La Asamblea Constituyente es la histórica oportunidad para los ciudadanos de implementar las necesarias reformas que acerquen el Estado a nosotros y nos permitan exigirles a sus autoridades el cumplimiento de sus obligaciones, con el evidente propósito de fortalecer, sea dicho con las precisas palabras del jurista argentino Roberto Gargarella, “nuestra autonomía individual y nuestro autogobierno colectivo”.
En esta columna ofrezco tres ideas útiles para este propósito, que se relacionan con reformas al Título IV de la actual Constitución, denominado ‘De la Participación Democrática’: las dos primeras se refieren a reformas a las instituciones de la consulta popular y de la revocatoria del mandato y la última a la implementación constitucional de la institución del cabildo abierto. Dicho sea en breve:
1) Sobre la consulta popular sugiero, primero, que se diferencie entre plebiscito (consulta popular sobre asuntos de reforma política) y referéndum (la consulta popular sobre asuntos de reforma jurídica); segundo, que se precisen en el texto de la nueva Constitución las facultades del presidente de la república, de los órganos seccionales y de los ciudadanos para convocar a la consulta popular; tercero, que se refiera de manera detallada a la facultad de los ciudadanos de convocar tanto a plebiscito como a referéndum, ambos tanto a nivel nacional como seccional y que se disminuyan los porcentajes de representación de los ciudadanos que permitan convocar la consulta, para facilitar su ejercicio.
2) Sobre la revocatoria del mandato, sugiero, primero, que se amplíe su ejercicio a todas las personas elegidas por voluntad popular (desde miembros de Junta Parroquial hasta presidente de la república) y, segundo, que se establezcan mecanismos de sanción (como la inhabilitación de participación en elecciones futuras) para todos aquellos a quienes se les revoque el mandato.
3) Sobre el cabildo abierto, sugiero su implementación en términos en que se constituya como una reunión pública de los ciudadanos de un territorio que corresponda a un órgano seccional para que discutan de manera directa en su seno los asuntos que son de interés para su respectiva comunidad. El único requisito previo sería el envío a la secretaría del órgano seccional de una solicitud que la avale un porcentaje mínimo de ciudadanos (en Colombia, por ejemplo, es el 0,05% de los empadronados en el respectivo territorio); el asunto que se proponga entonces en la solicitud se discute en audiencia pública en el órgano seccional, y éste, dentro de un plazo razonable (en la siguiente sesión del órgano seccional, por ejemplo) debe responder de manera escrita, precisa y razonada sobre la solicitud que se discutió.
Estas sugerencias merecen pulirse, por supuesto, y discutirse de una manera crítica, lúcida y prolija. Yo recordé en una columna anterior ‘Las Galeras’, (del 30 de junio del 2007), que escribí en relación con las políticas del gobierno local de Guayaquil, la distinción de John Locke en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, de 1690, entre el poder del padre sobre los hijos, el poder del capitán de una galera sobre los remeros (la forma de esclavitud habitual de esa época) y el poder del gobierno civil. Él sostuvo que el primero descansa en una cuestión generacional (ex natura), el segundo en el derecho de castigar (ex delicto) y el tercero en el consenso (ex contractu). Las reformas que sugiero y su adecuado ejercicio por parte de una ciudadanía participativa y crítica hará el tránsito de la actual ciudadanía obediente (como en las galeras) a una ciudadanía de gobierno civil, que proponga y consensue, como único mecanismo legítimo y efectivo para la creación de una sociedad más justa, igualitaria e inclusiva.
25 de agosto de 2007
18 de agosto de 2007
El derecho de reunión
El 14 de agosto del 2006 un número reducido de
personas de la urbanización La Floresta protestaba de manera pacífica; la
Policía Nacional no omitió los “errores de procedimiento de un oficial” (como
lo reconoció en rueda de prensa el propio Jefe del Comando Guayas) para
reprimirlos y detener de manera arbitraria a cinco personas (dos periodistas y
tres ciudadanos). El 14 de agosto del 2007 dos de esos ciudadanos y otras
personas de la urbanización pretendieron realizar una jornada para conmemorar
esos hechos, que merecen el calificativo de oprobiosos. El trámite que se
siguió ante el Municipio de Guayaquil para obtener el permiso necesario para
realizar esa conmemoración no merece uno muy distinto.
