Cuando murió el latacungueño Belisario Quevedo
el 11 de noviembre de 1921, se fue ‘un
escritor que no alucinó con falsas grandezas y que gustó de decir a sus
compatriotas lo que él creía conveniente para la generalidad’. Esas fueron
las palabras de su ‘fiel amigo, heredero
y editor de sus escritos póstumos’, Roberto Páez, en el epílogo en el que
recogió los escritos de Quevedo*.
Entre las cosas que él creyó ‘conveniente para la generalidad’,
Quevedo escribió unas ‘Notas sobre el carácter
del pueblo ecuatoriano’, políticamente incorrectas, pero de una asombrosa
actualidad. Estas ‘notas’ empiezan
así, sin anestesia:
‘Junto
con el autoritarismo político y el fanatismo religioso, hemos recibido con la
sangre española el dogmatismo pedagógico’, para agregar enseguida que ‘[l]os
defectos tradicionales de la voluntad española, agravados por el trastorno del
descubrimiento de América, que encendió las imaginaciones y debilitó las
voluntades, no han hecho más que aumentar al contacto con la sangre india, acostumbrada
a la esclavitud incásica, confirmada durante el coloniaje’.
Y de esta infeliz conjunción, se suceden, en
opinión de Belisario Quevedo:
‘Ligereza, movilidad, horror a los grandes
esfuerzos, sobre todo a los esfuerzos continuados y monótonos; propensión a una
pereza agitada que hace más ruido que trabajo; preferencia de un trabajo
violento de poca duración a un trabajo reposado y duradero, tomado en dosis
proporcionadas; abandono de los negocios para última hora, contando siempre con
el azar y la suerte por no querer o no poder prever las contingencias más
inevitables, tales son los rasgos más salientes de nuestro carácter’.
Así ya no hay sociedad ecuatoriana posible, pero
es que Belisario recién empieza.
En materia política, Belisario Quevedo nos
sitúa en una etapa muy primitiva: ‘Los
ecuatorianos sentimos una innata necesidad de tutela gubernativa, generada por
nuestra incapacidad para gobernarnos. A este respecto estamos todavía en los
tiempos heroicos de Grecia y Roma; estamos en los tiempos primitivos en los
que, como dice Montesquieu, son los individuos los que forman al Estado y no el
Estado el que forma a los individuos. Sentimos la necesidad de un caudillo, de
un salvador, de un héroe…’. Y concluye: ‘En el Ecuador estamos todavía en la época en que un nombre resume toda
la labor social; la historia ecuatoriana es la historia de Flores, de García
Moreno y de Alfaro. Estos nombres significan épocas históricas, tanto como
Hércules, Teseo o Rómulo; épocas históricas, en las cuales la masa social es o
pesa como si fuera nada’. A esos nombres debe sumársele, mírese la
actualidad, el nombre de Correa.
En la política ecuatoriana, describió Belisario
Quevedo un panorama desolador: ‘abogados
sin pleitos, médicos sin clientes, estudiantes fracasados, comerciantes
quebrados, militares separados, periodistas sin subvención, políticos sin
función, no sueñan sino en derrocar al gobierno para formar otro, cuyo presupuesto
invadirían, cuyas tropelías aplaudirían, cuyos crímenes justificarían, después
de haber transformado el gobierno a nombre de la honradez y de la libertad’. Y es este panorama, también, de asombrosa actualidad, pues retrata muy bien
al des-Gobierno actual, sus operarios y sus problemas.
Y el problema de fondo, dice Belisario ya en
plan lapidario, es la pésima concepción que el ecuatoriano tiene de la libertad:
‘En ciertos respectos podemos nosotros los
ecuatorianos aparecer dotados de poderosa individualidad al presentarnos
indisciplinados y rebeldes; pero una voluntad verdaderamente enérgica no
excluye la obediencia a la regla, que, al contrario exige el dominio de sí
mismo; por otra parte, indisciplina, movilidad, facilidad en el olvido de las
reglas, dificultad para ofrecer una obediencia sostenida y paciente, hábito de
contar con el apoyo ajeno, de confiar siempre en otro, de descargar sobre otro
la propia responsabilidad, todo esto no constituye un valor positivo, fundado
en la fuerza y en el valor personales; esta es más bien una personalidad
negativa por falta de voluntad e imperio sobre sí mismo, como también por falta
de unión con los demás’.
Y sobre esta base de deleznable arena, es
imposible construir nada que dure. Llevamos 190 años comprobándolo.
Muerto en su ciudad natal, el buen Quevedo la
quedó joven, de apenas 38 años. Pensó a su país con honestidad brutal, pues
como lo advirtió Roberto Páez en el epílogo ya citado, ‘[l]a característica esencial
de su pensamiento fue la franqueza. Ninguno de los que tuvieron el gusto de
tratar con él podrá olvidar que nunca se negó a decir con claridad lo que
juzgaba acerca de los hombres y de los negocios públicos’. Las citas de su
artículo sobre el carácter de los ecuatorianos, tan lapidarias contra la
ecuatorianidad, dan de ello sobrado testimonio.
* ‘Notas
sobre el carácter del pueblo ecuatoriano’, en: ‘Juristas y sociólogos’, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, Editorial J.
M. Cajica Jr., Puebla, 1960, pp. 605-615. Las referencias al epílogo de Páez
aparecen en el prólogo a las obras de Quevedo constante en este volumen de la
BEM, firmado por ‘la Secretaría General’.
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