31 de mayo de 2008

Espacio público


Xavier Zavala Egas escribió el martes 20 de mayo un editorial que publicó en Diario Expreso titulado “Bulla Perversa”. El artículo de Zavala es tan diáfano y contundente como su propuesta: evitar la bulla perversa que provoca el discurso maniqueo de las autoridades locales con relación al uso del espacio público. El método de Zavala es sencillo: el análisis directo del “polémico” artículo que aprobó la Asamblea Constituyente, que dice:
 
“Se reconoce y protege el trabajo autónomo y por cuenta propia realizado en espacios públicos, permitidos por la ley y otras regulaciones. Se prohíbe toda forma de confiscación de sus productos, materiales o herramientas de trabajo”.
No resisto citarlo en extenso; mi tocayo Zavala afirma: “Por favor, no hay que ser un genio”, empieza, para admitir que el trabajo autónomo “es una realidad social y que debe ser reconocido constitucionalmente para otorgarle y garantizarle derechos, tales como evitar la recurrente extorsión y abuso de inspectores y guardias municipales”. El artículo que aprobó la Asamblea Constituyente “dice claramente que puede ser realizado en espacios públicos conforme a la ley y otras regulaciones, como las ordenanzas municipales. Entonces, del documento no puede entenderse que se pretende violentar la competencia municipal de aceras, calles, bordillos o espacios públicos incitando a su desenfrenada ocupación por los informales, cualquier interpretación en tal sentido es mañosa y truculenta” y que de lo que se trata es que “la autoridad municipal regule su actividad provocando su paulatina formalización, evitando perversos y permanentes abusos y atropellos”. Finalmente, una verdad solo los espíritus aleves y represivos no pueden consentir: “Por último, no entiendo cómo a un ser humano se le puede ocurrir oponerse a la prohibición de confiscación o decomiso sobre las mercaderías callejeras y material de trabajo, que determina el texto comentado. En cada carreta, caramanchel o charol con productos varios a la venta, se encuentra el capital de trabajo de una persona que ha forjado con mucho esfuerzo y que de un plumazo, por atentar contra el orden y el ornato de la ciudad, resulta confiscado o comisado. Las diferencias jurídicas entre estas figuras son intrascendentes frente al resultado perverso de convertir a un hombre productivo en indigente”.

Quiero un poco ahondar en el lúcido análisis que desarrolló Zavala y discutir un asunto que se relaciona con su crítica: el uso del espacio público. Quiero hacerlo, además, en la grata compañía de un poeta al que tanto admiro: Luis García Montero. En una entrevista reciente García Montero afirmó que el espacio público “es un lugar de entendimiento entre individuos que tienen su propia conciencia y su propio pensamiento crítico y que encuentran un sitio donde dialogan y ponen en común su pensamiento”. Lleva razón García Montero: el espacio público es y debe ser un lugar de encuentro y de diálogo. O sea, justo en las antípodas de la realidad local, donde el espacio público es un lugar donde se practica la discriminación (véase mi editorial “Derecho de admisión”) y donde la noción de diálogo es escasa o inexistente. De hecho, el concepto de diálogo del Alcalde Jaime Nebot, al menos en el tema de los informales, se reduce al tristísimo “yo digo y si quieren, ustedes escuchan” (como lo publicó uno de esos diarios gratuitos que se obtienen en la Metrovía). Cierro mi columna con García Montero, quien sostiene que más que exigir respuestas, hoy, necesitamos hacernos preguntas. Él formula dos: “¿qué estamos diciendo cuando decimos democracia?, ¿qué estamos diciendo cuando decimos progreso y bienestar?”. Yo las suscribo. Y a juzgar por el uso del espacio público local, el Municipio de Guayaquil (para decirlo con los términos de esa productividad que tanto le interesa, a despecho de la construcción de ciudadanía) cotiza a la baja.

24 de mayo de 2008

Errático Arregui

Nota: Una versión reducida de este artículo se publicó en El Universo con el título "Crítica a un prejuicio"

En mi columna del 1 de diciembre de 2007 (“Razones para la unión homosexual”) mencioné el curioso apoyo que el arzobispo de Guayaquil, Antonio Arregui, otorgó a la unión de parejas homosexuales cuando declaró (la cita es textual) en la edición de Diario Expreso del 5 de noviembre de 2007 que el membrete “matrimonio” era lo que realmente lo incomodaba: “Que arreglen con alguna fórmula legal el problema de la convivencia, la unión libre, por ejemplo, pero no cabe que se institucionalice con el sacramento matrimonial”. La propuesta que la Conferencia Episcopal Ecuatoriana (que el propio Antonio Arregui preside) remitió a la Asamblea Constituyente confirmó este apoyo: “la unión estable de una pareja, sin que importe su sexo u opción sexual, generará los derechos u obligaciones que reconozca la ley” dice clara y textualmente. Podría afirmarse, sin faltar a la verdad, que la postura que defiende el arzobispo Antonio Arregui, tanto en lo personal como en lo institucional, es inequívoca.

