‘Por una
especie de fatalidad hasta los hombres buenos y mejor intencionados, cuando venían
a Quito investidos de autoridad, se dañaban’, reconoce el historiador quiteño Federico González Suárez. Y luego señala una de las razones para que esto haya ocurrido: ‘la enorme distancia a que se encontraban de
la Corte y la tardía administración de justicia por parte del soberano, cuyas
resoluciones se dictaban al cabo de años de cometido el delito, les daban cierta
impunidad, muy perjudicial para la moral y las buenas costumbres’. Y la impunidad
sigue siendo.
Insaciable en su crítica, la ácida pluma de González
Suárez demuele a sus propios paisanos: ‘la adulación
servil, la rastrera lisonja y el disimulo interesado no tardaban en hacer
comprender a los Presidentes que vivían en un país, donde, sin obstáculo alguno,
podían dar rienda suelta a sus malas pasiones’*.
González Suárez hablaba del Quito del
Presidente Morga, quien gobernó a principios del siglo XVII, pero resulta tan actual
en su descripción de la ciudad y sus modos burocráticos, que es muestra de que Quito
ha cambiado muy poco desde el 1.600. Si acaso, para peor.
* Todas
las citas corresponden a ‘Escritos de González
Suarez, Vol. IV’, pp. 214-5, publicado por el Banco Central del Ecuador en
la Colección de Autores Ecuatorianos el año 1.995, en Quito, y cuya introducción
y selección de textos fue hecha por Carlos de la Torre Reyes. Hago constar que
esta idea de ‘hombres buenos’, dañados
por los pérfidos aires, incluye a María Paula Romo.
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