29 de diciembre de 2019

Los toros en Quito (hacia 1860)


A García Moreno no le gustaban los toros. A él se debió un cambio en la que se conoce hoy como La Plaza de la Independencia*, que se lo conserva hasta ahora: le puso césped y plantó árboles. El propósito de este cambio era evitar que se juegue a los toros en la plaza.

Porque la Plaza de toros, como espacio, fue un invento moderno (a Quito llegó en 1917, con la Plaza de toros Belmonte). Lo habitual era jugar a los toros en la plaza del pueblo. En Quito, esa plaza era entonces la Plaza Mayor, pero después de las reformas de García Moreno, los toros se pasaron a jugar en la plaza San Francisco.

Todo esto lo cuenta el primer embajador que envió el Gobierno de los Estados Unidos de América al Ecuador, Friedrich Hassaurek. Después de su misión diplomática desempeñada entre los años 1861 y 1865, Hassaurek publicó en 1867 un libro que es una joya para comprender el Ecuador en el primer período garciano: ‘Four years among the Ecuadorians’ (‘Cuatro años entre los ecuatorianos’). Allí Hassaurek cuenta sobre las corridas de toros, las peleas de gallos y otras barbaridades. O las que él vio como barbaridades.

Porque el embajador Hassaurek fue un severo crítico con la sociedad que le tocó conocer. Fue particularmente duro con Quito, con sus mujeres, su higiene y sus costumbres comerciales. Y dice que, en su época, los toros eran “[l]a primera y más popular de todas las diversiones”. Y que era entre los días de Navidad y de Año Nuevo, es decir, por estos días pero en el siglo XIX, que empezaba una fiesta colectiva.

En ella, todos los espacios están…

“… llenos de gente: blancos, indios, cholos, zambos, mulatos, negros, hombres, mujeres y niños. Es la vista más pintoresca. Hombres en chaquetas, ponchos y sombreros de todo estilo y color; mujeres que llevan sus chales y rebozos de toda posible variedad; las diferentes contexturas del pueblo, el lujo y el esplendor de las ventanas y los balcones; los jóvenes caballeros que pasean elegantemente de un lado a otro de la plaza; los soldados en sus uniformes de domingo mezclándose con gente inferior; los niños que silban y los perros que ladran al toro que se aproxima; las banderas flamean en los techos y las ventanas; una banda de instrumentos de viento que lanzan sonidos terribles; cohetes y torpedos que explotan aquí y allá; y el toro que corre y corre mientras la multitud escapa en estampida y lanza gritos de miedo; todo esto presenta una visión grotesca y fascinante al ojo del extranjero” (p. 174).

Era una fiesta distinta a la del “héroe” único que enfrenta al toro. Acá todos participan, y si bien se maltrata al animal, el objetivo del juego no es matarlo. De hecho, era bastante más usual que mueran personas embestidas por él, lo que mereció esta asombrosa observación de Hassaurek: “Un día de toros sería poco divertido sin que haya habido personas heridas e incluso muertes. Mientras más accidentes hayan ocurrido en el día anterior, más serán los espectadores al día siguiente.” (p. 175)

La fiesta en La Plaza Mayor, frente al Palacio de Carondelet, se llevaba así:

“Los bordes de la plaza están cercados con barricadas para prevenir el escape de las bestias furiosas a alguna de las calles vecinas. En una de estas calles se levanta un cerramiento temporal dentro del cual se mantiene a los toros durante los tres días que suele durar el festival. Tan pronto como comienza la corrida, se suelta un toro y así empieza la fiesta. Hombres y jóvenes, la mayoría de los cuales está en un estado muy avanzado de embriaguez, tientan al toro desplegando sus ponchos, sus abrigos, sus sombreros y sus ropas en general; también arrojan al animal lanzas de madera, piedras e incluso le halan la cola. Los espectadores de abajo acompañan con silbidos y chillidos, con el propósito de enfadar aún más al animal. Si el toro arremete, todos huyen; los toreros más experimentados se lanzan a un lado y arrojan su poncho al animal. Yo he podido presenciar algunos escapes afortunados de los toreros. Si el animal continúa quieto, los toreos se aproximarán nuevamente. A veces le suelen presentar al animal espantapájaros y cuando este los derrumba la gente se regocija mucho. El objeto de los que alardean de ser buenos toreadores es incitar al toro a que arremeta contra ellos, ganándose el aplauso de los espectadores cuando logran desviar la embestida. En cierta ocasión vi a un negro realizar maravillosas maniobras de agilidad, consiguiendo al final que más bien el toro quede extenuado. Sin embargo, suelen ser pocos los buenos toreros. La multitud enoja al toro pero corre tan pronto como le ve lanzar una mirada amenazante. A pesar de todo ocurren accidentes de gravedad. Un toro bravo tumbará a unos pocos que sean demasiado lentos o que estén demasiado borrachos como para escapar a tiempo. Pero esto es parte imprescindible de estas festividades y hace que sea más interesante y excitante a los ojos de la multitud” (pp. 175-176).    

Bárbaro, sí, pero parece entretenido.

* Un nombre que, como se lo demuestra en este enlace, es una vulgar farsa.

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