El derecho de reunión lo reconoce y garantiza la
Constitución en el artículo 23 numeral 19 y su única regulación para ejercerlo
es su realización “con fines pacíficos”. El artículo 15 de la Convención Americana
sobre Derechos Humanos lo reconoce en términos análogos, le añade “sin
armas” y enfatiza que su ejercicio “solo puede estar sujeto a las restricciones
previstas por la ley, que sean necesarias en una sociedad democrática, en
interés de la seguridad nacional, de la seguridad o el orden públicos, o para
proteger la salud o la moral públicas o los derechos y libertades de los
demás”.
Una ley que regule el ejercicio del derecho de
reunión no existe en Ecuador. Pero tenemos, eso sí, para el caso de Guayaquil,
el pésimo sucedáneo de la Ordenanza de Uso del Espacio y Vía Pública cuyos
artículos 105 y 107 establecen la amplísima discrecionalidad del Concejo y del
Alcalde para conceder los permisos para desfilar y ocupar de manera ocasional
la vía pública. Su artículo 113 obliga a que si se rechaza la solicitud de
permiso se la devuelva con el sello de “negada”. La arbitrariedad de los
funcionarios del Departamento de Uso del Espacio y Vía Pública contrarió, en el
caso, esta última redacción: se entregó una solicitud pero su respuesta negativa
se la obtuvo solo de manera verbal porque, según ellos, se trataba de un mero
“trámite interno”. Por supuesto, la discrecionalidad de la ordenanza habilita
cualquier excusa. En el caso concreto, la excusa verbal que les negó el permiso
fue el expendio de unas viandas de comida que los funcionarios suponían que
ensuciarían el parque.
El derecho de reunión, sin embargo, debe
interpretarse de manera distinta. Por razones de espacio citaré solo las
consideraciones que formuló la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, vía
su Relatoría para la Libertad de Expresión, la que en su Informe del año 2005
consideró el derecho de reunión como “un interés social imperativo, lo que deja
al Estado un marco aún más ceñido para justificar una limitación a este derecho”
y, en específica relación con la notificación previa a una autoridad para
ejercerlo, señaló que esta notificación “no debe transformarse en la exigencia
de un permiso previo otorgado por un agente con facultades ilimitadamente
discrecionales” porque “las limitaciones a las manifestaciones públicas solo
pueden tener por objeto evitar amenazas serias e inminentes, no bastando un
peligro eventual”. Supongo que coincidirán conmigo en que unas simples viandas
de comida no pueden cumplir con estos atroces atributos.
La creación de una ley que regule el derecho de
reunión y la modificación de la discrecionalidad de esta ordenanza del
Municipio de Guayaquil son tareas urgentes para garantizar de manera adecuada
el ejercicio de este derecho. Y deben realizarse porque son estos, entre otros,
los lógicos requerimientos de una sociedad que merezca llamarse “democrática”.
11 de agosto de 2007
Razones para la eutanasia
El Diccionario de la Real Academia Española define eutanasia como la “acción u omisión que, para evitar sufrimientos a los pacientes desahuciados, acelera su muerte con su consentimiento o sin él” y desahuciar que, en su médica acepción, significa “admitir que un enfermo no tiene posibilidad de curación”.
