13 de agosto de 2020

De porqué fuimos el Estado del Ecuador y no el Estado de Quito, o el 'ya qué chuchaffff'


En estricto rigor, no fuimos ‘Estado de Quito’ porque, dado un número igual de representantes por cada provincia, la voluntad de los representantes de dos provincias suman más que los de una. La provincia de Quito estuvo sola frente a las de Guayaquil y Cuenca, que no iban a permitirle a Quito que les imponga un ‘de Quito’ en el nombre del nuevo Estado independiente que estaban formando en esos días de agosto y septiembre de 1830. Quito no se iba a llamar, de eso estaban seguros los guayaquileños y los cuencanos. Como lo advirtió Santander, en los tiempos en que Quito fue parte del Distrito del Sur de Colombia: ‘Cuenca y Guayaquil no se ligan con los quiteños’.

Esto era así, a pesar de que Quito gozaba de los pergaminos de la antigüedad de su fundación en 1534 y de su condición de capital de una Audiencia desde 1563. Los primeros poblados españoles que se fundaron en el territorio hoy ecuatoriano se llamaron ‘de Quito’ (Santiago de Guayaquil, originalmente la ciudad de ‘Santiago de Quito’, y la villa de San Francisco de Quito, fundadas en una quincena del mes de agosto de 1534) y con ese nombre se conoció a un vasto territorio en los Andes ecuatoriales desde tiempos pre-hispánicos.

El problema de Quito era que tenía un gran pasado (sus éxitos eran muy de la Casa de Austria, por así decirlo) pero en los días de decidirse el nombre del nuevo Estado sudamericano independiente, tenía un muy flojo presente. Las reformas borbónicas del siglo XVIII habían aniquilado la economía de la vieja Quito y, dada su condición débil y periférica, la Metrópoli, en vez de rescatarla, le empezó a restar importancia: desde el último cuarto del siglo XVIII la desmembró por todos los puntos cardinales. En rápido repaso, a cargo de Federica Morelli:

[Quito] sufrió numerosos recortes jurisdiccionales: en 1779 la creación de un nuevo obispado en Cuenca privó a la jurisdicción eclesiástica de Quito de su dominio sobre Guayaquil, Portoviejo, Loja, Zaruma y Alausí; el paso en 1793 de Esmeraldas, Tumaco y La Tola (en la costa septentrional) bajo la jurisdicción de Popayán por orden del virrey de Nueva Granada; la creación en 1802, mediante Cédula Real, de una nueva diócesis y de un gobierno militar en Mainas, directamente dependientes de España; y finalmente, la anexión al virreinato del Perú en 1803 del gobierno de Guayaquil, que escapaba así a las jurisdicciones de Quito y de Santa Fe, impuesta por una nueva Cédula Real” (‘Las declaraciones de independencia en Ecuador: de una Audiencia a múltiples Estados’, en: Morelli, Federica (comp.), ‘De los Andes al Atlántico: Territorio, Constitución y ciudadanía en la crisis del Imperio Español’, Editorial Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, 2018, pp. 76-77).

Es en este contexto que debe entenderse la revolución del 10 de agosto de 1809. Lo ocurrido en esas jornadas interandinas tiene que ver con un movimiento independentista tanto como Abdalá Bucaram con la honestidad fiscal y el respeto a la institucionalidad, o tanto como el culo con las témporas. Es decir, nada en absoluto. El 10 de agosto debe entenderse como la reacción política de las élites quiteñas para enfrentar su crisis económica y los recortes jurisdiccionales sufridos en las décadas precedentes, relatados por Morelli. Con la excusa de la creación de una Junta Suprema para enfrentar a los franceses, estos hombres trataron de reconfigurar su situación política, a fin de obtener dos resultados: 1) Dar salida a los productos quiteños para Panamá; 2) Colocarse en una situación de primacía administrativa frente a sus provincias vecinas de Popayán, Guayaquil y Cuenca.

