Como ya se sabe pero aún nos
falta aceptarlo, la destitución de las autoridades españolas de Quito el 10 de
agosto de 1809 no buscó la independencia del Reino de España. Quito siempre
(incluso en la llamada “Constitución de 1812”) se sintió parte del Reino del
bobo y necio de Fernando VII.
Pero lo que sí buscó Quito
en los albores del siglo XIX es la autonomía del territorio a su cargo, esto
es, de la Audiencia de Quito. Y Quito quiso situarse en la cúspide de este
nuevo orden autónomo que creaba. Esa fue su aspiración en agosto de 1809.
Para concretar esta
aspiración, la Junta de Gobierno de Quito, que fue el órgano creado en
reemplazo de las autoridades españolas, decidió la creación de un ministerio
encargado de las relaciones exteriores y colocó al antioqueño Juan de Dios
Morales a cargo del ministerio llamado de “Estado, Guerra y Relaciones
Exteriores” (se crearon dos ministerios: el otro fue el llamado de “Hacienda,
Gracia y Justicia”, a cargo del altoperuano Manuel Rodríguez de Quiroga).
Para persuadir a las
provincias vecinas, primero la Junta de Quito entabló correspondencia con personas
influyentes, a fin de que ellas intervengan para que en Popayán, Guayaquil y
Cuenca se le reconozca a Quito su anhelada primacía. Cuando se evidenció que
esto era insuficiente, se decidió el envío de legaciones a Popayán,
Guayaquil y Cuenca para buscar ese reconocimiento, con resultados desastrosos.
A Popayán, Quito envió a
los payaneses Manuel Zambrano y Antonio Tejada. Tejada, de plano,
declinó participar por considerar al proyecto como “sedicioso”. Zambrano, por
su parte, fue repelido. (Esta historia se cuenta en detalle en el artículo ‘Impacto del 10 de agosto en la Gobernación de Popayán’).
De Quito a Guayaquil se
despachó a los quiteños Jacinto Sánchez de Orellana, alias “II Marqués de Villa
Orellana”, y José Fernández-Salvador, quienes le enviaron una comunicación al
Gobernador de Guayaquil, Bartolomé Cucalón, a fin de informarle de su propósito
de visita; en respuesta, Cucalón les advirtió que a lo único que se comprometía
era a tratarlos “sin impropiedad”. Sánchez de Orellana, entonces, detuvo su
viaje; Fernández-Salvador, en cambio, renunció a su comisión y acudió a
Guayaquil, pero a dar “declaraciones circunstanciadas acerca del estado de los
rebeldes, sus hechos y armamento”. Es decir, en calidad de delator.
Con los delegados de Quito
a Cuenca no les fue mejor. Al sur se envió al payanés Salvador Murgueitio y al
quiteño Pedro Calisto. Murgueitio y Calisto nunca fueron aceptados en Cuenca, a la que
no pudieron entrar. Calisto, “pocos días después, se unió a las autoridades
regentistas y trabajó activamente para disolver el gobierno revolucionario”. Es
decir, fue un traidor. (Los detalles de estas tres legaciones, en: ‘Revolución y diplomacia: el caso de la primera Junta de Quito’).
Así, se puede decir que
Quito tuvo tres niveles de relaciones políticas entre agosto y octubre de 1809.
La de los pueblos de su provincia, la de las capitales de las provincias
vecinas y la que buscó tener con un capitán inglés.
De los pueblos de su
provincia (la Sierra centro y norte de lo que hoy es el Ecuador), Quito obtuvo
la unanimidad de su apoyo. Pobre gente, tampoco les quedaba de otra.
A las capitales de
provincia se las intentó persuadir con correspondencia y delegados, con el rotundo
fracaso ya conocido.
Queda, finalmente, el
singular caso de cuando la Junta de Gobierno de Quito quiso entablar relaciones
con gente de Gran Bretaña, porque ella era opositora de los franceses y tenía
buques que podían surcar los mares. Pero esto entrañaba una dificultad para
Quito pues su provincia era un territorio, en la práctica, mediterráneo.
Pero esto no lo arredró al
Marqués de Merry Jungle, Presidente
de la Junta, quien escribió una carta dirigida a un destinatario genérico y puso:
a “cualquier capitán de buque inglés”. La idea en Quito era que el capitán de
la Pérfida Albión receptor de esta comunicación de Merry Jungle se debía conmover de los hechos ocurridos en unas lejanas
montañas y entonces comprometerse a traficar armas, y a traer cada vez más,
para dejarlas en una playa u otra. A cambio, los quiteños se encargarían de
subir las armas a sus montañas (el páramo,
que diría el exalcalde Nebot) y de pagar a los ingleses que asumieran todos estos
riesgos “a precio corriente”. No parecía haber mucho incentivo para que los
ingleses asumieran los riesgos que requería ayudar a estos montañeses en lucha.
De todas maneras, el plan
no se lo pudo poner en práctica, porque los enviados de Quito al puerto de La
Tola ni siquiera pudieron llegar a la playa a buscar a ese hipotético y
agencioso capitán inglés. Desde Popayán se ordenó cerrar el acceso a los
pueblos de Carondelet y La Tola, ante
lo cual Quito mejor se quedó quedito. (Esto se cuenta en ‘Impacto del 10 de agosto…’).
Al final, la revolucionada
Quito se quedó mediterránea y sola y en riesgo; su único consuelo era el
soporte de los pintorescos pueblos de su provincia. Sin aliados, y sin la posibilidad
de producirlos (pues el repudio de las provincias vecinas fue total), la supervivencia
de la Junta de Quito se tornó imposible, y terminó por claudicar en octubre de
1809. La Junta fracasó, así, en su propósito esencial: el ser aceptada, en ese
1809, como la ciudad primus inter pares
del extenso territorio de la Audiencia de Quito. Nadie quiso permitírselo.
Y en cuanto a la persona
que asumió el cargo de Ministro de Estado, Guerra y Relaciones Exteriores, el antioqueño
Juan de Dios Morales, fue detenido cuando llegaron las tropas de Lima pedidas
por el Gobernador de Guayaquil, Bartolomé Cucalón y fue iniciado entonces un
proceso en contra de los involucrados en los hechos del 10 de agosto de 1809.
Morales permaneció en la cárcel, hasta que el bravo pueblo quiteño lo intentó
liberar el 2 de agosto de 1810 pero, como es por todos conocido (incluso Dios “miró, y aceptó el holocausto”, según
cuenta nuestro himno), dicho intento de liberación fracasó.
El final, entonces, fue
atroz. Las tropas del Perú que cuidaban la cárcel, en respuesta a la incursión,
pasaron por las armas a todos los presos que pudieron, entre ellos, al exministro
Morales, único funcionario de ese efímero y nada efectivo Ministerio del año
1809. Y sanseacabó.
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