Propondré en esta columna razones para que la eutanasia se legalice en el Ecuador. Primera, la vida no es intangible de manera absoluta: la clásica excepción es la legítima defensa (y podrían invocarse también los reprochables casos de los conflictos bélicos y de la pena de muerte). No toda muerte, entonces, que una persona le provoque a otra viola el principio de intangibilidad de la vida, y la eutanasia muy bien podría considerarse como una excepción adicional a este principio.Segunda, en el estado de desahucio de un paciente puede llegarse a la comprensión de que carece de sentido que permanezca en este estado alguien de quien ya no puede esperarse razonablemente que se recupere y solo produzca en otros sentimientos de compasión o de piedad. La carga, en un sentido no solo económico sino emocional, de padecer el paciente este estado o de atestiguarlo sus familiares en una persona querida, puede que sea tal que no justifique el beneficio acaso imposible de su recuperación.Tercera, la legalización de la eutanasia debería regularse de manera precisa y detallada para que se eviten los abusos: es mucho mejor su regulación, por supuesto, que su eventual práctica clandestina o sujeta a las interpretaciones equívocas de personas no competentes. Puede tomarse como referencia la legislación de los Países Bajos, vigente desde el 1 de abril del 2002, en la que el médico que practica la eutanasia debe cumplir con los siguientes requisitos: “haber llegado al convencimiento de que la solicitud del paciente es voluntaria y ha sido bien pensada; haber llegado al convencimiento de que el sufrimiento del paciente es insoportable y que no tiene perspectivas de mejora; haber informado al paciente sobre la situación en que se encuentra y sus perspectivas de futuro; haber llegado al convencimiento junto con el paciente de que en la situación en que se encuentra no existe otra solución razonable; haber consultado al menos con otro médico independiente que también haya visto al paciente y haya emitido un dictamen sobre los requisitos mencionados en los cuatro primeros puntos; haber terminado la vida del paciente o haber ayudado a su suicidio, con la máxima diligencia médica”. Para el caso de quienes ya no pueden expresar su voluntad pero que cuando podían hacerlo realizaron una valoración razonable de sus intereses a este respecto y redactaron una petición escrita de que se les practique la eutanasia, la ley establece que se les apliquen de manera análoga los requisitos en cita.
En conclusión, para la legalización de la eutanasia en el Ecuador deben analizarse de manera profunda los deseos del paciente desahuciado y las circunstancias propias de la insoportabilidad de su sufrimiento y de la irreversibilidad de su daño. La legalización de la eutanasia implica una discusión en torno a varios valores fundamentales de la persona humana en el contexto de una sociedad democrática: la vida, la libertad, la autonomía, el respeto y la tolerancia a las decisiones de los otros. En todo caso, esta es una discusión que no debe hacerse nunca desde las falacias y los prejuicios de común uso y sí desde las razones y los valores que suponen los límites lógicos de su regulación.
Propondré en esta columna razones para que la eutanasia se legalice en el Ecuador. Primera, la vida no es intangible de manera absoluta: la clásica excepción es la legítima defensa (y podrían invocarse también los reprochables casos de los conflictos bélicos y de la pena de muerte). No toda muerte, entonces, que una persona le provoque a otra viola el principio de intangibilidad de la vida, y la eutanasia muy bien podría considerarse como una excepción adicional a este principio.Segunda, en el estado de desahucio de un paciente puede llegarse a la comprensión de que carece de sentido que permanezca en este estado alguien de quien ya no puede esperarse razonablemente que se recupere y solo produzca en otros sentimientos de compasión o de piedad. La carga, en un sentido no solo económico sino emocional, de padecer el paciente este estado o de atestiguarlo sus familiares en una persona querida, puede que sea tal que no justifique el beneficio acaso imposible de su recuperación.Tercera, la legalización de la eutanasia debería regularse de manera precisa y detallada para que se eviten los abusos: es mucho mejor su regulación, por supuesto, que su eventual práctica clandestina o sujeta a las interpretaciones equívocas de personas no competentes. Puede tomarse como referencia la legislación de los Países Bajos, vigente desde el 1 de abril del 2002, en la que el médico que practica la eutanasia debe cumplir con los siguientes requisitos: “haber llegado al convencimiento de que la solicitud del paciente es voluntaria y ha sido bien pensada; haber llegado al convencimiento de que el sufrimiento del paciente es insoportable y que no tiene perspectivas de mejora; haber informado al paciente sobre la situación en que se encuentra y sus perspectivas de futuro; haber llegado al convencimiento junto con el paciente de que en la situación en que se encuentra no existe otra solución razonable; haber consultado al menos con otro médico independiente que también haya visto al paciente y haya emitido un dictamen sobre los requisitos mencionados en los cuatro primeros puntos; haber terminado la vida del paciente o haber ayudado a su suicidio, con la máxima diligencia médica”. Para el caso de quienes ya no pueden expresar su voluntad pero que cuando podían hacerlo realizaron una valoración razonable de sus intereses a este respecto y redactaron una petición escrita de que se les practique la eutanasia, la ley establece que se les apliquen de manera análoga los requisitos en cita.