La élite quiteña fracasó escandalosamente en sus dos propósitos de 1809. Dentro del año siguiente a su revolución ella fue sometida, la mayoría de sus cabecillas asesinados, e igual suerte corrió alrededor del 1% de la población de Quito en la jornada aciaga del 2 de agosto de 1810. Estas acciones fueron ejecutadas por tropas enviadas y aplaudidas por las provincias vecinas, entre ellas las de Guayaquil y Cuenca con las que Quito conformará un nuevo Estado veinte años después. A la saña de su vecindario (se debe añadir a la provincia de Popayán) se le debe sumar la complacencia de Dios, de quien según dice nuestro himno nacional ‘miró, y aceptó el holocausto’ que perpetraron en la pobre Quito.

Y tanto lo aceptó Dios, que la suerte de Quito se mantuvo invariable de mala (Dios diciendo: ‘¡Ya qué chucha!’). A una segunda Junta Suprema de Quito la terminó por someter el poderío militar español, a cargo de Toribio Montes y su muchachada. Después de diciembre de 1812, como lo dejó escrito el ilustre quiteño Luciano Andrade Marín, los quiteños “quedaron postrados, desangrados y sometidos al más riguroso dominio español; sin maneras ya de sacudirse de él por sí mismos, sino esperando en la ayuda de alguien que los rescatara.” (‘El Ilustre Ayuntamiento quiteño de 1820 y la gloriosa revolución de Guayaquil’, en: Muñoz de Leoro, Mercedes (comp.), ‘Memorias históricas de la biblioteca municipal González Suárez’, Editorial Abya-Yala, Quito, 2003, p. 75.) 

A Quito, entonces, la ‘rescataron’ tras la Batalla del Pichincha de mayo de 1822, pero no para liberarla y darle la autonomía que ella pensó para sí misma en agosto de 1809, sino para someterla a un yugo distinto: si antes el yugo era europeo y monárquico, ahora sería americano y republicano. Porque el cambio únicamente confirmaría las desmembraciones de Quito, pues durante el yugo americano y republicano (debo decir: bolivariano) el Congreso de Colombia aprobó una Ley de División Territorial en junio de 1824, que significó que en 1832, tras unas derrotas militares y la firma del Tratado de Pasto, se perdieran de manera definitiva los históricos territorios norteños vinculados con la provincia de Quito, que desde entonces son colombianos. Fue el final de un proceso empezado cuando Quito era parte de España, que se perfeccionó mientras fue parte de Colombia y que se cerró en los albores del Ecuador. Es la historia de una triste y larga derrota.

Ahora, esta honda debilidad explica el porqué el nuevo Estado independiente de 1830 no se llamó ‘Estado de Quito’: dicha provincia no estaba en condiciones de imponerle su nombre a nada. Pero resta entonces por explicar el porqué se llamó ‘Estado del Ecuador’.

Esta historia tiene un nombre clave: Simón Bolívar. El nombre de Quito, durante los tiempos colombianos, había cedido su lugar a una invención bolivariana, el ‘Departamento del Ecuador’, puesto que la línea imaginaria que pasa cerca de Quito había avivado el singular genio del Libertador. Es casi una humorada que las otras dos provincias que luego conformaron el Estado del Ecuador junto a Quito en 1830 le hayan permitido a Quito que el nuevo territorio lleve su nombre… pero no su nombre histórico de tiempos pre-hispánicos, sino este apodo que le había impuesto Bolívar durante el episodio colombiano, que le había salido a él de sus santos y libertadores cojones. Uno puede imaginarse así un diálogo de los representantes de cada provincia para arribar a un acuerdo sobre el nombre ‘Estado del Ecuador’:

QUITEÑO.-Bueno señores, ha llegado la hora de acordar el nombre del nuevo Estado. Los representantes de la histórica Quito proponemos que el lugar lleve el nombre de su antigua capital, el nombre de su Audiencia, el nombre del Reino que existió en estas tierras desde antes de la llegada de los europeos. Proponemos que el nuevo Estado se llame ‘Estado de Quito.’
GUAYAQUILEÑO.-Amigazo, Quito no se va a llamar.
CUENCANO.-No. Ni por putas.
QUITEÑO.-Pero… La historia…
GUAYAQUILEÑO.- [Interrumpiendo] ‘… sin presente, no cuenta. Y los quiteños no están en condiciones de imponer un nombre. Si los representantes de Cuenca y de Guayaquil no lo aceptamos, el nombre no será nunca ‘Estado de Quito.
CUENCANO.-Y no aceptamos. ¡Ni por putas!

