Guayaquil tiene dos caras.
Por una parte, la ciudad severa que controla el desorden (rostro cabreado). Por otra, la ciudad abierta que invita al turista (rostro
sonriente). Ambas caras son incompatibles, casi esquizofrénicas.
La del control es la cara de
la ciudad real, cotidiana (las cosas se hacen como las quiere El Patriarca), mientras que la otra cara
tiene maquillaje, para pescar a los turistas. Aunque suele estar muy descorrido.
Hay un punto en Guayaquil
donde intersectan estas dos caras. Es el Malecón, donde la ciudad severa impone
a la Policía Metropolitana, los guardias privados, las rejas y el cerco eléctrico.
La ciudad para el turista, por su parte, le ofrece al forastero ese mismo Malecón*, convenientemente protegido de
malosos locales. El Malecón es la obra más relevante de reconversión del
espacio público de la era socialcristiana en Guayaquil (1992 en adelante): es el
espacio físico donde la represión al local y la oferta al extranjero confluyen.
A muchos turistas debe
resultarles conmovedor observar la ineficacia de nuestro supuesto desarrollo social.
* World Travel Awards, una RR.PP.
disfrazada de premiaciones, sostiene que Guayaquil “is best known for its gleaming riverside development”. Tampoco es
que haya mucho más.
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