En conclusión, para la legalización de la eutanasia en el Ecuador deben analizarse de manera profunda los deseos del paciente desahuciado y las circunstancias propias de la insoportabilidad de su sufrimiento y de la irreversibilidad de su daño. La legalización de la eutanasia implica una discusión en torno a varios valores fundamentales de la persona humana en el contexto de una sociedad democrática: la vida, la libertad, la autonomía, el respeto y la tolerancia a las decisiones de los otros. En todo caso, esta es una discusión que no debe hacerse nunca desde las falacias y los prejuicios de común uso y sí desde las razones y los valores que suponen los límites lógicos de su regulación.
4 de agosto de 2007
'Vietato introdurre biciclette'
El cronopio lector sabe que el título de esta
columna (cuya traducción del italiano al español es: 'Prohibido ingresar con
bicicleta') copia el de una historia que Julio Cortázar escribió para Historia
de Cronopios y de Famas. Sabrá también que copio risueño su primer párrafo:
“En los bancos y en las casas de comercio de este mundo a nadie le importa un pito que alguien entre con un repollo bajo el brazo, o con un tucán, o soltando de la boca como un pioloncito las canciones que me enseñó mi madre, o llevando de la mano un chimpancé con tricota a rayas. Pero apenas una persona entra con una bicicleta se produce un revuelo excesivo, y el vehículo es expulsado con violencia a la calle mientras su propietario recibe admoniciones vehementes de los empleados de la casa”.
Esta cortazariana descripción (lo constata quien
escribe esta columna) en Guayaquil no es privativa de “bancos y casas de
comercio”: pedalee usted desde cualquier entrada del llamado “Malecón 2000” a
los estacionamientos de bicicletas situados dentro y recibirá “admoniciones
vehementes” de los guardianes privados de este espacio público, que suponen que
debe usted entrar caminando, bicicleta a un lado, cual si fuera un perrito de
metal. No es por cuidar los adoquines (pues, ¿cuánto daño podría causarles una
bicicleta?), y entonces, ¿por qué este miedo a la libertad de pedalear unos
metros? La compleja psicología de las simples mentes en guardianía (“yo solo
cumplo órdenes superiores”) no ayuda a dilucidar este patético drama.
Yo supongo, entre otras cosas, que se debe a nuestra
escasa cultura ciclística, misma que debe fortalecerse. Para ello no es
necesaria la imitación de los lejanos estándares europeos con sus ciclovías,
estacionamientos para bicicletas y efectiva regulación… sencillamente porque
tales atributos no son para nada privativos de Europa: en varias ciudades de
América Latina (Lima, Antofagasta, Buenos Aires, Cúcuta, etcétera) los
gobiernos centrales y seccionales los comparten.Ejemplos: Chile, con el Conaset (Comisión Nacional de
Seguridad de Tránsito) o la vecina Bogotá,
con su Alcaldía Mayor mantienen exitosas políticas públicas a este
respecto, con cientos de kilómetros de ciclovías implementadas. En Ecuador, el
artículo 148 del Reglamento a la Ley de Tránsito y Transporte Terrestres
establece la obligación de construirlas; en Quito, existen políticas públicas
que favorecen el uso de bicicletas y también algunos cantones ya tienen
ordenanzas que propician su creación: los orientales Napo y Pastaza, el cantón
Quito… ¡y el cantón Guayaquil! La Ordenanza
de Circulación del Cantón Guayaquil que firmó el alcalde Nebot el 8 de
febrero del 2001, que se publicó el 22 de marzo de ese año, establece en su
artículo 10: “Ciclovías.- El Concejo Cantonal podrá establecer en la
vialidad de la ciudad carriles para uso exclusivo de bicicletas […]”. Estamos
expectantes de que la M.I. Municipalidad cumpla entonces con la palabra que
empeña.
