Entender la singularidad
de San Francisco de Quito en el contexto suramericano supone el esfuerzo
intelectual de comprender un siglo y medio de su historia. Este relato empieza,
entonces, a finales del siglo XVII, cuando hubo el cambio de dinastía en la
Península.
Hasta 1700 gobernó el
Reino de España un imbécil, Carlos II El
Hechizado. Fue el último de los Habsburgo. Al cambio entraron los Borbones de
Francia, e implementaron una serie de medidas económicas en sus posesiones
americanas. Y para ponerlo en simple: en el gran proyecto borbónico para el
desarrollo económico de su porción de América, el área de influencia de la
ciudad de Quito, y la capital misma, iban a ser sacrificadas.
Así, el siglo XVIII le
sacó la entreputaffff a Quito. Todas
sus glorias del siglo anterior, de los tiempos de los Habsburgo, se
convirtieron en recuerdos. Vale citarlo en extenso a Tyrer, en su estudio sobre
la situación económica de la Audiencia de Quito:
“Cualquier
lector o investigador de la historia ecuatoriana del siglo dieciocho no puede
sino impresionarse con los continuos reportes sobre la lamentable situación
económica de la Audiencia de Quito. […] Con su pasada gloria venida a menos,
las ciudades de la Audiencia, y su población estaban ahora cayendo en ruinas.
La élite estaba reducida a la pobreza […]. Incluso las clases altas se habían
visto en la necesidad de conseguir bienes y servicios mediante el trueque, lo
cual, en palabras del presidente Mon y Velarde ‘es la señal indefectible de la
miseria y la pobreza de los países donde se exerce’” (‘Historia demográfica y económica de la Audiencia de Quito’, p. 237).
De esta miseria económica,
se siguieron toda suerte de calamidades: por ejemplo, la merma de los
territorios bajo su administración. La lógica era muy simple para la Monarquía
Católica a la que Quito estaba orgullosa de pertenecer: si no tienes recursos
(si eres pobre, miserable), mal puedes administrar territorios y le corresponde
a otro hacerlo en tu lugar. Puede decirse que Quito quería mucho a la
Península, pero a la Península le valía muy poquito Quito, al punto que la
destripó a gusto. El recuento de las pérdidas territoriales quiteñas, a cargo
de la gran Federica Morelli:
“[Quito]
sufrió numerosos recortes jurisdiccionales: en 1779 la creación de un nuevo
obispado en Cuenca privó a la jurisdicción eclesiástica de Quito de su dominio
sobre Guayaquil, Portoviejo, Loja, Zaruma y Alausí; el paso en 1793 de
Esmeraldas, Tumaco y La Tola (en la costa septentrional) bajo la jurisdicción
de Popayán por orden del virrey de Nueva Granada; la creación en 1802, mediante
Cédula Real, de una nueva diócesis y de un gobierno militar en Mainas,
directamente dependientes de España; y finalmente, la anexión al virreinato del
Perú en 1803 del gobierno de Guayaquil, que escapaba así a las jurisdicciones
de Quito y de Santa Fe, impuesta por una nueva Cédula Real” (‘Las declaraciones de independencia en Ecuador: de una Audiencia a múltiples Estados’, pp. 76-77).
Repasemos: Quito, y la
Sierra Centro-Norte, que era su área de influencia, fue una región boyante por
sus obrajes, que administraba un gran territorio que incluía vastos territorios
al Norte del Río Carchi. Un mapa de 1779, el año de su primera merma importante
(el traspaso de la jurisdicción eclesiástica a Cuenca -que no era una cuestión
menor, pues quien ejercía la jurisdicción, cobraba el diezmo), todavía mostraba
a un Quito con sus posesiones al Norte, que pronto perdería:
Opuesta fue la situación creada
por el régimen de los Borbones para Guayaquil y su área de influencia. Para el
último tercio del siglo XVIII, “el cacao de Guayaquil comenzó a competir con el
de Venezuela en el mercado mexicano; era más barato y estaba menos expuesto a
los ataques de los ingleses, ya que tomaba la ruta del Pacífico. La región
de Guayaquil conoció entonces un gran desarrollo”, afirma Joseph Pérez en
su premiada “Historia de España” (Pág. 350). Para esa misma época, Pérez describe
la situación de miseria en Quito: “En Quito, en torno a 1770, nueve obrajes de
los once que existían cerraron; lo mismo sucedió con las fábricas de sombreros
–sólo quedaban cuatro sobre treinta y ocho-, con las fábricas de tejas –de
nueve, quedaban tres- con la alfarería…” (Pág. 349).
