Hace varios años, todavía en sus tiempos de ficticia
economía boyante, recorrí por vez primera las calles de Buenos Aires. Me
fascinó: su vida cultural y nocturna, su arquitectura, el mate, el culto de la
amistad, su comida (¡aguanten los asaditos!), su bebida (los tintos, el amargo
fernet), sus minas (con su imposible dosis de histeria), su tango, su rock y la
inefable sensación de participar de un delirio colectivo teñido de afanes, exilios,
fracasos, y revestido (sea dicho con palabras de Joaquín Sabina, el más porteño
de los gallegos) del “tango
añil de la melancolía”. Hice entonces dos juramentos: el primero, siempre
volver (que lo cumplo con fervor cívico y periodicidad anual) y el segundo, que
cuando mi situación económica lo permita, le compraré un departamento a mi
madre, sea en Palermo o en Recoleta. Sé bien que ahora este juramento toma
estado público.
Ya entonces me impresionó mucho constatar que
quienes de mi ciudad tienen la posibilidad de viajar al exterior prefieran una
ciudad tan desangelada como lo es Miami y no prefieran (por las razones que
tanto me fascinan a mí y por tantas otras) esta delirante metrópoli austral.
Una serie de hechos (la dominación cultural de los EE.UU., la dependencia
económica de nuestro país, la frecuencia de los vuelos) podrían intentar una
justificación de esta preferencia; mucho menos justificable es el intento de convertir
a Guayaquil en su pobre simulacro: de hecho, el llamado proceso de
“Regeneración Urbana” crea unos pocos retazos de esa simulación, en los cuales
la noción de “espacio público” es una cosa que administran otros, con un
silbato y muy pocas ideas. He escuchado, con una mezcla ambigua de risa y de
horror, que a esta vana pretensión algunos la denominan guayami.
A pesar de la anterior constatación y del título de
esta columna, no intentaré la vana pretensión de su antípoda, esto es, de
convertir a Guayaquil en un sucedáneo de Buenos Aires, en Guayaires: esa
es, por supuesto, una notoria imposibilidad. Fui yo mismo, además, quien
reivindicó en un artículo reciente ("Citámbulos",
del 8 de setiembre de 2007) el que aprendamos a “asombrarnos de los detalles
que singularizan (a despecho de las intenciones de convertirla en “genérica”) a
nuestra ciudad, que la tornan única y que le conceden, en real definitiva, su
entrañable y extraña belleza”. Pero sí quiero en esta columna enfatizar que
mirar hacia este puerto (“junto al río inmóvil”, como dijera Borges) es útil
para aprender a disfrutar de nuestra ciudad, de manera distinta y más intensa.
El espacio de esta columna es diminuto para decirlo, pero valga admirar de
Buenos Aires la apropiación de los espacios públicos que hacen sus ciudadanos y
las iniciativas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires (por ejemplo, la
exquisita “Noche de los Museos”,
en la que gustoso participé el sábado pasado) para promover diversas
actividades culturales y ciudadanas. Solo son botones de muestra, que bien
podríamos imitar: el énfasis que quiero transmitir, en definitiva, es la
necesidad de propiciar en Guayaquil la búsqueda, creación y exhibición de sus
matices y de sus riquezas culturales, la apropiación de los espacios públicos
por parte de nosotros, sus ciudadanos, y la discusión pública de las políticas
de las autoridades que nos administran. Son unas cuantas reflexiones (que
espero contribuyan a una necesaria discusión) que remito desde un café de esta
fascinante ciudad.
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