Porque sobran, por supuesto, las razones para hacerla
realidad: vialidad, ecología, ahorro, rapidez, salud. En Vietato…, ante
el desprecio a las bicicletas, Cortázar fabuló lo improbable: “No ocurra que
las bicicletas amanezcan un día cubiertas de espinas, que las astas de sus
manubrios arremetan en legión contra los cristales de las compañías de seguros,
y que el día luctuoso se cierre con baja general de acciones, con luto en
veinticuatro horas, con duelos despedidos por tarjeta”. Improbable y también
innecesario: hoy existen en el Municipio de Guayaquil los planes para
fortalecer la cultura ciclística mediante la implementación de bicivías (nombre
local para las ciclovías) y bicipaseos (como aquel que organizó el Municipio en
septiembre del 2006) y solo falta que se aplique esa latente voluntad para que
empecemos a recorrer el camino que va desde la retórica a la bicicleta.
1 de agosto de 2007
Sobre la censura previa (crítica al Decreto Ejecutivo No 486)
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El Decreto Ejecutivo Nº 486 del presidente Rafael
Correa que reforma el artículo 80 del Reglamento General a la Ley de
Radiodifusión y Televisión para incorporar la sanción a la reproducción de
“videos y/o grabaciones magnetofónicas clandestinas y/o no autorizadas a grabar
por parte del que o los que aparecieren involucrados o intervengan en el video
o grabación, de manera que se afecte el derecho a la intimidad y al honor de
las personas consagrados en la Constitución Política de la República” es
inconstitucional por dos razones: 1) la reforma viola el principio de
prohibición de censura previa; 2) la reforma viola el principio de regulación
legal de los derechos humanos.
Sobre la primera inconstitucionalidad: del texto del
Decreto Ejecutivo se deduce que los videos y/o grabaciones cuya difusión se
prohíbe afectan, en todos los casos y sin necesidad de análisis ulterior, “el
derecho a la intimidad y al honor de las personas”: este es el fundamento para
que se los censure de manera previa a su difusión. Es evidente que esta
deducción es falsa: el propio Decreto Ejecutivo lo prueba cuando establece
excepciones para los casos de videos “que hayan sido grabados por los medios de
comunicación social o de las instituciones del sector público, con sus propios
equipos, para impedir la comisión de un delito o comprobar la existencia de uno
ya existente”. Es absurdo y discriminatorio, entonces, que los videos o grabaciones
de otras personas que no sean “medios de comunicación social” o “instituciones
del sector público” sí constituyan, en todos los casos, de manera previa y sin
necesidad de ningún análisis, actos que merecen sanción.Sobran las razones para
entender la inconstitucionalidad del Decreto Ejecutivo Nº 486. Los artículos 81
de la Constitución Política y 13.2 de la Convención Americana sobre Derechos
Humanos prohíben de manera expresa la censura previa. La Corte Interamericana
de Derechos Humanos se ha referido a esta prohibición en varias ocasiones,
entre otras, en los casos Palamara Iribarne vs. Chile, La Última Tentación de
Cristo vs. Chile y la Opinión Consultiva OC-5/85 sobre La Colegiación
Obligatoria de Periodistas. En el caso Palamara Iribarne precisó que la
aplicación de la censura previa implica “una violación radical tanto del
derecho de cada persona a expresarse como del derecho de todos a estar bien
informados, de modo que se afecta una de las condiciones básicas de una
sociedad democrática”; en el caso La Última Tentación de Cristo expresó que la
única posibilidad para la aplicación de la censura previa la establece el
artículo 13.4 de la Convención Americana, “que la permite en el caso de los
espectáculos públicos pero, únicamente, con el fin de regular el acceso a
ellos, para la protección moral de la infancia y la adolescencia” y que “en
todos los demás casos, cualquier medida preventiva implica el menoscabo a la
libertad de pensamiento y de expresión” y en su Opinión Consultiva OC-5/85,
hace ya casi 22 años, la Corte Interamericana resolvió con claridad que excluye
toda duda que la censura previa “es siempre incompatible con la plena vigencia
de los derechos enumerados por el artículo 13, salvo las excepciones
contempladas en el inciso 4 referentes a espectáculos públicos, incluso si se
trata supuestamente de prevenir por ese medio un abuso eventual de la libertad
de expresión”.
