La discusión sobre la ley minera ofrece muchas miradas críticas. Una de esas miradas puede posarse sobre el contenido de la preocupación que algunos actores de esa discusión tienen por la conservación de la naturaleza. Grosso modo, la ética medioambiental tiene dos grandes paradigmas al respecto: el primero, el “conservacionismo”, que postula que la preservación del medioambiente tiene sentido si y solo si supone un valor instrumental para el ser humano; el segundo, el “preservacionismo”, que postula que existen razones para preservar la naturaleza aunque ese hecho carezca de valor instrumental para los seres humanos.
Tengo la intuición de que muchos actores (acaso sin ser conscientes de ello) postulan el segundo paradigma que refiero. Tengo también la convicción de que este segundo paradigma no revela un interés ecologista sino una devoción “ecólatra”: una suerte de adoración de la naturaleza, fronteriza con lo místico o lo religioso. En lo personal, no tengo nada que criticarle a esa postura “ecólatra” que un particular suscriba (tan respetable como cualquier otra postura o adoración) salvo, por supuesto, que ese particular (o ese colectivo de particulares) pretenda imponernos a los otros su ecolatría mediante la aplicación de una ley o de una política pública. (Dicho en limpio: cada quien es libre de adorar a la Pachamama, pero en el ámbito público nadie puede imponernos su adoración, ni de la Pachamama ni de ninguna otra deidad, por muy buena o muy chida que le parezca al creyente en la misma).
Es evidente que preocuparse por el medioambiente es una preocupación legítima y también urgente: sobran los motivos para abrazarla. Me parece igualmente evidente que esa razonable preocupación tiene que relacionarse con la conveniencia humana. El concepto de “desarrollo sostenible” (introducido por primera vez en 1980 en un documento de la International Union for the Conservation of the Nature) que puede definirse, en palabras de Pablo de Lora, como el “satisfacer las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las generaciones futuras” las que “tendrían un derecho a recibir ese legado” (aunque aclaro que el lenguaje de los derechos no es el adecuado para referirse a este tema porque para ser sujeto de derechos –esto es evidente- primero hay que ser sujeto, y las generaciones futuras no lo son) es útil para definir esa humana conveniencia. Una conveniencia que, por supuesto, no supone no intervenir de ninguna manera en la naturaleza (ecólatra aspiración de algunos) sino de intervenir en ella de manera responsable. Si quien interviene en la naturaleza (sea un minero artesanal o una empresa transnacional) nos ofrece garantías de que las necesidades de las generaciones futuras no se comprometerán con su intervención, desde el ámbito público, no habría nada que objetarle a aquella intervención.
En definitiva: el derecho a adorar a la Pachamama no implica la obligación para otros de adorarla. Nuestra obligación para con el medioambiente se cumple con el respeto al “desarrollo sostenible”. Basta y sobra.
Tengo la intuición de que muchos actores (acaso sin ser conscientes de ello) postulan el segundo paradigma que refiero. Tengo también la convicción de que este segundo paradigma no revela un interés ecologista sino una devoción “ecólatra”: una suerte de adoración de la naturaleza, fronteriza con lo místico o lo religioso. En lo personal, no tengo nada que criticarle a esa postura “ecólatra” que un particular suscriba (tan respetable como cualquier otra postura o adoración) salvo, por supuesto, que ese particular (o ese colectivo de particulares) pretenda imponernos a los otros su ecolatría mediante la aplicación de una ley o de una política pública. (Dicho en limpio: cada quien es libre de adorar a la Pachamama, pero en el ámbito público nadie puede imponernos su adoración, ni de la Pachamama ni de ninguna otra deidad, por muy buena o muy chida que le parezca al creyente en la misma).
Es evidente que preocuparse por el medioambiente es una preocupación legítima y también urgente: sobran los motivos para abrazarla. Me parece igualmente evidente que esa razonable preocupación tiene que relacionarse con la conveniencia humana. El concepto de “desarrollo sostenible” (introducido por primera vez en 1980 en un documento de la International Union for the Conservation of the Nature) que puede definirse, en palabras de Pablo de Lora, como el “satisfacer las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las generaciones futuras” las que “tendrían un derecho a recibir ese legado” (aunque aclaro que el lenguaje de los derechos no es el adecuado para referirse a este tema porque para ser sujeto de derechos –esto es evidente- primero hay que ser sujeto, y las generaciones futuras no lo son) es útil para definir esa humana conveniencia. Una conveniencia que, por supuesto, no supone no intervenir de ninguna manera en la naturaleza (ecólatra aspiración de algunos) sino de intervenir en ella de manera responsable. Si quien interviene en la naturaleza (sea un minero artesanal o una empresa transnacional) nos ofrece garantías de que las necesidades de las generaciones futuras no se comprometerán con su intervención, desde el ámbito público, no habría nada que objetarle a aquella intervención.
En definitiva: el derecho a adorar a la Pachamama no implica la obligación para otros de adorarla. Nuestra obligación para con el medioambiente se cumple con el respeto al “desarrollo sostenible”. Basta y sobra.