Detengamos la historia
en Quito, el año de N. S. de 1812. Supongamos que Quito hace su famosa
Constitución de 1812 y TRIUNFA. Impone esa Constitución en el territorio de su
provincia y perdura por siglos. Las provincias vecinas se confederan y
progresan sin la provincia de Quito. Quito, por su cuenta, vive a plenitud bajo
el imperio de su Constitución. Es un pueblo montañés y católico. Muy católico.
Porque el artículo 4 de
su Constitución de 1812 dispone lo siguiente “La Religión Católica como la han
profesado nuestros padres, y como la profesa, y enseña la Santa Iglesia
Católica, Apostólica Romana, será la única Religión del Estado de Quito, y de
cada uno de sus habitantes, sin tolerarse otra ni permitirse la vecindad del
que no profese la Católica Romana”.
Entonces, tenemos a un
pueblo andino habitado ÚNICAMENTE por católicos. Así, la reproducción
exclusivamente entre católicos por siglos, encajonados todos en un hermoso
paisaje montañés, iba a producir un escenario terrible: una desigualdad
pavorosa, pobreza generalizada, censura a las críticas a las autoridades (en
especial a las eclesiásticas), represión violenta a los homosexuales,
prohibición total del aborto, el Syllabus del buen quiteño y el Índex Quitorum
Prohibitorum, los impuestos para los de abajo y la policía para los que
desafíen el orden impuesto. Las tasas de alcoholismo y de suicidio estarían por
las nubes (ir al Puente del Chiche sería más popular que ir al Panecillo –cuya
calle de acceso se llamaría Melchor de Aymerich, triunfador en Pichincha).
Todos los errores del sistema se atribuirían a la falta de virtud de los
dominados, la caridad sería la única política pública. La religión de la
conquista seguiría mandando. Y todavía habría toros porque así lo quiere Dios.
Conclusión: un pueblo
aislado, poblado únicamente por católicos, sería el infierno en la Tierra. Al
menos para los que no mandan, que son la mayoría (para los que mandan, bocatto di cardinale)
Alabado sea el Jebús,
vea.
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