Por supuesto, la prohibición de la aplicación de la
censura previa no implica (como es probable que las torpes mentes fanáticas de
la falacia de “falso dilema” se apresuren a asegurar) que se produzca el
inmediato abuso del derecho a la libertad de expresión: la protección contra
ese eventual abuso existe en los propios términos del artículo 13.2 de la
Convención Americana que establece que su ejercicio está sujeto a
“responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la
ley y ser necesarias para asegurar: a. el respeto a los derechos o a la
reputación de los demás, o b. la protección de la seguridad nacional, el orden
público o la salud o la moral públicas”.
Sobre la segunda inconstitucionalidad: la regulación
de los derechos humanos debe hacerse solo mediante leyes y no cabe, en ningún
caso, su restricción: así lo expresan los artículos 18 de la Constitución
Política y 30 de la Convención Americana. La Corte Interamericana en su Opinión
Consultiva OC-6/86 sobre “La expresión ‘leyes’ en el artículo 30 de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos” entendió que este término
significa: “Norma jurídica de carácter general, ceñida al bien común, emanada
de los órganos legislativos constitucionalmente previstos y democráticamente
elegidos, y elaborada según el procedimiento establecido por las constituciones
de los Estados Partes para la formación de las leyes”. Y añadió: “Solo la ley
formal, entendida como lo ha hecho la Corte, tiene aptitud para restringir el
goce o ejercicio de los derechos reconocidos por la Convención”. El Decreto
Ejecutivo Nº 486 viola la Constitución entonces porque es evidente que, por su
propia naturaleza, no puede cumplir con estos requisitos que establece la Corte
Interamericana pero también se viola este principio de regulación legal porque
la propia Ley de Radiodifusión y Televisión cuya regulación pretende no los
cumple tampoco. La Ley de Radiodifusión y Televisión se origina en el Decreto
Supremo 256-A del dictador Guillermo Rodríguez Lara y, como precisaron
Alessandri y Somarriva, los decretos supremos son “el arma de trabajo de los
gobiernos de facto” y “contrarían la Carta Fundamental en su espíritu porque
desconocen el principio de separación de los poderes, consagrado en diversas
disposiciones constitucionales como base de la soberanía nacional; los
decretos-leyes significan invasión del Poder Ejecutivo en el campo del Legislativo”.
Finalmente, por las razones que apunto en relación con la primera
inconstitucionalidad es evidente que el Decreto Ejecutivo Nº 486 no regula el
ejercicio de un derecho sino que lo restringe, en franca contradicción con los
citados artículos 18 de la Constitución y 30 de la Convención.
En breve conclusión: el Decreto Ejecutivo No 486 del presidente Rafael Correa se añade al largo inventario de absurdos y violaciones jurídicas que tienen relación con el derecho a la libertad de expresión que, muy peligrosamente, es el derecho que este Gobierno peor entiende.