Y sin embargo Arregui, en actitud errática y reprochable, se desdijo de sus opiniones en una entrevista que publicó Diario El Universo el 4 de mayo de 2007: declaró que la redacción de la propuesta de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana era “un poco desafortunada” y afirmó que la interpretación que se hizo de ella era una “penosa confusión”; se despachó con frases como que la homosexualidad es “antinatural” y “aberrante” y expresó frontal su homofobia; finalmente, comparó el acto homosexual con la comisión de un delito. Estas opiniones del arzobispo Arregui merecen reproche, por la grave carga de ignorancia y de prejuicios que comportan. Procedo a criticarla:

1) Toda persona tiene derecho de profesar y divulgar su religión, pero ninguna (sí, ninguna, ni siquiera los solemnes creyentes en la religión de la mayoría) puede arrogarse el derecho, en una sociedad democrática, de pretender imponerle los dogmas de su religión a otras personas, ni tampoco de participar, en un debate público serio y robusto, con argumentos que se funden en esos dogmas y en los prejuicios de su fe. Toda persona tiene, por supuesto, el derecho de expresar sus argumentos (aunque sean, como en este caso, débiles) pero, en un debate público serio y robusto, este tipo de argumentos que consideran a la homosexualidad “antinatural” o “aberrante” no merecen crédito ninguno y tienen que ceder ante las conclusiones de la ciencia. La homosexualidad, para decirlo en breve y con referencia a autoridades como la Asociación Americana de Psiquiatría y la Organización Mundial de la Salud (entre otras y que, en este punto, entiéndaselo bien y pésele a quien le pese, son mucho mejores referencias que la Biblia o cualquier otro texto sagrado) no es ninguna enfermedad ni ninguna desviación sino, simple y llanamente, una orientación sexual, para todos los efectos tan natural como puede serlo la orientación sexual heterosexual.

2) La comparación del acto homosexual con la comisión de un delito es una torpeza mayúscula: no debe resultar difícil comprender que en el caso de un delito existe un daño que se le causa a otra persona, mientras que en el caso de la relación homosexual no existe daño a otra persona sino simplemente el consenso de dos personas en capacidad de dar su consentimiento.

3) La homofobia (o sea, en palabras del diccionario, “aversión obsesiva hacia las personas homosexuales”), a diferencia de la homosexualidad, sí suele requerir tratamiento. Le recomiendo, arzobispo Arregui, una visita a su psicólogo de confianza.

Finalmente: el reconocimiento de la unión de hecho de los homosexuales, visto sin prejuicios, constituye un importante avance en la creación de una sociedad más incluyente y democrática.

17 de mayo de 2008

Derecho de admisión

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El argentino Pablo Slonimsqui acaso no lo sepa pero su libro Derecho de Admisión. La igualdad y el principio de no-discriminación como reglas de interpretación para su ejercicio razonable, leído en el contexto de Guayaquil, comporta graves críticas a las políticas públicas que en “Zona Regenerada” cometen sus autoridades (léase, el Municipio local) y sus adláteres (léase, algunas de sus fundaciones). El derecho de admisión, en palabras de Slonimsqui, es “la facultad que tienen tanto el Estado como los particulares para limitar o restringir el acceso o la permanencia de las personas a un determinado lugar, servicio, prestación, actividad o status jurídico”. Esta facultad de restricción, por supuesto, tiene lógicos límites: 1) para aceptar la legitimidad de una medida que restrinja el derecho de admisión y permanencia “deberá cumplirse un estándar probatorio más elevado que el de la mera racionalidad, acreditando que el mismo es estrictamente necesario para el cumplimiento de un fin legítimo”; 2) la constatación de que el Municipio tiene la facultad discrecional de restringir el derecho de admisión y permanencia “de manera alguna puede constituir un justificativo de su conducta arbitraria, puesto que es precisamente la razonabilidad con que se ejercen tales facultades el principio que otorga validez a los actos de los órganos del Estado”.

