La cosa más rara del mundo
es pasar por la calle Rumichaca y ver a una mujer idéntica a Simone de Beauvoir
en la esquina con Huancavilca.
Me la quedé mirando,
mientras viraba por esa esquina.
- “¿Simone?”, le espeté.
- “Sí”. –me miró
extrañada-. “¿Tienes agua de coco?”
- “Curiosamente, sí. Con
pedacitos de fruta. Riquísimo”.
La oferta la trepó en el
carro deuán. Yo no podía dar crédito
a que esta señora, idéntica a Simone de Beauvoir, estaba subida en mi carro con
una oferta tan prosaica: de alguna manera, era como haberse revoleado a una
abuelita. Una sensación marca Polito Baquerizo.
La miré mientras esta
señora sorbía del vaso con una fruición rayana en la desesperación, parecía
poseída por el coco: lo sorbió todo, hasta hacer los ruiditos con el hielo. Me
aclaró: “Vengo del restorán peruano. Me clavé un ceviche de a siete y me comí
el ají rocoto pensando que era un pimiento”.
Ahora entendí porque
andaba roja, sudada, como serrano cocinado al vapor. Lo que no entendí fue lo
siguiente:
- “Por favor, ¿puedes
cambiar la estación? Ponte música, sivuplé”.
No lo entendí porque
estaba escuchando un partido del mundial. Pensé que quería que cambie la
emisora (era Diblú) por otra, comprensible dada la calamitosa narración, pero
el símil de la Beauvoir no quería saber del mundial.
- “Estoy escuchando el
partido”, le repliqué. Y ahí se mandó:
- “Ah, claro. Un hombre
escuchando un juego únicamente de hombres”.
No esperaba esa. Retruqué:
- “En el nombre de la
sororidad, dime los nombres de tres mujeres futbolistas”
- “Mia Hamm… Marta, la
brasileña. Y… la arquera, Solo”.
- “¿Han Solo?”
- “No. Otra.”
- “Ah. Es que está jodido recordar
tres nombres y no creo que seas la única. Yo, para escribir este divague, tuve
que buscarlos en Internet, por ejemplo. Pero con los jugadores hombres es
distinto: te podría mencionar nombres de futbolistas por horas. Y asociarlos
con varios episodios de mi vida: recuerdos de mi niñez, los estadios, victorias
y derrotas, un mundo de emociones. Es distinto con el fútbol femenino.
Simplemente no tengo ninguna emoción asociada al mismo, como no sea el zapping”.
Esta alocución pareció
incomodar al símil de la Beauvoir. Me animé a preguntarle, aunque sabía que
estaba muerta: “¿Eres tú Simone de Beauvoir? ¿La francesa, la pareja del
tuerto?”
Abrió su cartera y me
entregó una cédula de identidad en francés, emitida el año 1977. La señora de
la foto era exacta a ella. Allí se leía “Simone de Beauvoir, París, 9 de enero
de 1908”.
- “¿Satisfecho?”
- “No soy experto en
cédulas de identidad francesas de los años 70, pero parece legítima. Y tú
tendrías 110 años”.
- “Así es”
- “Pues no los
representas”.
- “Así es. Aquí me bajo”,
me dijo bruscamente, cuando pasábamos frente a la puerta principal del Mercado
de las Cuatro Manzanas. Había acabado con el coco, hasta los hielitos. Se
limpió la boca con la manga de la camisa, y me dijo: “Voy a buscar unos libros
viejos. Los otros días, encontré una edición del Orígenes Cuencanos de Maximiliano Borrero. A dos dolaritos”.
- “Bien ahí. Suerte, Simone”
- “Orrevuá”. Y se botó del carro.
Me quedé con la narración
de Diblú, en un partido a cargo de un tipo que acentuaba la letra a al final de
sus frases, así que para él no era “golero”, sino “goleroaá”. Cambié de
emisora.
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