ejecutan las políticas públicas del Municipio local en esta materia (esto es, Policía Metropolitana y guardianías privadas que contratan las Fundaciones, usualmente armadas de pistolas, escasas ideas y un silbato) criminalizan los actos de quienes son excluidos, los privan de sus bienes e incluso de su libertad. Cabe recordarle a las autoridades locales que, aún en el supuesto no consentido de que los actos que combaten constituyeran una infracción, deberían tener la decencia de pensar la frase del filósofo inglés Thomas Hill Green (1836-1882), profesor del Balliol College de Oxford, quien escribió que “antes de penar a alguien por la comisión de un delito, deberíamos asegurarnos de que esa persona tuvo la posibilidad equitativa de no cometerlo”. La obligación de una autoridad lealmente interesada en la construcción de una sociedad democrática e inclusiva es detenerse a pensar si cuando aplica la ley no la está utilizando para mantener la situación de postergación (de pobreza, de discriminación) que empuja a los postergados a desafiarla. La obligación, insisto, de una autoridad democrática (pero, ¿es que cabe alguna duda?) es buscar, con genuino interés, la alternativa que menos discrimine y promover el diálogo plural y la inclusión. Es evidente que todo esto, al Municipio local, ni le ha interesado ni le interesa.

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Tales serían las preocupaciones propias de una autoridad democrática. Que el Municipio local ejerce autoridad, no cabe duda alguna; el atributo “democrática”, ese, ese es el que le falla.

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