Repasemos la historia: el
pueblo ecuatoriano votó en el referéndum y consulta popular del 4 de febrero de
2018 por la creación de un órgano transitorio a cargo de organizar los procesos
de evaluación a las autoridades del Gobierno de Rafael Correa y los procesos
para designar a sus (eventuales) reemplazos. Esta decisión popular precisó que
la actuación de este órgano transitorio debía concluir cuando se posesione el
nuevo Consejo de Participación Ciudadana y Control Social de elección popular,
cuya invención fue el objeto principal de la reforma constitucional de febrero
de 2018.
Este órgano transitorio destituyó,
entonces, a las autoridades electorales nombradas en los tiempos de Correa y
nombró discrecionalmente a unas provisionales (por una invención tremendamente
abusiva llamada “encargados”). El órgano electoral armado por el órgano
transitorio, es decir, un órgano transitorio al cuadrado, fue el que aprobó la
inscripción del sacerdote José Carlos Tuárez como candidato para integrar el
nuevo Consejo de Participación Ciudadana y Control Social de elección popular.
El órgano electoral definitivo (en el que se recicló a la transitoria Diana
Atamaint, que se convirtió en su Presidenta) es el que organizó, por primera
vez, el producto de la reforma constitucional del año 2018, esto es, la designación
por votación popular de los siete vocales del Consejo de Participación
Ciudadana y Control Social.
Es importante recordar que
a la elección popular de los vocales del CPPCS se la vendió como una conquista
democrática, cuando se trataba de persuadir al pueblo para que vote a su favor:
“Se ha
considerado prudente efectuar una enmienda constitucional que cambie la forma
de designación de los representantes de los ciudadanos que integran dicho
Consejo, a través del mecanismo de votación popular, que sirva para dar cuentas
de la naturaleza de este organismo, de allí que se plantee la cesación de los
actuales consejeros y que los mismos sean electos democráticamente. Ello
conlleva además la aplicación del principio constitucional de progresividad de
derechos” (Pregunta 3, Justificación).
Pero pasó el tiempo y la
gente en el Gobierno de Lenin Moreno empezó a pensar que era una pésima idea haberle
dado al pueblo la posibilidad de elegir a los integrantes del CPCCS. Esto,
porque la actuación del órgano transitorio, lejos de eliminar al “correísmo”, lo
avivó. La posibilidad de que el pueblo vote por el “correísmo” en las
elecciones de marzo de 2019 empezó a preocupar. En un acción desesperada,
algunos consejeros del Consejo Nacional Electoral y algunos consejeros
(incluido su Presidente) del órgano transitorio, promovieron el voto nulo para
la elección del nuevo Consejo de Participación Ciudadana y Control Social.
Fracasaron miserablemente.
Su preocupación, entonces,
se hizo realidad: de los siete integrantes del CPCCS de elección popular, a cuatro
se los puede interpretar como contrarios al actual Gobierno y tanto más peligrosos
mientras mayor sea su cercanía (real o fabulada) al expresidente Rafael Correa.
Ahora buscan mecanismos para bajarse al sacerdote José Carlos Tuárez, a quien
el pueblo eligió para integrar el nuevo CPCCS reformado y a quien la mayoría de
ese órgano designó como su Presidente, entre otras cosas, por ser la persona que
obtuvo la mayor cantidad de votos (en la papeleta “Hombres”) en la elección del
24 marzo de 2019: un total de 962.046 votos.
Recordemos el origen de
Tuárez: él es el producto final de un proceso organizado por los anti-correístas
en el poder. El órgano transitorio que presidió Julio César Trujillo nombró a
las autoridades electorales transitorias que aceptaron a Tuárez y a las
autoridades electorales definitivas que organizaron el concurso en el que
Tuárez obtuvo casi un millón de votos.
Entonces, lo que ahora
sucede, cabe interpretarlo así: el Estado hace mal las cosas (en forma de un
concurso en el que ganan quienes no le gusta) y como ya no le conviene el
resultado, procede a sabotearlo. Este es el Estado ecuatoriano de toda la vida,
aquel que actúa como borracho de fiestas de Quito (al menos de las noventeras).
