El Estado ecuatoriano, si
fuera una persona, sería un tipo incoherente. Uno que te dice un día algo para
unos días después hacer su opuesto. Un dador incesante de promesas sin futuro. Un
fulano en quien no se puede confiar.
Para comprobar la
incoherencia del Estado del Ecuador, basta mirar su expediente en el Caso del Tribunal Constitucional vs. Ecuador, que la Corte Interamericana sentenció el 28 de agosto de 2013. En ese entonces, el Estado ecuatoriano
reconoció su responsabilidad internacional por la destitución de los jueces de
la Corte Constitucional, acaecida por una resolución del Congreso Nacional que
ocurrió el 25 de noviembre del 2004. En ese proceso, el Estado alegó que “se
encuentra viviendo una era de transformación iniciada a partir de la
Constitución de la República de 2008” y que “existe un Consejo de Participación
Ciudadana y Control Social encargado de la selección de los nuevos jueces y
juezas de la Corte Constitucional”, que se encuentra “desarrollando los procesos
efectivos para la designación de los nuevos jueces y juezas de la Corte
Constitucional” (Párr. 268). A mayor abundamiento, el Estado “señaló que la
actual Corte Constitucional posee total independencia administrativa,
económica, y que se ha eliminado la disposición de que sus miembros sean
sujetos de un juicio político” (Párr. 269).
Cinco años después, a esa
joyita de Corte Constitucional que el Estado ecuatoriano le presentaba a la
Corte Interamericana de Derechos Humanos como fruto de una “transformación”, se la descabezó en un
proceso que, si bien es menos brutal que una resolución que de un solo tajo los
destituya, fue igual humillante y llevado a cabo por una Corte Canguro
presidida por su Notario que buscó escarnio, jamás justicia.
En el Caso del Tribunal Constitucional del año 2013, la Corte
Interamericana condenó al Estado ecuatoriano por la violación de los derechos a
ser juzgado por juez independiente e imparcial, a la protección judicial y a
los derechos políticos. El proceso de destitución de los jueces de la Corte
Constitucional durante el año 2018 (basta leer la sentencia y trazar
elementales analogías), a cargo del reemplazo transitorio del Consejo de Participación
Ciudadana y Control Social replicó esas violaciones del 2013, pero las
enriqueció con otras nuevas: la vulneración de sus derechos a la comunicación
detallada al inculpado de la acusación formulada (Art. 8.2.b) y el derecho a la
concesión al inculpado del tiempo y de los medios adecuados para la preparación
de su defensa (Art. 8.2.c), además del principio de legalidad y de
retroactividad, por un juzgamiento hecho con normas ad-hoc y posteriores a los hechos evaluados.
Es decir, con el paso del tiempo,
el pobre Estado se pone peor.
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