Publicado en GkillCity el 2 de julio de 2012.
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“En todas esas ocasiones,
el hombre ecuatoriano ha salido a la calle armado de su grito, o se ha lanzado
al campo de batalla armado de su rifle o su machete, a defender su libertad. Y
casi siempre ha triunfado en su empeño, aunque después del triunfo popular
–bien ganado, heroicamente conquistado- haya naufragado en las aguas turbias de
la intriga de camarilla o de trinca.”
(Benjamín Carrión, Cartas al Ecuador,
Pág. 127)
Benjamín Carrión:
“ociositos y tristes, eso es lo que somos”.
Durante los años 1941-1943
Benjamín Carrión escribió sus Cartas al Ecuador publicadas en el diario
quiteño El día. Eran los años del gobierno de Arroyo del Río y de la
firma del Protocolo de Río. En el prólogo a la recopilación de sus cartas, un
indignado Carrión advierte que las dirige a un país “adormecido por todas las
falacias” y presa de un secretismo con el que “se encubrió la mediocridad, la
pereza, la inepcia”. Su indignación es contra los políticos: por un lado,
Carrión identifica al “buen pueblo nuestro –el más resignado, el más manso de
los pueblos del mundo-”; por el otro, a “los ladrones, traidores, ineptos o
farsantes que han acaparado el poder y el presupuesto en diversos períodos de
nuestra historia”. El propósito de Carrión al escribir Cartas al Ecuador era
“mostrar al pueblo el horror de su envilecimiento y su miseria; la lepra no se
cura escondiéndola con guante blanco”.
La última cita es de una
frase del peruano González Prada, que Carrión colocó como epígrafe en la
recopilación de sus cartas. Las dos citas anteriores a ésta pertenecen a la
décimo segunda carta que Carrión dirigió al Ecuador titulada “Sobre la vocación
nacional: Inclinaciones morales del hombre ecuatoriano”, en la que también
consta la frase que cito en el encabezado de este artículo. En dicha carta,
Carrión claramente idealiza el supuesto empeño heroico y el bien ganado
“triunfo popular” que termina por naufragar en aguas turbias. En su
idealización, el “buen pueblo nuestro” actúa (sale a la calle o se lanza al
campo de batalla) y casi siempre triunfa pero después es engañado por unos
cuantos (una camarilla o trinca, de “ladrones, traidores, ineptos o
farsantes”). Un pueblo esforzado pero ingenuo.
Carrión alcanzó a
desengañarse de ese pueblo idealizado. En la década de los setentas quiso
empezar una nueva serie de cartas (la tercera serie, después de las Nuevas
cartas al Ecuador publicadas entre 1956 y 1960) pero quedaron inconclusas a
su muerte en 1979. En su proyectado prólogo de esa serie, Carrión hablaba de
este país “de mestizaje inconcluso y honda desconfianza mutua” y hacía una
descripción lapidaria de esos ecuatorianos a los que antes idealizaba como
activos y triunfantes: “ociositos y tristes, eso es lo que somos”.
La experiencia le inoculó
el desencanto.
El empeño del hombre
ecuatoriano: “cangrejos mexicanos”.
Las “ocasiones” a las que
hizo referencia Carrión para ejemplificar el “triunfo popular” en su carta
décima segunda fueron el 10 de agosto, las independencias de Guayaquil y
Cuenca, los jóvenes de El Quiteño Libre, el 6 de marzo de 1845, la
conjuración libertaria que culminó con el asesinato de García Moreno, la revuelta
contra “los Salazares”, el movimiento de “la Restauración”, el 5 junio de 1895,
el 25 de abril de 1907 y el 11 de agosto de 1911 en que hubo movimientos contra
Alfaro y el 15 de noviembre de 1922. Salvo esta última fecha, el resto es obra
de grupos más o menos cerrados de personas (usualmente ilustrados y
pertenecientes a una élite propietaria y culta) por lo que no podría
caracterizarse propiamente como “triunfo popular”. Y solo una broma siniestra
podría denominar “triunfo popular” a centenares de cruces sobre el agua,
representativas del saldo de muertos de la fecha nefasta que esas cruces
conmemoran.