En Guayaquil, en la llamada “Zona Regenerada” se restringe el derecho de admisión y permanencia de, entre otros, vendedores informales, mendigos, homosexuales (a quienes, por citar un ejemplo, no se les permite realizar la marcha del Orgullo Gay). Las supuestas razones que se ofrecen para la restricción de este derecho son la aparente defensa de conceptos tan vagos e imprecisos como “orden público” o “moral pública”. Pues vale decirlo con énfasis: la referencia a tales conceptos sólo puede validar la aplicación de una restricción al derecho de admisión y permanencia siempre que se pruebe con suficiencia que no existe ninguna otra medida menos lesiva para cumplir con los fines que esa restricción se propone. En el caso del Municipio local, este análisis ni siquiera se ha intentado.

En la práctica, quienes ejecutan las políticas públicas del Municipio local en esta materia (esto es, Policía Metropolitana y guardianías privadas que contratan las Fundaciones, usualmente armadas de pistolas, escasas ideas y un silbato) criminalizan los actos de quienes son excluidos, los privan de sus bienes e incluso de su libertad. Cabe recordarle a las autoridades locales que, aún en el supuesto no consentido de que los actos que combaten constituyeran una infracción, deberían tener la decencia de pensar la frase del filósofo inglés Thomas Hill Green (1836-1882), profesor del Balliol College de Oxford, quien escribió que “antes de penar a alguien por la comisión de un delito, deberíamos asegurarnos de que esa persona tuvo la posibilidad equitativa de no cometerlo”. La obligación de una autoridad lealmente interesada en la construcción de una sociedad democrática e inclusiva es detenerse a pensar si cuando aplica la ley no la está utilizando para mantener la situación de postergación (de pobreza, de discriminación) que empuja a los postergados a desafiarla. La obligación, insisto, de una autoridad democrática (pero, ¿es que cabe alguna duda?) es buscar, con genuino interés, la alternativa que menos discrimine y promover el diálogo plural y la inclusión. Es evidente que todo esto, al Municipio local, ni le ha interesado ni le interesa.

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Tales serían las preocupaciones propias de una autoridad democrática. Que el Municipio local ejerce autoridad, no cabe duda alguna; el atributo “democrática”, ese, ese es el que le falla.

10 de mayo de 2008

Preocupaciones

El país necesita una nueva Constitución: tal fue la voluntad popular del 15 de abril de 2007. Yo estuve (“Crítica de la Constitución”, del 18 de noviembre de 2006) y estoy de acuerdo con la redacción de una nueva Constitución. Pero expreso mis dos principales preocupaciones al respecto:

1) Cuenta Marcelo Figueras en su bitácora de Internet con relación a una anécdota de Juan Villoro: “Me recordó al Ortega que, viendo a nuestros antepasados tan inflamados por sus propios discursos y nociones de grandeza, los llamó a la cordura diciendo: “Argentinos, a las cosas”. Se lo podría parafrasear como “Asambleístas, a las garantías”. Esos adefesios de “derechos de la naturaleza” o “derecho al disfrute sexual” y la redacción “inflamada” y “grandiosa” de nuestros derechos deben evitarse porque son “vistosos” pero insustanciales; los asambleístas deben establecer las garantías idóneas y las reformas necesarias que tornen nuestros derechos efectivos. Entre esas garantías idóneas: acción de inconstitucionalidad por omisión, acción de cumplimiento, acción de tutela judicial que garantice el litigio colectivo; entre esas reformas necesarias, la implementación de un sistema de transparencia y de rendición de cuentas en la administración de justicia, la introducción de una jurisdicción constitucional y la creación de una academia judicial. El denominador común: el empoderamiento ciudadano para exigirle a las autoridades judiciales y administrativas el cumplimiento de nuestros derechos.

2) Cuenta Roberto Gargarella en su bitácora de Internet que visitó Ciudad Alfaro y les insistió a los asambleístas que “si había un compromiso efectivo con la participación política, el mismo debía verse como incompatible con un sistema presidencialista como el que estaban defendiendo. Si a un ciudadano lo invitan a formar parte de un gobierno verdaderamente abierto a la participación, entonces, no se entiende que hace allí la autoridad concentrada en la cabeza de una sola persona” (comenté esta opinión en “Gargarella y participación política” del 12 de abril del 2008). Gargarella, sobre la impresión de esta opinión en los asambleístas, comentó: “Dije esto y ahí empezaron a estallar las chispas”. La llamada “revolución ciudadana” asumió el compromiso de incentivar la participación política de los ciudadanos; en términos de la nueva Constitución ese compromiso implica la creación de distritos electorales, de transparencia y exigibilidad de responsabilidades en la gestión pública, de mecanismos de participación en la elección e impugnación de las autoridades, de elecciones periódicas, de cámaras legislativas que permitan la participación de grupos sociales pequeños y diversos (cabildos abiertos, por ejemplo), de una estructura descentralizada de gobierno, de un sistema de rotación de representantes (para evitar la creación de una “clase política” que no se identifique con los intereses de sus representados), de instancias de revocatoria de mandato… Y la superación de ese lastre llamado “presidencialismo”. Una propuesta sensata, que promueve un Gobierno horizontal, mejor equipado para la solución de nuestras recurrentes crisis políticas y más participativo es el “semipresidencialismo” (una aproximación puede estudiársela en “Ingeniería constitucional comparada” de Giovanni Sartori). Pero en Ciudad Alfaro esta discusión, hasta ahora, ni vista ni oída.

