En 1830, el naciente Estado del Ecuador no fue una ‘República’. El tierno y violento Estado del Ecuador concebía a Colombia como una República y al Estado del Ecuador como una parte integrante de ella, en plan confederativo. El Ecuador se pensaba a sí mismo un territorio autónomo, pero aún dentro del sueño bolivariano. Era un Ecuador quimérico y absurdo, pues en el concierto de las naciones, no hubo quién le haga caso.
La primera autoridad del territorio autónomo del Ecuador fue un caribeño pobretón, ascendido a punta de sable a las altas esferas de la política sudamericana (1). Su apellido era Flores, era orejón y su gran mérito fue haber estado en el lugar y el momento adecuados para recibir la herencia de Simón Bolívar, simbólico reemplazo de un Rey en estos territorios silvestres. Bolívar accedió a entregarle a Flores la administración del Sur de Colombia, no sin antes advertirle que ese territorio estaba poblado de hombres, ‘[u]nos orgullosos, otros déspotas y no falta quien sea también ladrón; todos ignorantes, sin capacidad alguna para administrar’ (2). Un dictamen que sigue siendo veraz, a la fecha.
La Constitución de este Estado sin República preveía unos pasos para alcanzar su quimera. Su artículo 3 disponía: ‘El Estado del Ecuador concurrirá con igual representación a la formación de un Colegio de Plenipotenciarios de todos los Estados, cuyo objeto sea establecer el Gobierno general de la Nación y sus atribuciones, y fijar por una ley fundamental los límites, mutuas obligaciones, derechos y relaciones nacionales de todos los Estados de la Unión.’ Este experimento, por supuesto, terminó mal. Primero, Colombia le impuso la Ley de División Territorial que cercenó el Norte del naciente Estado (v. ‘1832: una de cal, única de arena’). Segundo, esa reunión del Colegio de Plenipotenciarios nunca pasó. Tercero, cuando se repartieron en 1834 las deudas por la guerra de la independencia, el Ecuador no envió representantes a la reunión y le clavaron una deuda exagerada, que recién se pagó con el boom petrolero de los años setenta del siglo pasado. El tierno y violento Ecuador no pudo enviar a nadie en su representación, porque estaba muy ocupado haciéndose daño a sí mismo.
En 1834, el Ecuador atravesaba su primera guerra civil. El primer hombre que ocupó el cargo de Ministro de lo Interior, José Félix Valdivieso, ricohombre de Loja y mayor hacendado de la Sierra ecuatoriana, se le había sublevado a Flores el 12 de junio, declarándose Jefe Supremo del Ecuador. Por esta sublevación, el Presidente Flores perdió el control de toda la Sierra (por ende, de su anexo campestre, la Amazonía) y del norte de la Costa. Pero Flores tenía un as bajo la manga: tenía como aliado a un ricohombre de Guayaquil y mayor hacendado de la Costa ecuatoriana, Vicente Rocafuerte y Rodríguez de Bejarano.
Rocafuerte era un rock star de la política de la época. Intelectual y viajado, periodista, diplomático y político, escritor de libros y hombre de mundo, Rocafuerte era una rara avis de estos agrestes trópicos. Como las cosas en el Ecuador tienen que ser rocambolescas (fiel a su lema no oficial ‘no se gana pero se goza’), esto fue lo que ocurrió: con el apoyo de un tal Comodoro Wadsworth, hombre a cargo del U.S.S. Vincennes (3), se concertó un acuerdo que se firmó en el territorio neutral que era dicho barco, entre quien era entonces Presidente Constitucional del Ecuador, Juan José Flores, y el rock star de la política ecuatoriana, el guayaquileño Rocafuerte. El preámbulo y el primer artículo de este convenio disponían lo siguiente: ‘Los infrascritos, animados del más vivo deseo de poner término a las calamidades que afligen al Ecuador, y de restablecer la paz de un modo sólido y permanente, han convenido en lo siguiente: Art. 1º.- Habrá paz, unión, concordia sincera y fraternal entre todos los ecuatorianos’. El artículo 2 disponía, a manera de camino a seguir, que se debía convocar a una nueva Convención Nacional para reorganizar el país. El futuro del Ecuador se labró abordo de un barco norteamericano.
For the win: el convenio fructificó, se juntaron tropas con el dinero de Rocafuerte y se las puso bajo el mando militar del venezolano Flores. Se iba a conseguir la paz, a través de la guerra (4).
Cuando el 10 de septiembre de 1834 concluyó su período presidencial, Flores le traspasó el poder a Rocafuerte, quien lo asumió en calidad de Jefe Supremo, para enfrentarse con el otro Jefe Supremo auto-proclamado, el lojano Valdivieso. Se avecinaba nuestra primera guerra civil.