El quiteño lo mira extrañado al cuencano. Y entiende que la situación se le ha puesto cuesta arriba. Más que un reclamo, le salió una plegaria.

QUITEÑO.-Pero señores, ¡tratemos de llegar a un acuerdo! 
GUAYAQUILEÑO.-La oferta es como sigue: el nuevo Estado llevará el nombre del territorio del que Quito es la capital, pero su nombre no será Quito… Se llamará Estado del Ecuador. Y contentos todos.
QUITEÑO.-Pero ese nombre no representa la historia de Quito…
GUAYAQUILEÑO.-No es que cuente. Igual ya quedamos que Quito no se iba a llamar
CUENCANO.-Eso ya acordamos. Ni por putas cambia.’
QUITEÑO.-Pero es que nosotros no lo acordamos, y…
GUAYAQUILEÑO.- [Interrumpiendo] ‘Bueeeeno, acordamos, mucha gente. Los guayaquileños lo acordamos con los cuencanos’.

El quiteño pone ojos de caricatura japonesa. Siente que está perdiendo, pero vuelve a la carga.

QUITEÑO.-¡Pero Ecuador es un nombre impuesto por un militar venezolano!
GUAYAQUILEÑO.-Sí, es un nombre de compromiso, pero por eso mismo funciona. Ninguno impone su nombre a otros, y de Quito tomamos el nombre que ahora ustedes tienen. Lo deberían tomar como una deferencia.
QUITEÑO.-Nosotros no hemos consentido… 
CUENCANO.- [Interrumpiendo] ‘Pero nosotros sí. ¡Y no lo cambiamos ni por putas!’.
QUITEÑO.- [Dirigiéndose al Cuencano] ‘Oye, ¿qué es esto de ni por putas?
CUENCANO.- [Encogiéndose de hombros] No lo sé. Es mi frase en esta borrachera. Ya llevo desde el mediodía... de ayer’.
GUAYAQUILEÑO.-El cuencano podrá estar beodo, pero también está en lo cierto. Eso está acordado y resuelto.’ [Dirigiéndose al cuencano] ‘Dígalo ya, cuencano’.
CUENCANO.- [A viva voz] ‘¡ESTADO DEL ECUADOR HIP HIP HURRA ESTADO DEL ECUADOR HIP HIP HURRA ESTADO DEL ECUADOR HIP HIP HURRAAAAAA!’.

Jadeante después de su patriada, el cuencano saca una botella de su leva y bebe un trago largo. Derrotado, el quiteño le pide el concho… Se lo echa todo de una. El guayaquileño remata:

GUAYAQUILEÑO.- [Dirigiéndose al quiteño] ‘Bueno, ¿somos o no somos el Estado del Ecuador?’.
QUITEÑO.-¿Tenemos otra opción?’.
GUAYAQUILEÑO.-No’.
CUENCANO.-Realmente, no. Hip.

El quiteño medita, azuzado por el shot de alcohol. Su respuesta le sale del alma:

¡Ya qué chuchaffff!.

En rigor, no existe un registro fidedigno de cómo se adoptó el nombre ‘Estado del Ecuador’. Según Ana Buriano, quien ha escrito unas páginas muy válidas para comprender la historia de este nombre, ‘[s]i bien no hemos localizado la documentación, debió existir un tipo de acuerdo previo en cuanto al nombre’ (‘Ecuador, latitud cero. Una mirada al proceso de construcción de la nación’, en: Chiaramonte, José Carlos et al. (comps.), ‘Crear la nación. Los nombres de los países de América latina’, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 2008, p. 185).

El diálogo de estos representantes, sin falsearlo, satiriza ese acuerdo previo.

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