Una corriente de historiadores
ecuatorianos (digamos, los “patrioteros”)
afirma que el 10 de agosto de 1809 fue una “máscara”, que las alabanzas al Rey
de España Fernando VII, “su señor natural”,
escondían un deseo de los quiteños de independizarse del Reino de España. Es
decir, el patrioterismo ha orillado a
estos historiadores a convertir a sus héroes en canallas, que primero le dicen
a alguien que lo quieren, para luego clavarle un puñal. Tal es su teoría.
Yo disiento de esta
teoría, entre otras cosas, porque creo que las personas involucradas en el 10
de agosto de 1809 fueron realmente unos idealistas que lucharon para defender a
su Rey del ataque de los franceses y aprovecharon las herramientas que tenían
disponibles en esa época (en ciencia política y por la historia reciente) para
justificar su deseo de obtener una mayor autonomía para administrar su
territorio. Si comparamos esta teoría con la de los patrioteros, en mi caso las dos ideas (la defensa del Rey y la autonomía
administrativa) evolucionan paralelas, pero en la de los patrioteros una idea se contradice con la otra. La idea que
propongo tiene la clara ventaja de no convertir a los gestores del 10 de agosto
de 1809 en unos hipócritas de alto vuelo. En el peor de los casos, mi teoría
los convierte en unos ingenuos.
Eso sí, la otra diferencia
sustancial entre mi idea y la del personal patriotero,
es que mi versión del 10 de agosto de 1809 prescinde totalmente del ideal de independencia
del Reino de España: eso nunca estuvo en las proclamas, declaraciones y
opiniones surgidas del golpe administrativo del 10 de agosto de 1809, ni las
que hubo en los días que duró el nuevo orden hasta devolverle el poder a quien
se lo habían usurpado, el Conde Ruiz de Castilla, el 24 de octubre. Si acaso, la
independencia de España fue una aspiración marginal de alguno de ellos, pero su
supuesta relevancia es una atribución posterior, obra de la corriente patriotera de nuestra historia (que
comete aquí la clásica falacia post hoc, ergo propter hoc).
El 10 de agosto de 1809 fue,
entonces, no un intento de independizarse del Reino de España, sino un intento
de romper las sujeciones administrativas de la provincia de Quito dentro del
Reino de España: un intento de reacomodo, que era a su vez un intento de reverdecer los laureles de la vieja Quito,
en un contexto de continuos recortes que había sufrido su jurisdicción desde el
último cuarto del siglo XVIII. Lo ha explicado de forma clara y sucinta,
Federica Morelli, en un artículo titulado “Las declaraciones de independencia en Ecuador: de una Audiencia a múltiples Estados”:
“El
principal objetivo de la junta quiteña de 1809 no fue, por lo tanto, la
independencia de España sino la reconstitución de un territorio que había
sufrido una desarticulación mucho antes de la crisis de 1808. Las reformas de
los Borbones habían, en efecto, dividido a la Audiencia en numerosos gobiernos
y diócesis que raramente coincidían con los distritos judiciales, mas también y
sobre todo en la división de la estructura económica, con sus tendencias regionales
no solo divergentes sino a menudo antagonistas y en competencia mutua. Ella
sufrió numerosos recortes jurisdiccionales: en 1779 la creación de un nuevo
obispado en Cuenca privó a la jurisdicción eclesiástica de Quito de su dominio
sobre Guayaquil, Portoviejo, Loja, Zaruma y Alausí; el paso en 1793 de
Esmeraldas, Tumaco y La Tola (en la costa septentrional) bajo la jurisdicción
de Popayán por orden del virrey de Nueva Granada; la creación en 1802, mediante
Cédula Real, de una nueva diócesis y de un gobierno militar en Mainas,
directamente dependientes de España; y finalmente, la anexión al virreinato del
Perú en 1803 del gobierno de Guayaquil, que escapaba así a las jurisdicciones
de Quito y de Santa Fe, impuesta por una nueva Cédula Real.
Así pues,
los recortes jurisdiccionales y la crisis económica –causada por estancamiento
de la industria minera de Potosí y por las mismas reformas borbónicas que
determinaron la crisis de la producción textil de la sierra- provocaron una
profunda desarticulación de la Audiencia, que durante toda la época colonial se
había estructurado alrededor de la capital. Es, pues, ese papel central de la
ciudad lo que los miembros de la Junta de 1809 aspiraban a restablecer, a fin
de evitar que la Audiencia pasara progresivamente bajo la influencia de Lima y
Santa Fe. Fue ese el objetivo que la crisis de 1808, al darles la oportunidad
de constituir un gobierno autónomo tanto de la madre patria como de los dos
virreyes, les dio la ocasión de alcanzar.”*
El 10 de agosto no fue
obra de canallas que trampearon a su Rey para independizarse del Reino. Fue
obra de idealistas que buscaron reconstituir el mermado territorio de Quito,
desarticulado por las reformas borbónicas, pero que fracasaron escandalosamente
en el intento.
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