Carrión idealiza al pueblo
y yerra. El empeño más común del hombre ecuatoriano en materia política es el
descrito por el novelista argentino Pablo Ramos como el procedimiento de los
“cangrejos mexicanos” en su libro La ley de la ferocidad: “no nos
dejamos salir del balde en el que nos metieron. Con la excusa de ayudar, nos
trepamos uno por encima del otro y lo único que logramos es que los que
llegaron un poco más alto vuelvan a caer, vuelvan a compartir el fondo con
nosotros”. Esa ha sido la realidad de esta sociedad de “honda desconfianza
mutua” que intuyó Carrión y que confirman estudios científicos: Ecuador es,
después de Bolivia, Belice y Perú, el país con menor confianza interpersonal de
América y un país en el que las principales redes de participación cívica de
sus habitantes son grupos de orientación privada (de índole religiosa o
familiar) por encima de grupos profesionales y políticos (Cultura
política de la democracia en Ecuador, capítulo VI. Sociedad civil y
participación ciudadana). También es un país de baja tolerancia política cuyos
ciudadanos registran el menor apoyo (después de Perú y Paraguay) a la
democracia estable en América (Cultura
política de la democracia en Ecuador, capítulo V. Legitimidad, apoyo al
sistema y tolerancia política). Algunas cifras han mejorado en los últimos
años, pero en general siguen todavía malas.
Cuando Carrión llamó a los
ecuatorianos “ociositos y tristes”, lo que el bueno de Benjamín quiso decirnos
es “valimos todos recontraqueharta paloma”. Y no le faltaba razón.
El naufragio de la
política: “Yo tuve que ser lo que fui para poder supervivir sino me destruían”.
Carrión describe el juego
de los políticos ecuatorianos como uno de oposiciones entre “trincas” o “camarillas”.
Cuando en 1997, León Febres-Cordero recordaba su período como Presidente de la
República durante los años 1984-1988 afirmó en primera persona que frente a sus
adversarios políticos, “yo tuve que ser lo que fui para poder supervivir sino
me destruían” (1:42-1:47).
Su grupo de poder se enfrentaba a otros grupos de poder (representados en el
Congreso Nacional) en permanente lucha. Febres-Cordero probó tener una enorme
capacidad de supervivencia, articulada alrededor de la lealtad de hombres
colocados en puestos clave. Según se informó al gobierno de Estados Unidos en
el cable 05Guayaquil1090
de septiembre de 2005:
“[Febres-Cordero] no tenía necesidad de ocupar cargos públicos como Presidente o Alcalde para ejercer su poder. Al paso de los años, construyó una amplia reserva de seguidores leales en posiciones clave como el sector judicial, empresas paraestatales como Pacifictel, el Congreso y las autoridades locales. Nombre usted el asunto, que la ayuda está solamente a una llamada telefónica de distancia, como lo sabe todo aquel que ha sido invitado al despacho de su modesta casa en Guayaquil, donde los teléfonos que conectan a su escritorio nunca paran de sonar” (Párr. 8).
El informante cuenta la
historia como testigo presencial y advierte a sus lectores sobre la dirección
que podía darle Febres-Cordero a dicha influencia: “LFC no está por encima de
usar su influencia para su propio interés. El más notable entre muchos rumores
de intereses económicos es el monopolio salino de Ecuasal, mantenido vía la
manipulación de los reguladores gubernamentales” (Párr. 11).
El poder de Febres-Cordero
pudo utilizarse en beneficio personal, en servicio público o para la
destrucción de sus opositores políticos (la que era especialidad de la casa de
la calle Bálsamos). Justo es decir, en todo caso, que esa constante política de
buscar la destrucción unos de otros (como “cangrejos mexicanos”) no es
privativa del uso del poder de Febres-Cordero sino una práctica común de los
gobernantes en Ecuador iniciada por el venezolano Juan José Flores y continuada
en larga sucesión casi ininterrumpida hasta Correa. La mayoría de los
gobernantes en la Presidencia (incluido, por supuesto, Correa)
han actuado ilegítimamente para restringir la libertad de expresarse de quienes
hacen opinión crítica y han intentado moldear una opinión pública favorable a
su gestión. La frase de Febres-Cordero que consta en el título de este apartado
es la misma premisa que han tenido todos los gobernantes para actuar y la misma
según la cual calcula y ordena sus actos de gobierno Rafael Correa.