Son esta miseria económica
y pérdidas territoriales las que deben entenderse para una cabal comprensión de
los hechos del 10 de agosto de 1809. La situación en la Península Ibérica les abrió
a los empobrecidos quiteños de clase alta una “ventana de oportunidad” para iniciar
una reacción conservadora en Quito a fin de tratar de recuperar el dominio sobre
sus antiguos territorios. En ese sentido, la propuesta de Quito era un retorno
al pasado: una apuesta a favor de la religión y el Rey Borbón, así como una
forma de resistencia contra los franceses gobernados por el “Tirano de Europa”
(Napoleón) e hijos de la revolución de 1789 que había guillotinado a la familia
Borbón del trono francés. Ese es el sentido de su Proclama del 10 de agosto de
1809.
De hecho, a este propósito
de expandir las Buenas Nuevas de su revolución defensora de la fe se organizó
la naciente Junta de Gobierno quiteña para enviar, como lo he relatado en otro
artículo, delegados a todas las provincias vecinas. De ninguna cosechó
un apoyo, ni tan siquiera un gesto de buena voluntad.
Porque Quito, hay que
decirlo, tampoco fue fino en sus propósitos. Como lo ha destacado Morelli, en su brillante libro “Territorio o nación: Reforma y disolución
del espacio imperial en Ecuador, 1765-1830”:
“la junta
de Quito adoptó una actitud agresiva y a menudo no esperó la respuesta de las
demás ciudades respecto de su adhesión o no al proyecto. Al contrario,
destituyó a las autoridades existentes y las sustituyó por funcionarios nuevos,
elegidos directamente por ella y en estrecho vínculo con las grandes familias
de la capital. Tales prevenciones hegemónicas de la junta de Quito sobre las
restantes provincias provocaron una viva reacción entre las élites de las
últimas. El conflicto fue particularmente visible en el caso de Guayaquil,
Cuenca, Pasto y Popayán, que no sólo constituyeron un bloque económico opuesto
a la capital, sino que de ahí llegaron a un verdadero estado de guerra entre
ciudades. Así, el rechazo de la ciudades provinciales a reconocer a la junta de
Quito no debe explicarse por su respeto a las antiguas autoridades coloniales,
sino como signo revelador de la lucha existente entre las élites provinciales y
las de la capital por la recuperación de los diferentes espacios políticos y
sociales a los que la situación de crisis había vuelto accesibles” (pp. 64-65).
El ideal autonomista se
retomó después de la masacre de los presos el 2 de agosto de 1810 y tras la
llegada de Carlos Montúfar, enviado por la Corona Española con el cargo de
Comisionado Regio, hasta convertirse el 9 de octubre de 1810 en una auto-proclamada Capitanía General. Pero se la volvió a subordinar a balazos y sucumbió de
forma definitiva tras la derrota sufrida por las fuerzas de Quito en la Batalla
de Ibarra (1 de diciembre de 1812), a manos de las fuerzas realistas de Toribio
Montes, a quien lo habían enviado desde la Península para pacificar a estos
montañeses exaltados. Unos cuantos fusilados el 4 de diciembre a orillas del Yahuarcocha (entre ellos, el padre de
Abdón Calderón, el cubano Francisco Calderón), y de allí, a dormir en Quito hasta
que llegaron las fuerzas libertadoras del Norte (Bolívar) y del Sur (San
Martín), ya en 1822.
Como lo ha destacado uno
de sus mejores analistas, Carlos de la Torre Reyes, el fracaso de este proceso
de lucha autonómica debió mucho a sus encontronazos internos: “El virus
ponzoñoso del ‘fulanismo’, como llama D. Miguel de Unamuno a la posición
política que olvidando a las ideas sigue a los caudillos, minó como en todas
partes, el organismo naciente del Estado de Quito que al fin se desintegró, más
que por las fuerzas realistas, por la descomposición interna que desatan los
miasmas enrarecidos de los intereses personales” (‘La revolución de Quito del 10 de Agosto de 1809’, p. 555).
Cerrado este episodio en
1812, Quito volvió a someterse al régimen administrativo español y abandonó sus
sueños de autonomía (en palabras de otro quiteño ilustre, Luciano Andrade
Marín, los quiteños “quedaron postrados, desangrados y sometidos al más
riguroso dominio español; sin maneras ya de sacudirse de él por sí mismos, sino
esperando en la ayuda de alguien que los rescatara”) hasta que en 1822 se la
independizó de España para agregarla a Colombia y otorgarle un nuevo nombre oficial
desde el 25 junio de 1824, con la entrada en vigencia de la Ley colombiana de
Organización Territorial: “Departamento del Ecuador”. En conjunto con los otros
flamantes Departamentos de Guayaquil y del Azuay, conformaron el Distrito del
Sur de la República de Colombia entre 1824 y 1830.
