25 de septiembre de 2018

Diblú en el mundial


La cosa más rara del mundo es pasar por la calle Rumichaca y ver a una mujer idéntica a Simone de Beauvoir en la esquina con Huancavilca.

Me la quedé mirando, mientras viraba por esa esquina.

- “¿Simone?”, le espeté.
- “Sí”. –me miró extrañada-. “¿Tienes agua de coco?”
- “Curiosamente, sí. Con pedacitos de fruta. Riquísimo”.

La oferta la trepó en el carro deuán. Yo no podía dar crédito a que esta señora, idéntica a Simone de Beauvoir, estaba subida en mi carro con una oferta tan prosaica: de alguna manera, era como haberse revoleado a una abuelita. Una sensación marca Polito Baquerizo.

La miré mientras esta señora sorbía del vaso con una fruición rayana en la desesperación, parecía poseída por el coco: lo sorbió todo, hasta hacer los ruiditos con el hielo. Me aclaró: “Vengo del restorán peruano. Me clavé un ceviche de a siete y me comí el ají rocoto pensando que era un pimiento”.

Ahora entendí porque andaba roja, sudada, como serrano cocinado al vapor. Lo que no entendí fue lo siguiente:

- “Por favor, ¿puedes cambiar la estación? Ponte música, sivuplé”.

No lo entendí porque estaba escuchando un partido del mundial. Pensé que quería que cambie la emisora (era Diblú) por otra, comprensible dada la calamitosa narración, pero el símil de la Beauvoir no quería saber del mundial.

- “Estoy escuchando el partido”, le repliqué. Y ahí se mandó:
- “Ah, claro. Un hombre escuchando un juego únicamente de hombres”.

No esperaba esa. Retruqué:

- “En el nombre de la sororidad, dime los nombres de tres mujeres futbolistas”
- “Mia Hamm… Marta, la brasileña. Y… la arquera, Solo”.
- “¿Han Solo?”
- “No. Otra.”
- “Ah. Es que está jodido recordar tres nombres y no creo que seas la única. Yo, para escribir este divague, tuve que buscarlos en Internet, por ejemplo. Pero con los jugadores hombres es distinto: te podría mencionar nombres de futbolistas por horas. Y asociarlos con varios episodios de mi vida: recuerdos de mi niñez, los estadios, victorias y derrotas, un mundo de emociones. Es distinto con el fútbol femenino. Simplemente no tengo ninguna emoción asociada al mismo, como no sea el zapping”.

Esta alocución pareció incomodar al símil de la Beauvoir. Me animé a preguntarle, aunque sabía que estaba muerta: “¿Eres tú Simone de Beauvoir? ¿La francesa, la pareja del tuerto?”

Abrió su cartera y me entregó una cédula de identidad en francés, emitida el año 1977. La señora de la foto era exacta a ella. Allí se leía “Simone de Beauvoir, París, 9 de enero de 1908”.

- “¿Satisfecho?”
- “No soy experto en cédulas de identidad francesas de los años 70, pero parece legítima. Y tú tendrías 110 años”.
- “Así es”
- “Pues no los representas”.
- “Así es. Aquí me bajo”, me dijo bruscamente, cuando pasábamos frente a la puerta principal del Mercado de las Cuatro Manzanas. Había acabado con el coco, hasta los hielitos. Se limpió la boca con la manga de la camisa, y me dijo: “Voy a buscar unos libros viejos. Los otros días, encontré una edición del Orígenes Cuencanos de Maximiliano Borrero. A dos dolaritos”.
- “Bien ahí. Suerte, Simone”
- “Orrevuá”. Y se botó del carro.

Me quedé con la narración de Diblú, en un partido a cargo de un tipo que acentuaba la letra a al final de sus frases, así que para él no era “golero”, sino “goleroaá”. Cambié de emisora.

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