Una guerra civil que parece de historieta, porque enfrentó al mayor hacendado de la Costa contra el mayor hacendado de la Sierra, por la interpuesta persona de militares extranjeros. Por una parte, el general Flores, venezolano, y por la otra, el general Barriga, colombiano. El resultado fue el triunfo del general Flores en la batalla de Miñarica, ocurrida el 19 de enero de 1835 en los arenales de dicho nombre.
Así, para que este país llamado Ecuador sea una República y no un remedo de Estado confederado, tuvo la Costa que vencer a la Sierra (5), la que, vencida, debió abonar a los triunfadores en el nuevo Gobierno la cantidad de 100.000 pesos. A su derrota, la Sierra le añadió el escarnio. Que cuente el historiador quiteño Salvador Lara la deplorable acción de los perdedores de la guerra civil:
‘cayeron en el absurdo de proclamar la muerte del estado ecuatoriano […] En Tulcán, presididos por el general Matheu, decretaron la anexión a Nueva Granada; el odio político les llevó a traicionar sus ideales de siempre: la autonomía de Quito. Don Roberto Ascázubi, comisionado para ello, pasó por la vergüenza de que el gobierno de Bogotá rechazase tal acta’ (v. ‘Quito, la Nueva Granada y el invariable fracaso’).
Este grupo de serranos quiso refundir al Estado del Ecuador en la República de Colombia (es decir, llevar hasta el extremo el ideal de la Constitución de 1830) pero los colombianos se negaron en redondo a aceptar a estos montañeses exaltados. Los costeños, por su parte, organizaron la Convención Nacional de la que hablaba el artículo 2 del convenio firmado en el U.S.S. Vincennes entre Flores y Rocafuerte.
Cerca de donde ocurrió el triunfo militar, en Ambato y a mediados de 1835, se organizó esa Convención Nacional, presidida por el poeta guayaquileño José Joaquín de Olmedo, la que dictó la segunda Constitución del Estado. En ella, por vez primera se afirmó que el territorio del Ecuador (heredero del Distrito del Sur reglado por ley colombiana) merecía finalmente ser una República en sí misma y, además, tenerlo a Vicente Rocafuerte como Presidente Constitucional. Esa Constitución de 1835 entró en vigor el 13 de agosto y este es el día que nació oficialmente la ‘República del Ecuador’, fruto de la primera guerra civil de nuestra jalonada historia.
Así, en resumen, la República nació abordo de un barco, ocurrió por el triunfo de la Costa y tuvo como su primer Presidente a un guayaquileño ilustrado (6).
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(1) El primer título del gobernante de este territorio fue el de ‘Jefe de Administración’. Un conserje pomposo tendría el mismo título. (Sobre esto, v. ‘Principioy fin del Estado del Sur’).
(2) Este dictamen consta en una carta de Bolívar dirigida a Flores, dada el 9 de noviembre de 1830, pocos días antes de su muerte. Si algo, Bolívar detestaba a los quiteños, como se refleja en esta carta dirigida a Santander, dada el 7 de enero de 1824: ‘Yo creo que he dicho a Vd., antes de ahora, que los quiteños son los peores colombianos. El hecho es que siempre lo he pensado, y que se necesita un rigor triple que el que se emplearía en otra parte. Los venezolanos son unos santos en comparación de esos malvados. Los quiteños y los peruanos son la misma cosa: viciosos hasta la infamia y bajos hasta el extremo. Los blancos tienen el carácter de los indios, y los indios son todos truchimanes, todos ladrones, todos embusteros, todos falsos, sin ningún principio de moral que los guíe. Los guayaquileños son mil veces mejores’.
(3) El U.S.S. Vincennes fue el primer barco de bandera norteamericana en circunnavegar el globo. Los hechos que aquí se narran ocurrieron cuando en los Estados Unidos de América gobernaba su séptimo Presidente, Andrew ‘Old Hickory’ Jackson, la cara del billete de 20.
(4) Tiempos arrechos: en los tiempos modernos se estila renunciar si las cosas se ponen malitas pero en estos tiempos arrechos del nacimiento del Ecuador, renunciar no era parte del vocabulario político. Lo que se hacía era reorganizarse, buscar nuevos aliados y volver a tirar bala, que fue exactamente lo que ocurrió.
(5) Para el triunfo del liberalismo, 60 años después, debió ocurrir otro tanto. En esa ocasión, the man of the hour fue el gran Alfaro. Años después, en 1912, la plebe y la clerigalla de Quito, en plan de montañeses brutos y exaltados, cobraría su venganza contra Alfaro, quemándole sus huevos (v. ‘Quito gore’).
(6) Se agradece la participación, como locación, de Ambato y su pan.