Para muchos ciudadanos, y
entre ellos para Benjamín Carrión, la política era cosa de “ladrones,
traidores, ineptos o farsantes” por los que uno tenía la obligación de votar de
cuando en vez. Valiendo, nuevamente.
Ulises de la Cruz: “Ya
mirando cara a cara al diablo, resulta que no ha sido tan fiero”.
El escenario histórico
descrito a partir de Carrión es uno de falta de confianza en sí mismo y de
falta de confianza en la gestión de los políticos. Ante este escenario, el
fútbol ofrece una respuesta. El fútbol, como se ha argumentado en La
Descarga, es una metáfora de la sociedad. En la edición No 112 de revista
Soho, Esteban Michelena rememora el crecimiento de nuestra selección nacional a
10 años de su primera clasificación al mundial. Desde el gris recuerdo de las
angustias de su padre (“La selección nos daba pena”) hasta la memoria eufórica
de “la generosidad, la solidaridad, el cuidar y defender al otro, y jugar para
todos” que terminó por darnos “un retorno excepcional: Ecuador clasificaba a su
primer mundial”, los jugadores ecuatorianos crecieron muchísimo en eso que
siempre les faltó y que todavía nos falta, en general, como sociedad: confianza
en sí mismos y en sus posibilidades como colectivo.
Michelena empieza su
relato en Soho con la historia de aquel futbolista que “molido por la ansiedad”
le solicitó al DT Pacho Maturana que no lo alinee al día siguiente en un
partido crucial de la selección. Con solvencia, Michelena conduce su relato de
esa miseria que éramos como selección (en actitud y en resultados: en los
setentas, la década en que Benjamín Carrión nos describe como “ociositos y
tristes”, la selección ecuatoriana no ganó ningún partido rumbo a las
eliminatorias) hasta su nudo argumentativo: si obtuvimos resultados distintos,
fue porque pensamos distinto de nosotros mismos, porque abandonamos por un
instante esa “honda desconfianza mutua” de la que hablaba Carrión. En el relato
de Michelena, que es celebratorio de la gesta de haber clasificado por primera
vez al mundial, el cambio de actitud mental del colectivo se condensa preciso
en la frase dicha por Ulises de la Cruz antes de ganarle por primera vez en
nuestra historia a Brasil: “Ya mirando cara a cara al diablo, resulta que no ha
sido tan fiero”.
La respuesta del fútbol
son estas palabras de Ulises: “mirar cara a cara al diablo”. Una frase que
implica una actitud de atrevimiento. Mirar cara a cara al diablo, en clave de
país, implica admitir nuestra diversidad como habitantes de un mismo
territorio, así como criticar las discriminaciones que mantenemos en nuestra
convivencia, las que muchas ocasiones nos negamos a discutir. Mirar cara a cara
al diablo, como miembros de una sociedad democrática, implica aceptar que
pueden no gustarnos (e incluso parecernos inmorales) algunas opciones de vida
de otras personas pero que tienen ellas el derecho de llevarlas a cabo. Mirar
cara a cara al diablo, frente a los gobernantes, implica un constante
escrutinio público de su gestión y el cuestionamiento argumentado de sus
falacias y sus secretismos en el manejo de los recursos públicos que les
confiamos. Mirar cara a cara al diablo implica, en definitiva, no ser ociositos
ni tristes y exigir de manera activa y razonada un buen desempeño de nuestros
administradores públicos, para crear lazos de confianza entre los ciudadanos (de
que es posible hacer las cosas en conjunto y bien) en uno de los países del
hemisferio occidental peor equipados para esa tarea. Una misión difícil, como
en su momento lo era clasificar al mundial de fútbol. Pero los jugadores, según
Michelena, pusieron de su parte “su admirable entrega colectiva y desempeños de
excelencia” a resultas de lo cual al país “le sacaron los miedos y le lavaron
la cara”.
Si de eso fue capaz un
grupo de administrados por un impresentable como Chiriboga, no existe
imposible.
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