A García Moreno no le
gustaban los toros. A él se debió un cambio en la que se conoce hoy como La Plaza de la Independencia*, que se lo conserva hasta ahora:
le puso césped y plantó árboles. El propósito de este cambio era evitar que se
juegue a los toros en la plaza.
Porque la Plaza de toros, como espacio, fue un
invento moderno (a Quito llegó en 1917, con la Plaza de toros Belmonte). Lo habitual era jugar a los toros en la
plaza del pueblo. En Quito, esa plaza era entonces la Plaza Mayor, pero después de las reformas de García Moreno, los
toros se pasaron a jugar en la plaza San
Francisco.
Todo esto lo cuenta el
primer embajador que envió el Gobierno de los Estados Unidos de América al
Ecuador, Friedrich Hassaurek. Después de su misión diplomática desempeñada
entre los años 1861 y 1865, Hassaurek publicó en 1867 un libro que es una joya
para comprender el Ecuador en el primer período garciano: ‘Four years among the Ecuadorians’ (‘Cuatro años entre los
ecuatorianos’). Allí Hassaurek cuenta sobre las corridas de toros, las peleas
de gallos y otras barbaridades. O las que él vio como barbaridades.
Porque el embajador
Hassaurek fue un severo crítico con la sociedad que le tocó conocer. Fue
particularmente duro con Quito, con sus mujeres, su higiene y sus costumbres comerciales. Y
dice que, en su época, los toros eran “[l]a primera y más popular de todas las
diversiones”. Y que era entre los días de Navidad y de Año Nuevo, es decir, por
estos días pero en el siglo XIX, que empezaba una fiesta colectiva.
En ella, todos los
espacios están…
“… llenos
de gente: blancos, indios, cholos, zambos, mulatos, negros, hombres, mujeres y
niños. Es la vista más pintoresca. Hombres en chaquetas, ponchos y sombreros de
todo estilo y color; mujeres que llevan sus chales y rebozos de toda posible
variedad; las diferentes contexturas del pueblo, el lujo y el esplendor de las
ventanas y los balcones; los jóvenes caballeros que pasean elegantemente de un
lado a otro de la plaza; los soldados en sus uniformes de domingo mezclándose
con gente inferior; los niños que silban y los perros que ladran al toro que se
aproxima; las banderas flamean en los techos y las ventanas; una banda de
instrumentos de viento que lanzan sonidos terribles; cohetes y torpedos que
explotan aquí y allá; y el toro que corre y corre mientras la multitud escapa
en estampida y lanza gritos de miedo; todo esto presenta una visión grotesca y
fascinante al ojo del extranjero” (p. 174).
Era una fiesta distinta a
la del “héroe” único que enfrenta al toro. Acá todos participan, y si bien se
maltrata al animal, el objetivo del juego no es matarlo. De hecho, era bastante
más usual que mueran personas embestidas por él, lo que mereció esta asombrosa
observación de Hassaurek: “Un día de toros sería poco divertido sin que haya
habido personas heridas e incluso muertes. Mientras más accidentes hayan
ocurrido en el día anterior, más serán los espectadores al día siguiente.” (p.
175)
La fiesta en La Plaza Mayor, frente al Palacio de
Carondelet, se llevaba así:
“Los
bordes de la plaza están cercados con barricadas para prevenir el escape de las
bestias furiosas a alguna de las calles vecinas. En una de estas calles se
levanta un cerramiento temporal dentro del cual se mantiene a los toros durante
los tres días que suele durar el festival. Tan pronto como comienza la corrida,
se suelta un toro y así empieza la fiesta. Hombres y jóvenes, la mayoría de los
cuales está en un estado muy avanzado de embriaguez, tientan al toro
desplegando sus ponchos, sus abrigos, sus sombreros y sus ropas en general;
también arrojan al animal lanzas de madera, piedras e incluso le halan la cola.
Los espectadores de abajo acompañan con silbidos y chillidos, con el propósito
de enfadar aún más al animal. Si el toro arremete, todos huyen; los toreros más
experimentados se lanzan a un lado y arrojan su poncho al animal. Yo he podido
presenciar algunos escapes afortunados de los toreros. Si el animal continúa
quieto, los toreos se aproximarán nuevamente. A veces le suelen presentar al
animal espantapájaros y cuando este los derrumba la gente se regocija mucho. El
objeto de los que alardean de ser buenos toreadores es incitar al toro a que
arremeta contra ellos, ganándose el aplauso de los espectadores cuando logran
desviar la embestida. En cierta ocasión vi a un negro realizar maravillosas
maniobras de agilidad, consiguiendo al final que más bien el toro quede
extenuado. Sin embargo, suelen ser pocos los buenos toreros. La multitud enoja
al toro pero corre tan pronto como le ve lanzar una mirada amenazante. A pesar
de todo ocurren accidentes de gravedad. Un toro bravo tumbará a unos pocos que
sean demasiado lentos o que estén demasiado borrachos como para escapar a
tiempo. Pero esto es parte imprescindible de estas festividades y hace que sea
más interesante y excitante a los ojos de la multitud” (pp. 175-176).
Bárbaro, sí, pero parece entretenido.
* Un
nombre que, como se lo demuestra en este enlace, es una vulgar farsa.
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