Hay una historia ‘oficial’ del Ecuador, en la que lo que se conoce como la ‘Revolución del 10 de agosto’ se ha hecho
pasar como la fecha fundacional del Estado del Ecuador, como el origen de su
independencia política.
Como lo ha advertido Antonio Annino, el origen
de esta historia ‘oficial’, o ‘clásica’, se encuentra en ‘los imaginarios liberales del siglo XIX y de
los nacionalistas del XX’, que ‘en su
afán de construir historias patrias según los cánones de las dos épocas,
inventó el exitoso paradigma de unas «naciones» oprimidas que se liberaron de
una «tiranía» de una metrópoli colonialista’*.
El problema de esta historia es que, aunque
conveniente, es falsa. Hace muchos años que los nuevos estudios históricos han superado
esta historia ‘clásica’ u ‘oficial’, porque se ha llegado a
comprender que la historia de las independencias en América es ‘un proceso global que empieza con la
irrupción de la modernidad en una monarquía de antiguo régimen, y va a
desembocar en la desintegración de ese conjunto político en múltiples Estados
soberanos, uno de los cuales será la misma España’**.
En esta nueva comprensión, se le nota lo
contrarrevolucionario a la ‘Revolución
del 10 de agosto’. Frente a las luces de la modernidad, originada en
Francia con su célebre Revolución de 1789, los revolucionarios de agosto le
opusieron una Junta Suprema ‘que gobierne
interinamente a nombre, y como representante de nuestro legítimo soberano, el
señor Don Fernando Séptimo’ (Acta del 10 de agosto) y pidieron a los
pueblos de América unir sus esfuerzos para enfrentar al ‘sanguinario tirano de Europa’ (Napoleón): ‘conspiremos unánimemente al individuo objeto de morir por Dios, por el
Rey y la patria. Esta es nuestra divisa, esta será también la gloriosa herencia
que dejemos a nuestra posteridad’ (Proclama del 16 de agosto). Dios,
Rey y Patria española: ha aquí una trilogía contraria a los ideales de la
modernidad, a la que en los escritos se demoniza.
En esta nueva comprensión, el propósito de los
revolucionarios de agosto fue defender el ancien
régime y no buscar la independencia. Y en ese contexto, lo suyo fue un
proyecto de autonomía política para la superación de la varias veces centenaria
subordinación de la Audiencia de Quito a las jurisdicciones virreinales (primero
a Lima, luego a Santafé). Su propósito fue romper con esta subordinación y
asumir una primacía, siempre como parte de la Monarquía Católica, frente a sus
provincias vecinas que formaban parte de su jurisdicción como Audiencia de
Quito: las provincias y Gobernaciones de Popayán, Guayaquil y Cuenca (v., sobre
esto, ‘Siglo y medio de miseria y derrotas’ y ‘El 10 de agosto no fue obra de canallas’).
El final de esta contrarrevolución ocurrió por
la negativa de estas provincias y Gobernaciones de hacer caso a la propuesta de
primacía de Quito sobre ellas. No sólo se negaron, sino que ellas se opusieron
de forma activa, al punto de enviar tropas a Quito. La horrible matanza del 2
de agosto de 1810 fue una de sus consecuencias (v., sobre esto, ‘Todo les sale mal’).
En la historia ‘oficial’, a las víctimas de esta masacre se los ha hecho pasar por
mártires de la independencia. Esta idea fue conveniente a la propaganda
anti-española en tiempos de la independencia, pero es falsa, porque como ellos nunca
aspiraron a la independencia, por ende, mal podían ser unos mártires de algo en
lo que nunca creyeron. Los revolucionarios estaban presos en Quito,
resguardados por tropas limeñas, debido a la reacción de sus provincias vecinas
frente a su ‘Revolución del 10 de agosto’
que quiso darle a Quito una primacía que ellos no le permitieron (sobre las
interacciones entre Quito y las provincias, v. ‘Las relaciones exteriores de Quito en 1809’). Así, el 2 de agosto de 1810 fue un punto extremo de esta
reacción contra Quito: frente a la ejecución chapucera del plan para liberar a
estos presos, la reacción de las tropas extranjeras, venidas del Sur, fue eliminar
a todos los presos que pudieron y, acto seguido, pasar por las armas a alrededor
del 1% de la población de Quito. Brutal.
Así, debemos situar, aunque nos pese, a la ‘Revolución del 10 de agosto’ en su justa
dimensión: una acción de hondo tufo contrarrevolucionario, hecha en nombre de
los valores del ancien régime (Rey,
Dios y Patria en Europa), que no buscó jamás la independencia ni de la
provincia Quito ni mucho menos de un inexistente Estado del Ecuador, y que tuvo
un final triste y brutal.
Visto desde esta perspectiva ofrecida por los
nuevos estudios históricos de François-Xavier Guerra, Antonio Annino, Federica
Morelli, Manuel Chust, entre muchos otros, no considero que haya, a nivel
nacional, nada que festejar el 10 de agosto. Porque es un hecho provincial (dado
que su falso ‘heroísmo independentista’
le corresponde únicamente a la provincia de Quito y fue rechazado por las otras
dos provincias que llegaron a constituir, muchos años después, el Ecuador) y porque
es un hecho esencialmente fracasado, que
no tendría porqué festejarse.
Pero el Ecuador es este país raro (a weirdo) que ha convertido en su fecha
fundacional a un rotundo fracaso. Aunque, a la final, ello tenga plena lógica:
llevamos 190 años siéndolo (un fracaso, a
weirdo).
* ‘Lo
imperial en la América hispánica’, en: Annino, Antonio, ‘Silencios y disputas en la historia de Hispanoamérica’ (pp. 137-179),
Taurus, Bogotá, 2014, p. 138.
** Ibíd.
La frase es de François-Xavier Guerra.