Un
trapo colgado en una de las bandejas del estadio proclama que Barcelona es “la
alegría de los chiros” y a mi camiseta amarilla que dice “soy chiro” la siento como
traje de etiqueta para el día de alegría que es el Clásico del Astillero en la
General Sur del estadio Monumental (estadiobancopichinchalaputatumadre).
Pienso, mientras miro el trapo, que ni los chiros ni ningún otro hincha
amarillo hemos tenido muchas razones para alegrarnos por los campeonatos de
nuestro club en los últimos años: con éste, suman 14 desde la última vuelta
olímpica, en el Monumental y frente al Deportivo (Chi)Quito, allá por 1997.
Pienso que si en el trapo se leyera la frase “Barcelona: chiros de
alegría” sería un trapo mucho más honesto (porque, en serio, son muchos años:
sólo pensar que en el último campeonato la entrada todavía se pagaba en sucres
da escalofríos). Pero pensar de esa forma es un error, porque dicho trapo no se
cuelga para reflejar estadísticas, sino para proyectar esperanzas: todo partido
es una posibilidad de ser feliz con el orgasmo fugaz que es el gol, todo
Clásico del Astillero una ocasión para, pasados sus 90 minutos y descuentos,
desembocar en estado de dicha permanente o de grave desconsuelo. Mientras
tanto, durante esos 90 minutos y descuentos, la General Sur ha vivido una
fiesta y la Sur Oscura puso la música.
Ese ambiente de fiesta justifica el trapo. O mejor,
los trapos: porque está también el trapo colgado de “Mou” (un hincha de la Sur
Oscura muerto por hinchas de la Boca del Pozo) por razones sentimentales y el
trapo azul robado a la Boca del Pozo que se agita como trofeo de guerra por
razones salvajes. Razones sentimentales o salvajes, porque es casi imposible
que alguien que se autodefina como hincha de fútbol sea de criterio sobrio,
ecuánime y producto de reposado razonamiento: el fútbol, para quien es
verdadero hincha, es un territorio poblado de nostalgias (que se escenifica en
tertulias sobre glorias pasadas -¿te
acuerdas de Raimundinho, ñaño?- que extienden por decenas las
cervezas heladas) o encendido por la pasión, cuyos excesos violentos no es
extraño tenerlos que lamentar. Esa tarde del Clásico jugaban todavía las
divisiones inferiores cuando Douglas, Yitux y yo entramos a la parte baja de la
General Sur (que lleva el nombre de uno de mis primeros ídolos, Lupo Quiñónez)
para ubicarnos cerca de la malla. Barcelona ganaba 1 a 0 a su rival mientras
Douglas me contaba que no muy lejos de donde estábamos parados salió la bengala
que mató al niño Carlos Cedeño hace unos cuatro años y me contaba también cómo
personas vinculadas a la Boca del Pozo mataron a golpes a “Mou” en un antiguo
billar frente a la Universidad Estatal en junio de este 2011: historias de
cosas que nunca debieron suceder y que no merecen ni olvidarse ni banalizarse,
y que si hubiera un periodismo y un sistema judicial serios en este país, se
habrían investigado.
La tarde era fresca y un leve olor a meado se sentía
en este sector de la General Sur, de seguro sedimentándose desde su
inauguración. La gente gritaba y saltaba, tiraba camaretas y se abría para
observar cómo explotaban, corría ocasionalmente cuando sucedía la avalancha de
centenas de personas precipitadas hacia las mallas inferiores (circunstancia en
la que los pasteleros, según pude acreditarlo, suelen llevar la peor parte).
Otro trapo apareció, esta vez en prefe, y su leyenda en letras muy legibles
sobre fondo azul era: “Verga para
Emelec”. Fue afrenta efímera a la hinchada rival, que los
policías obligaron a bajar de inmediato. Terminó el partido de las inferiores
con el triunfo de Barcelona por la mínima y uno de los delanteros se lo dedicó
con señas a alguien parado al lado nuestro. Al instante, los parlantes del
estadio anunciaron, no una sino tres veces, una larga perorata que en lo
esencial decía: “Atención, atención, hincha barcelonista” te habla “tu
presidente” para decirte que “la policía está resguardando nuestra seguridad”.
Mientras los parlantes repetían esto una y otra vez, un policía posaba
sonriente para la cámara de Yitux.
El trapo de “Mou” y los trapos robados a la Boca son
los únicos trapos que alcanzo a observar en la General Sur. Según me cuenta
Douglas, es por peleas internas en la barra que se resolvió no permitir que más
trapos se cuelguen. Douglas colabora en las filmaciones de La Descarga, hincha a muerte del
equipo y nuestro guía experto en este mundo de lealtades y de códigos. Porque
desde afuera las barras parecen un grupo homogéneo, pero en el lugar de los
hechos, todo depende de muchas cosas, pero principalmente de una: conocer a la
persona adecuada. Douglas me presentó a varias: de ellas, Yitux conocía a
algunas (Yitux dirige La Descarga
y no le interesa el fútbol, pero las conocía por afición rockera) y a otras no.
Yo no conocía a ninguna, pero me gustó conocerlas: nos facilitaron que Yitux
tome las fotos que ilustran esta crónica y a mí el escribirla.
Porque si no era por nuestro guía en la Sur Oscura
(Douglas, te debo cervezas) y por quienes nos acolitaron in situ esta crónica no se habría
escrito igual. Douglas nos condujo al corazón de la Sur Oscura, donde se marca
el ritmo, se alienta sin cesar y se genera un escándalo que nunca se detiene.
