Vi una crítica a una foto
de una destapada Jennifer Lawrence en el frío de Londres con cuatro actores
varones debidamente cubiertos, que se supone que mostraba el machismo que
habita en la industria del cine. Vi un titular en diario El País, pero no me
tomé en serio la noticia y pasé de largo.
Horas después, la misma Jennifer
Lawrence respondió al revuelo causado por la foto. Aseguró que la polémica era
“ridícula” y que estaba “extremadamente ofendida” por los
comentarios vertidos; que su vestido de Versace era “fabuloso” y que actúo en concordancia con esta simple premisa: “Estuve afuera por 5 minutos. Me habría parado en la nieve por ese vestido porque
amo la moda y esa fue mi elección”. Y aclaró:
“Esto es
sexista, esto es ridículo, esto no es feminismo. Sobreactuar acerca de todo lo
que alguien dice o hace, creando controversia sobre tontas e inicuas cosas como
lo que yo decido usar o no usar, no es movernos hacia delante. Es crear
distracciones tontas de los temas importantes. Bájenle, gente. Todo lo que me
ven usar es mi elección. Y si quiero estar en el frío, ESA TAMBIÉN ES MI
ELECCIÓN”.
La buena intención de
luchar contra la injusticia del machismo estructural ha llevado a sus celosos
guardianes a cometer otra injusticia, precisamente contra la mujer a la que
decían proteger del machismo estructural, quien resultó “extremadamente ofendida”
por su celo. Me recordaron a la amante de los animales que viajó a Pamplona a
proteger a los toros en un San Fermín y murió a consecuencia de una cornada. Es
una buena intención que termina por arruinarse a sí misma y, en el camino, causar
daño al objetivo que dice defender.
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