Tengo que admitir que
hace tiempo que no tengo mucha ocasión de leer otros libros que no sean
aquellos relacionados, en particular, con el derecho y la política. Sea por
trabajo o por vocación, son esos los libros a cuya lectura suelo abocarme de
manera cotidiana, con casi nunca exento placer. Mis raptos literarios suelen
ser escasos: la mayoría de las veces se reducen a relecturas o lecturas
parciales de poemas, cuentos y crónicas (un género que me gusta mucho, que se
lo cultiva bien en revistas como Soho
y Gatopardo y en el que el ecuatoriano Juan Fernando Andrade destaca con sencilla
lucidez).
Los aviones suelen
funcionar como espacios de tiempo muerto que sobrevuelan el espacio a alta
velocidad para permitirnos la delicia de recorrer las páginas de un libro a
lenta morosidad con el propósito de olvidarnos de ese tiempo muerto y
adentrarnos en nuevas posibilidades literarias o revisitar las adquiridas.
Mario Vargas Llosa ha escrito unas líneas interesantes al respecto en la
entrada Avión de su exquisito Diccionario del amante de América
latina, en la que ha declarado, en primera persona, que encontró para su
miedo a los aviones un remedio que “nunca me ha fallado, a condición de elegir,
en cada vuelo, una obra maestra cuyo hechizo, además de fulminante, se
prolongue exactamente el tiempo que estoy desafiando la ley de gravedad. Desde
luego, no es nada fácil elegir la obra adecuada, en términos de calidad y
duración, para cada recorrido. […] Hago una lista (en señal de gratitud) de
estos serviciales amigos, que, en mis últimos exitosos empeños de emular a
Ícaro, me ayudaron a vencer el miedo al avión: Bartleby y Benito
Cereno, de Melville; Otra vuelta de tuerca, de Henry James; El
perseguidor, de Julio Cortázar; Dr Jekyll y Mr. Hyde, de R. L.
Stevenson; El viejo y el mar, de Hemingway; The monkey, de Isak
Dinesen; Pedro Páramo, de Rulfo; Obras completas y otros cuentos,
de Monterroso; Una rosa para Emily y El oso, de Faulkner, y Orlando,
de Virginia Woolf. Afortunadamente para mí, la farmacia literaria tienen
reservas inagotables de estos especímenes, de modo que tengo viajes aéreos (y
buenas lecturas) para rato”. A mí, mi último vuelo me permitió una lectura,
digamos, más modesta en el nombre pero no menos placentera que la que a mí me
han deparado algunos de esos grandes títulos de la literatura universal a los
que se refiere Vargas Llosa. Ese nombre modesto es el del mexicano Julián
Herbert (Acapulco, 1971) y su título (tendente al escándalo para los pacatos de
siempre) es Cocaína (Manual de usuario).
No tengo la intención
de hacer una crónica literaria (el tiempo no me da para esa tarea) que algunos
han realizado por acá
y por acá; ni tampoco de
presentarles, de manera general, al autor (quien puede presentarse solo, por acá).
Solo diré que un tipo cuyo obra Javier Rodríguez Marcos ha podido presentar en
términos de “la obra de alguien que en el escuela traducía a Ovidio y en casa
aprendía a tocar con la guitarra las canciones de Nirvana. Visto lo visto, el
latín de Seattle da grandes resultados”, difícilmente podría decepcionarme.