Este nuevo abuso del Estado
nos cuesta mucha plata. Uno, por la ineficacia en organizar una elección, pues
si José Carlos Tuárez pasó todos estos filtros y obtuvo el voto de casi un
millón de personas, ya no vale que después de organizado este proceso que costó
millones de dólares se le diga a Tuárez que no puede ejercer el cargo para el
que la gente lo votó pues no cumplió cosas de su candidatura que debieron ser
verificadas por las autoridades electorales del Estado (todas ellas nombradas
por Trujillo and pals). Si se les
pasaron cosas por alto a dichas autoridades, ese hecho ya es responsabilidad del
Estado, no del candidato. Si por fallas de los dos CNE (provisional y
definitivo) se lo pretende sancionar a Tuárez, esto es claramente abusivo, pues
hasta un subnormal podría apreciar que el Estado ecuatoriano está alegando A SU
FAVOR su propia negligencia.
En el campo del derecho
hay un principio que descarta concederle valor a esta conducta barriobajera del
Estado, condensado en una hermosa frase en latín: “Venire contra factum proprium non valet” [contradecir los actos
propios no vale]. Tiene una lógica maciza: si se organizó una elección, se debe
aceptar su resultado, aunque no le convenga al Gobierno de turno. Esto, por la
razón fundamental de que es lo verdaderamente democrático aceptar las
decisiones aunque no convengan, máxime si son fruto de la elección popular.
Y no respetar la voluntad
popular tiene consecuencias. En el derecho internacional de los derechos
humanos, es claro que la destitución de una autoridad elegida por la votación
del pueblo usando vías administrativas es considerada como una grave
vulneración a los derechos políticos de dicha autoridad. La Comisión
Interamericana de Derechos Humanos ha formulado un juicio de proporcionalidad
que debería resultar a prueba de imbéciles:
“… la
sanción de destitución e inhabilitación de un funcionario de elección popular
por infracciones meramente administrativas que no constituyen delitos, no
satisface el estándar de proporcionalidad estricta en tanto el grado de
afectación que tiene en los derechos políticos tanto de la persona destituida e
inhabilitada como de la sociedad en su conjunto, es especialmente intenso,
frente a un mediano logro de garantizar la idoneidad de las personas para
ejercer la función pública cuando estos pudieron haber cometido infracciones
administrativas que si bien pueden revestir cierta gravedad, al no llegar a la
entidad de un delito, no logra justificar la afectación intensa a los derechos
políticos…” (Caso
Petro, Párr. 122).
Esto, por la sencilla
razón de que en el orden internacional sí se valora la importancia de una autoridad
elegida en una votación popular:
“La CIDH
considera que el derecho a ser elegido a un cargo de elección popular, así como
a completar el respectivo mandato, constituye uno de los atributos esenciales
que integran los derechos políticos, por lo que las restricciones a dicho
derecho deben estar encaminadas a proteger bienes jurídicos fundamentales, por
lo que deben ser analizadas cuidadosamente y bajo un escrutinio riguroso. En un
caso como el presente, de una persona elegida a un cargo de elección popular,
debe tomarse en cuenta que una restricción al derecho al sufragio activo
mediante destitución e inhabilitación, puede afectar no solamente a la persona
en cuestión sino también a la libre expresión de la voluntad de los electores a
través del sufragio universal. De esta manera, una restricción arbitraria de
los derechos políticos que impacte en el derecho de una persona a ser elegida
popularmente y a terminar su mandato, no afecta únicamente los derechos
políticos de la persona en cuestión, sino que implica una afectación en la
dimensión colectiva de dichos derechos y, en suma, tiene la virtualidad de
incidir significativamente en el juego democrático” (Caso
Petro, Párr. 117).
Porque, neta, el que tanta
gente haya votado por Tuárez el 24 de marzo de 2019 parece valerles pija a los
del Gobierno actual. Pero en otras partes (en el Sistema Interamericano de
Derechos Humanos, p. ej.), su caso podría ser materia de un juicio del que
emanará una obligación del Estado de reparar (es decir, más plata a pagar).
Así las cosas, la
persecución emprendida en contra de Tuárez tiene su razón de ser en que las
autoridades del Gobierno actual han sido de una actuación mediocre, resultaron malos
perdedores, y en ultimadas cuentas, ni
siquiera son demócratas. Prefieren imponerse por vías ajenas a las democráticas
(incluso con procedimientos tan imbéciles como el de un Juicio Político
por actos de cuando Tuárez no se encontraba en funciones [¿?]) que soportar un resultado electoral adverso, incluso aunque
años después tengamos que pagar en juicios internacionales por sus abusos. Estos
atributos pintan un retrato del Estado ecuatoriano ineficaz y abusivo que es el
que yo recuerdo de los ochentas y noventas, en sus sucesivos y caóticos
Gobiernos.
A juicio de por cómo
juegan los muertos de nuestra selección nacional de fútbol, bien podríamos
estar de vuelta a 1987.