Para llegar allí, había que descender por unas gradas flanqueadas por tubos a
los costados: las gradas repletas de gente, de pie, inquieta, un vendedor
gritaba “toma agua chucha de tu madre para que cantes”. Bajamos, voy detrás de Douglas
y Yitux, cuando un tipo me interrumpe con su brazo como barrera y me pregunta
si voy con ellos. Ni alcanzo a reaccionar cuando otro le ha respondido que sí,
que me deje pasar. Seguimos bajando y se diría que es el VIP de la General Sur,
una zona de acceso exclusivo, donde no llega cualquiera: o se está por la
lealtad a la barra y los códigos compartidos, o se está por la deferente
invitación de sus líderes, que era nuestro caso. Estamos en la zona donde están
los bombos y los instrumentos de viento que marcan el ritmo de todas las
canciones de la barra, donde el ruido es ensordecedor y el calor es
insoportable: eso era un infierno que, si eras amarillo, resultaba encantador.
Estamos en un espacio donde el tiempo no cuenta, donde los que tocan los
instrumentos tanto no conciben el mundo sin Barcelona que sacrifican el verlo
jugar para tocarle más y mejor al objeto de su adoración (su Dios) la música
que lo anima, porque en este espacio no se puede observar la cancha pues lo
impide la gente parada sobre los tubos, sosteniéndose abrazada y prendida a las
tiras que cruzan la general de arriba a abajo. El partido había empezado
y yo no me había dado cuenta. Decidimos volvernos hacia las gradas repletas de
gente, justo antes de la inmaterial “puerta de entrada” a este sector, donde se
podía mirar el partido. El grito de “se viene el gol juepucta” acompañó el
centro para el cabezazo de Angulo y el primer gol. Después de la euforia del
festejo, miré al fondo a la derecha hacia donde estaba situada la barra rival y
experimenté la burlona dicha de que otro valga verga.
Con el marcador en ventaja salimos a recorrer otros
lados y nos topamos con que los escasos trapos colgados no eran la única
consecuencia de las peleas internas de la barra para este partido: dos hileras
de policías vestidos de power rangers
eran la frontera que separaba en la barra a unos grupos de otros. Entre esas
hileras, se extendía una amplia franja de gradas grises que iban desde la parte
más alta de la General Sur hasta la malla, allá abajo, todo sólido. Nos
acercamos a hablarle a uno que parecía el jefe de los policías (lo dedujimos
porque estaba vestido de manera un poco menos ridícula que el resto) y le
expusimos que queríamos hacer fotos para una revista en Internet, etc. El tipo
concedió veinte minutos “para fotos”: tal la ventaja de ser periodismo no
profesional. Yitux deambulaba por las gradas con su cámara, mientras Douglas y
yo nos ubicamos a mitad de gradas y los únicos que se nos acercaron fueron los
vendedores que cruzaban de un lado a otro. Compramos cerveza y nos sentamos a
ver el fútbol. La sensación era bizarra, pero agradable. El ambiente seguía
ruidoso y el tenue olor a grifa que había en todos los otros sectores de la
General Sur se eliminó en esta “zona controlada”. El personal no querría
fumarle en las narices a los power
rangers, porque esa es una manera bastante papayera de caerse por
Canadá. Pasaron un par de rondas de cervezas y terminó el primer tiempo, con el
marcador favorable. Los policías aprovecharon la ocasión para demostrar que se
creen su cuento del combate a las drogas y se aparecieron con una pancarta que
decía que en este país éramos “14.000.000 de personas contra la droga”. Es
bueno saber que, de acuerdo con las estadísticas del INEC, somos casi
14.484.000 habitantes: o sea, casi medio millón de ecuatorianos sensatos que
estamos contra la estupidez que “la guerra contra las drogas” auspicia. Vimos
la pancarta, nos reímos y nos fuimos al área común de la General, donde se
encuentran algunos murales y se vende desde pastel hasta guatallarín. Yo no
tenía mucha hambre y le hice al pastel de 50 centavos, frío y malo, el jueputa.
Subimos a la parte alta de la General Sur para
echarle un vistazo, pero el ambiente era demasiado tranquilo: si la parte de
abajo era una fiesta, la de arriba era una matiné, o una vermouth, la misma huevada. Volvimos
abajo de inmediato, al lugar donde se marca el ritmo, a vivir y transpirar ese
ruido ensordecedor y su adrenalina. Mientras Yitux tomaba fotos, yo trataba de
mirar el partido por entre las piernas de quienes se encontraban parados en los
tubos. Difícil en principio, pero uno termina por adaptarse y por moverse a
tiempo para seguir la secuencia de las jugadas. No tenía dimensión del tiempo,
no sabía cuantos minutos iban, ni cuando Borguello salvó de la línea un
cabezazo, ni cuando el gol del Kitu
Díaz. La salvada de Borguello trajo paz; la segunda, el gol de Díaz, la euforia
del festejo, el abrazo con desconocidos y la tranquilidad para los minutos que
restaban, una tranquilidad que se respiraba diáfana en el aire junto al tenue
olor a grifa. El partido ya estaba resuelto, era cuestión de minutos para que
el trapo “Verga para Emelec”
pase de considerarse afrenta a convertirse en profecía.
El árbitro pitó el final, y siguió la fiesta.