El análisis de mis dos principales preocupaciones la Asamblea Constituyente lo soslaya, sea por oportunismo político o por ignorancia: así, no parece improbable que la Asamblea Constituyente no cumpla con el compromiso de garantizar las libertades individuales y de promover el autogobierno colectivo. Y si esto es así, de verdad, mejor habríamos hecho en ahorrarnos todo este proceso.

3 de mayo de 2008

Naturaleza y Tico Tico

Trataré de explicar el error de concepto de los “derechos de la naturaleza” de la manera más llana posible y recurriré, para cumplir con este propósito, a la canción “El Árbol” del célebre y querido Tico Tico (con perdón del Tiko Tiko actual –así, con “k”- escribiré su nombre como lo recuerdo de mi infancia). La canción de este aclamado payaso empieza por reconocer la vitalidad de la naturaleza, especificada en uno de sus elementos, y dice, “el árbol tiene vida / igual que nosotros”, para de inmediato enfatizar su interrelación con los seres humanos, “y si nosotros lo alimentamos / el árbol también lo hará”. Continúa la canción y reconoce lo evidente, “pero como no tiene brazos / nosotros / se lo tenemos que dar” (en la ciberpágina de Tico Tico se obtiene el audio).

La sencilla lección que esta canción de Tico Tico enseña a los niños (y, vale decirlo, a algunos adultos) es la siguiente: los seres humanos somos quienes tenemos que asumir la responsabilidad del cuidado de los árboles (y, por extensión, del “medio ambiente” o, como dicen los asambleístas, de “la naturaleza”) y tenemos la obligación de hacerlo, de manera principal (¿cabe alguna duda?) en beneficio de nosotros mismos, los seres humanos. Una aproximación filosófica a este tema la encuentran en la voz “Naturaleza” del Diccionario Filosófico de Fernando Savater.

Sin embargo, esta sencilla lección de Tico Tico no parecen comprenderla algunos asambleístas que insisten en incorporar los “derechos de la naturaleza” en la Constitución. No se ahorran adjetivos y califican esta incorporación como “hito fundamental”, hecho “revolucionario y transformador”, “visión innovadora” que demuestra que tenemos “una Constitución de avanzada”, etcétera. (Los autores de estas lindezas son Martha Roldós y Alberto Acosta; pero no son los únicos que las expresan.) Me permito formularles a los asambleístas que así piensan, dos breves observaciones:

1) Es impropio de un texto jurídico la incorporación de derechos sin obligaciones correlativas (¿qué deberes pueden exigírseles a los animales o los lagos?); más aún, es absurda la incorporación de derechos que conciernen a una “entidad” que, en ningún caso, podría ejercerlos por sí misma. Es falsa, en este punto, la analogía que suele hacerse con las “personas jurídicas” porque éstas son la prolongación de los intereses de las personas naturales, quienes las crean y las administran –que no es, por supuesto, el caso de la naturaleza. Los “derechos de la naturaleza” son simple retórica sin sustancia (hecho común en nuestra historia constitucional, tan llena de proclamas vacías), impropia de cualquier texto jurídico que se respete.

2) Lo dicho no implica de ninguna manera que desconozca la obligación que tenemos los seres humanos de proteger el medio ambiente. Pero sí enfatizo que esa protección será efectiva (que es lo que importa) no mediante estos retóricos “derechos de la naturaleza”, sino mediante la incorporación en la Constitución y en la legislación de los mecanismos idóneos y efectivos para garantizarla. En otras palabras: no derechos nuevos sino mecanismos efectivos de garantía es lo que necesitamos los seres humanos para defender nuestro común interés de proteger el medio ambiente. El Informe El acceso a la justicia como garantía de los derechos económicos, sociales y culturales. Estudio de los estándares fijados por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos que publicó la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (véase mi editorial, “Hacia la garantía de los DESC”, del 19 de abril de 2008) ofrece importante claves para la redacción adecuada de estas garantías.

Quiero no omitir que Baudelaire escribió, “tenemos de genios, lo que conservamos de niños”. Que sean Tico Tico y “El Árbol” (también Fernando Savater) quienes los iluminen. Buena suerte.