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El derecho penal es una farsa. Un código penal y
normas dispersas de ese tipo, interpretados por jueces de escasa preparación
jurídica y reconocida corrupción, cuyas sanciones se malviven en espacios
depauperados administrados por personas de escasa preparación carcelaria y
reconocida corrupción. Ese es el escenario general. En Recuerdos de la casa de los muertos,
Dostoievski escribió que “el grado de civilización de una sociedad puede
juzgarse por el estado de sus cárceles”: juzgado por dicho estándar, nuestro
grado de civilización es el de una barbarie.
Cuando se habla de barbarie, se la suele predicar de
las personas en prisión o de las personas que vivieron antes de la Edad
Moderna. Atribuirles esa barbarie a las personas en prisión es funcional a
mantenerlos en pésimas condiciones carcelarias (porque, ¿por qué los bárbaros
merecerían un mejor trato que el que tenemos el resto de miembros de la sociedad,
o sea, los “civilizados”?). Pero lo curioso es que las personas que sostienen
este discurso contra quienes han estado en prisión predican, en realidad, un
discurso fraguado en la era medieval. Un discurso que ha sabido adaptarse a las
circunstancias modernas, pero que es todavía medieval en su esencia.
Este discurso se sistematiza por primera vez en el
documento medieval Malleus
maleficarum (que se traduce por “Martillo de las brujas”)
escrito por Heinrich Krämer y Jakob Sprenger. En ese texto se establece la
matriz del discurso penal que se extiende al día de hoy: se alega una emergencia (una grave amenaza a la
sociedad) y el miedo a esa emergencia
se utiliza para eliminar obstáculos al ejercicio del poder punitivo. El
propósito de ejercer ese poder punitivo no es que se acabe la emergencia sino fortalecer el poder de
la autoridad que lo ejerce. Por eso, Eugenio Raúl Zaffaroni en La
cuestión criminal (libro al que esta diatriba tanto le debe) llama al hecho
de proyectar al poder punitivo como remedio frente a la emergencia “un inmenso
engaño, una tremenda estafa”: algo que “no es más que el máximo delito de propaganda desleal de nuestra
civilización” (Zaffaroni, La
estructura inquisitorial, Pág. II).
El Malleus
maleficarum lo amparó la iglesia católica en la bula Summis
desiderantes affectibus de Inocencio VIII. En esa época, la
iglesia católica podía permitirse un monopolio de la intermediación con lo
divino y sancionar a quienes osen desafiarla: eso explica a la Santa
Inquisición, established since 1184.
La iglesia católica al principio exterminó a cátaros, albigenses y templarios,
pero luego encontró a un conveniente enemigo inagotable: Satán (que en hebreo
significa, precisamente, enemigo). La iglesia católica se inventó, en esos
típicos actos de pensamiento mágico a los que las iglesias nos tienen
acostumbrados, el pacto satánico.
Un pacto que Satán sólo podía convenir con esos seres inferiores que en la
tradición de una religión machista como la católica, no podían ser sino las
mujeres: de ahí la invención de las brujas y de los aproximadamente 300 de años
de siniestra persecución en su contra. Los inquisidores oficiales solicitaban contribuciones para sus tareas
purificadoras (una sutil forma de protección mafiosa) y cobraban a destajo, por
lo cual el que las brujas confiesen (bajo tortura, por supuesto) la existencia
de otras brujas era funcional a mantener en permanente renovación a la fuente
de sus ingresos. Para martillar
a las brujas, para eso precisamente escribieron los inquisidores dominicos
Krämer y Sprenger el Malleus
maleficarum.
¿Por qué contar esta historia sobre un libro que
influyó en las prácticas de los inquisidores papales y de los príncipes (una
vez que éstos le expropiaron al Papa su poder punitivo)? Porque sus ideas se
acogieron en el discurso de la academia penal positivista
(resumida impecablemente por Micky Vainilla en su publicidad del postre
Teresito, en la que se discrimina a los inferiores
biológicos para someterlos a manipulación genética, para excluirlos
de plano como en el caso de “morochos y asiáticos” y para enviarlos a
“reformatorios” cuando se trata de “pobres y enfermos”) hasta que el genocidio
nazi le enseñó una lección al mundo sobre la invariable estupidez de semejantes
ideas y los académicos acusaron recibo. Pero, principalmente, porque las ideas
de ese libro medieval se encuentran vigentes al día de hoy en el discurso de lo
que Zaffaroni llama la “criminología mediática”.
Al amparo del Teorema
de Thomas (“si las personas definen las situaciones como reales, éstas son
reales en sus consecuencias”) la criminología mediática “crea la realidad de un
mundo de personas decentes
frente a una masa de criminales
identificada a través de estereotipos, que configuran un ellos separado del
resto de la sociedad, por ser un conjunto de diferentes
y malos” (Zaffaroni, La
criminología mediática, Pág. III). Esos diferentes
y malos de la criminología mediática son las brujas modernas. Contra ellos se
exige “mano dura” y respuestas urgentes. Se apela al recurso emocional (las
imágenes de la TV para este propósito son muy convenientes) para provocar el
pánico moral que empatiza con la “mano dura” y que dificulta toda prudencia en
el análisis, por cuya vía “la venganza estimulada por la criminología mediática
se traduce en mayor violencia del sistema penal, peores leyes penales, mayor
autonomía policial con la consiguiente corrupción y riesgo político, vulgaridad
de politicastros oportunistas o asustados y reducción a la impotencia de los
jueces”: un escenario que termina por provocar “muertes en un proceso de
fabricación de cadáveres que la criminología mediática ignora o muestra en
imágenes con interpretaciones
deformantes” (Zaffaroni, La
criminología mediática y la víctima-héroe, Pág. II). Un discurso, como se
ve, útil para
justificar masacres. Que era, precisamente, el bárbaro propósito del Malleus maleficarum, todavía vigente.
La pregunta es: ¿Por qué sostener un discurso penal
tan perverso como éste? Por pereza mental en muchas ocasiones, pero
principalmente porque la seguridad es un gran negocio económico (por la
burocracia y las industrias asociadas a ella) y político (porque es campo
fértil para
la demagogia). Esto usted nunca lo olvide.
El discurso generalizado nos cuenta que la
aplicación del derecho penal de mano
dura garantizará la seguridad: por las ideas apuntadas en los
párrafos anteriores, amparadas en diversos estudios y claras estadísticas,
sucede lo contrario y se quiere
(por conveniencia económica y politica) que suceda lo contrario. Esa es la
brutal contradicción entre lo que el derecho penal ofrece en el discurso (desde
los textos de la legislación y de quienes la producen en medio de un discurso
de pánico moral –políticos y medios de comunicación) y lo que efectivamente
sucede (estigmatización, fracaso en la reinserción social y “carrera”
delincuencial de los encarcelados): un ciclo perverso, que reproduce lo que
dice combatir. Hasta el infinito, hasta las náuseas.
Lo dicho: una farsa.
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