Publicado en diario Expreso el viernes 31 de mayo de 2024.
Lo único seguro cuando se discutió el nombre del nuevo Estado surgido en Sudamérica el año 1830 era que no se iba a llamar Quito. A diferencia de las ciudades de otros Estados de América latina, como México, Guatemala o Panamá, que ostentan el nombre de su capital, Quito no estaba en capacidad de ese prodigio.
La reunión de las antiguas provincias españolas de Cuenca, Guayaquil y Quito se la hizo en pie de igualdad, mal podía entonces una provincia imponer su nombre a las otras. Esto lo explicó muy bien el diputado José Joaquín Olmedo, en el Congreso Constituyente celebrado en Riobamba entre agosto y septiembre de 1830, cuando indicó “la diferencia que había entre provincias que están sujetas á una autoridad, y que unidas forman un cuerpo político, y entre otras secciones que por circunstancias improvisas quedan en una independencia accidental”.
Esa “independencia accidental” garantizaba que ninguna provincia se podía imponer a las otras. Esto, en la práctica, perjudicó a Quito, porque como lo evidencia la correspondencia cruzada entre el Vicepresidente Francisco de Paula Santander y su Secretario del Interior José Manuel Restrepo, en los tiempos en que el Distrito del Sur perteneció a una Colombia que ellos gobernaban: “Cuenca y Guayaquil no se ligan con los quiteños”. La consecuencia obvia de esa desavenencia era que el nuevo Estado no se iba a llamar Quito.
El reemplazo del nombre Quito fue el nombre Ecuador, que es un nombre inventado por un venezolano exaltado, el Libertador Simón Bolívar. Un nombre ajeno a la historia del territorio, sin ninguna capacidad distintiva pues la línea del ecuador atraviesa muchos otros países del mundo (siete de África, dos americanos, dos asiáticos y uno de Oceanía). Para el sociólogo Manuel Espinoza, el nombre Ecuador era “exótico e insólito a nuestra realidad cultural y por tanto sumamente artificioso ya que surge a espaldas de la realidad histórica y como una identificación geográfica hecha por extranjeros a una circunscripción histórica-territorial que tenía nombre propio desde ante de la colonia: Quito”.
Ecuador fue el nombre fruto de una “identificación geográfica hecha por extranjeros” que les recordó a los nacientes ecuatorianos un episodio feliz de su historia, cuando su territorio brilló para el mundo.
Porque a los integrantes del Congreso Constituyente de 1830, el término Ecuador les debió recordar aquel acontecimiento feliz en la historia de su tan misérrimo como periférico territorio, como lo fue la visita de una misión científica de los académicos franceses, entre 1735 y 1744, para medir la distancia equivalente a un grado de latitud en el ecuador terrestre. Negado el nombre Quito, les resultó a ellos un fácil expediente escoger como nombre a una abstracción, que era el mérito de otros, mejores y civilizados: los franceses.
En definitiva, como puntualizó la historiadora Ana Buriano en su artículo para un libro recopilatorio titulado ‘Crear la nación. Los nombres de los países de América Latina’, aquel año 1830 nació “un nuevo y débil Estado bajo un nombre común, caracterizado como una ‘tregua semántica’ para evitar que, siquiera en ese plano, Quito tuviera primacía jerárquica sobre las demás”.
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