Leído lo leído, en su crudeza de junkie y en la fiera desnuda de su
lenguaje en el que caben todos los decepcionados del mundo, no cupo nunca la
decepción, if you know what I mean. Dos abrebocas, next:
Intermitencias del True West (I)
Zapatistas en el baño
de mi casa
Oh nena no sabes que
noche terrible
yo estaba feliz
pensando en ti
escribiendo un poema
sobre la primavera
un amigo se acerca y
me pide que hospede a
3 ó 4 zapatistas que
están en la ciudad
oh mi amor dije que
sí gustoso
todavía pensando en
ti
todavía escribiendo
mi poema
no sabía no no sabía
que me estaba
metiendo con el méxico bronco
dieron una
conferencia y pude dormir a gusto
pero luego al
hospedarlos descubrí que me engañaban
no eran 3
sino 10
y ninguno guerrillero
sus profesiones eso
sí me resultaron muy extrañas
4 punks
1 vendedor de
camisetas
2 marxistas ortodoxos
infiltrados en telmex
2 europeos mohosos
pero de muy buenas familias
y el décimo se me
hace que había sido boxeador
porque ya briago le
dio por descontar al respetable
pero lo más triste
baby
ah honey
es que todos vivían
en Monterrey
sólo habían ido a
Chiapas a
mirar una cascada
Apenas instalados
pidieron de cenar
sin importarles que
yo pensara en ti
que todavía no terminara
mi poema
me miraron con
desprecio me llamaron
individualista
luego pusieron un
caset de def con dos
otro de los Ramones
y cantaron como si
vomitaran
Convencido de que no
se apiadarían cociné para ellos
1 kilo de huevo 6
tomates 20 chiles 80 tortillas 2 bolsitas
de frijoles
Ellos me apresuraban
sus ojos
relampagueaban
varios litros de
tonayan escurrían de sus labios
la casa apestaba como
un temazcal de mezcal
Pasé la noche en vela
sorbiendo coca colas
sin poder orinar pues
siempre había
(siemprehabíasiemprehabía)
zapatistas en el baño
de mi casa
zapatistas en el baño
de mi casa
Luego de discutir
de golpearse
de hablar mal del
gobierno
de censurar a marcos
de alabar la
dictadura proletaria de la esquina
luego de cabecear de
vomitar regurgitar de carraspear de
abofetearse
nuevamente
mutuamente hasta la
sangre
hasta los belfos
luego de asegurarme
que zapata había sido
maricón
se fueron por fin con
esa cruda
que sólo da a las
diez de la mañana
se fueron dejando
como única prenda
como único recuerdo
un caset de los
Violent Femmes
En cuanto
desaparecieron
como si todo fuera
magia
o todo fuera un viejo
sueño
se esparció la
primavera sobre el tufo de la cruda
varitas de nardo
creciendo en tus fotos
flores en tu cabello
guacareado
sentí unas ganas
locas de declamar poesía
y eso que aún me
faltaba lo más bello
Oh honey
llegaste pisando los
talones de la primavera
con la propiedad
privada de tus pechos chiquitos
con el imperialismo a
cuadros de tu blusa verde
hey dear –estabas
lista
para pasar a la
catafixia y –mientras te desnudabas
perdoné mentalmente a
los explotadores que se comieron
mi comida
que vomitaron en mis
muebles y me dieron
a cambio
nomás este caset
de pronto supe que
nunca voy a rebelarme
No sé quien soy
soy tan voluble
me conformo con un
trago
una cuenta de vidrio
y un caset
me conformo con un
pase
una blusa tirada y un
caset
Y por eso te digo:
pásame el espejito
para verme de cerca
porque ya no distingo
donde está el bien
dónde está el mal
Estamos bateando
basura
No importa si eres
sacerdote, borracho, maricón o policía. No importa si vives en la Del Valle, en
Hong Kong, en Las Gradas o en la Luna. No importa si tu hobby es escribir
discursos, matar árabes, pescar ostiones en Guaymas, limpiar baños en Durango o
fornicar en los hoteles de Calzada de Tlalpan con muchachas chaparritas. Hay
algo en lo que estoy totalmente de acuerdo contigo: lo que más abunda en la
atmósfera es oxígeno e hijos de puta. Y no lo digo para complacerte, no, ni
mucho menos para hacerte creer que tú y yo somos mejores, nada de eso: estoy
hablando completamente en serio. Ahora que, tú bien sabes, de vez en cuando
aparecen personas luminosas.
Hay una vecindad a
donde voy a conectar de vez en cuando. El cuarto del Bueno está al fondo. Es
una habitación destartalada: apenas una cama, pósters de desnudos, una gramera,
bolsas de polvo y piedra y, me imagino que debajo del colchón, más dinero del
que a ti y a mí nos pagan por trabajar durante meses. Para llegar a ese cuarto
es necesario atravesar un pasillo. En él te encuentras chavitos jugando fútbol,
señoras tendiendo la ropa, muchachas de dieciséis paradas junto a las puertas
laterales repasando catálogos de Avon. Ya sabes, all that crap que luego
sale con cámara movida y grano abierto en ese dizque Nuevo Cine Mexicano.
Al fondo del pasillo,
junto a la puerta donde despacha el Bueno, está sentado don Chago. Siempre trae
puesto su overol de barrendero municipal, aunque se le nota en la manera de
moverse que ya se jubiló. Sostiene junto a la oreja un radio de pilas del que
surge la voz esquizofrénica de un cronista deportivo.
- Quihubo don Chago,
¿cómo le va?
Se seca el sudor con
un paliacate rojo y contesta:
- Aquí nomás, como
siempre: bateando pura pinchi basura.
Nunca me animo a
preguntarle si lo dice por alguien en particular. Mejor así: me doy un pase,
luego otro, y ya siento en la piel cómo los jardineros se atragantan de hits,
el Houston Jiménez estruja entre sus dedos un vaso desechable, don Chago se
pasa por el rostro un pañuelo humedecido y mira su radio de pilas con rencor,
las muchachas hacen cuentas severas y aún así no completan para el esmalte o la
caja de sombras.
Ponchados cada noche.
Compartiendo la derrota.