Cuando este Distrito del
Sur se desmembró de la República de Colombia en mayo de 1830, surgió una
disputa sobre cuáles deberían ser los límites del naciente territorio. (Otra
disputa surgió por su nombre: los de Quito querían que se llame Quito, pero los
otros dos le pusieron Ecuador, que era el “apodo” que Colombia le había puesto
a Quito mientras formó parte del Distrito del Sur de Colombia). La primera
Constitución del Estado ecuatoriano decía en su artículo 6 que los límites del
Estado eran los del “antiguo Reino de Quito”, pero… ¿en qué mojones aterrizaría
esta fantasía?
Respuesta corta: en los
que reguló la Ley de Colombia en 1824 y porque Colombia así lo quiso. El caso es
que el primer presidente del Estado ecuatoriano, el venezolano Juan José
Flores, emprendió por dos ocasiones la recuperación de los territorios
históricos de Quito. En 1831, el Ejército ecuatoriano llegó hasta ocupar
(brevemente) Popayán. En 1839, hubo nuevas escaramuzas cuando en Colombia
ocurría la “Guerra de los Supremos”. En ambos casos, Ecuador conoció únicamente
el fracaso.
El período floreano concluyó
con el presidente Flores embarcándose en un barco rumbo al exilio tras la firma
del Convenio de la Elvira, suscrito tras las batallas de la Revolución
Marcista, iniciada con el enfrentamiento entre el irlandés Wright y el vasquito Elizalde el 6 de marzo de 1845. Estos hechos de 1845 sellaron dos
cosas: la primera, que la oligarquía de Guayaquil inició un período de dominio de
la política nacional, congruente con su boyante situación económica.
La segunda y más
importante a este drama que se ha contado en este post y que concluye aquí: después de las derrotas de Flores al
Norte, se cerraron todas las opciones de Quito para recuperar su grandeza
territorial de tiempos de los Habsburgo, ese inmenso territorio que abarcaba unos
buenos dos millones de kilómetros cuadrados (who the fuck knows?), como se observa en el mapa de 1779. Pero entre
la dinastía Borbón, las guerras de la independencia y la República de Colombia,
los dejaron a Quito y a su área de influencia sin ninguna posesión al Norte del
Río Carchi (desde el “Tratado de Pasto” de diciembre de 1832 hasta la fecha) e
inserto en un nuevo Estado conformado por los otros dos territorios con los que
antes había guerreado (entre 1809-1812 para imponerles un nuevo orden, sin
éxito; entre 1820-1822 para resistir a un nuevo orden, nuevamente sin éxito) y a
los cuales no les pudo imponer, a pesar de ser su capital histórica (la más
antigua de Sudamérica, ¡ejem!) ni su propio nombre, a pesar de venir supuestamente
de un ilusorio “Reino de Quito”, severa paja mental del Padre Juan de Velasco
durante su estancia en Italia.
En la década de 1860, un
embajador norteamericano, Friedrich Hassaurek, retrataba así a la capital de
los ecuatorianos: “En Quito existen otras carencias además de la de los
hoteles: la escasez de baños y de letrinas, que no son consideradas como
muebles necesarios en las residencias privadas. Este inconveniente ha hecho
de Quito lo que ahora es –una de las capitales más sucias de toda la
cristiandad. Hombres, mujeres y niños de todas las edades y colores puede
ser vistos en medio de la calle y a la luz del día haciendo sus necesidades al
tiempo que ven descaradamente a los ojos a los transeúntes que pasan a su
lado”. Es una descripción brutal, la hecha por este diplomático.
A mediados del
siglo XIX Quito es la capital de la miseria en el Ande, un despojo de los
Borbones que funcionó a manera de capital de un naciente país, más por inercia
que por mérito propio.
*
Moraleja:
La miseria económica te hace débil y propenso al fracaso. El período de aproximadamente
siglo y medio que se ha abarcado en este relato sobre Quito, lo cuenta con
elocuencia.
Cosa de asombro: A pesar de haber sido una apuesta al pasado, a los habitantes del
resto del Ecuador nos enseñan a creer que el 10 de agosto de 1809 fue un
movimiento de vanguardistas que lucharon por la independencia de todo un país
que aún no existía. Es decir que Quito al final triunfó, porque le logró
imponer a quienes lo derrotaron en 1809 (Guayaquil y Cuenca) su relato
mentiroso de las cosas, al punto de convertirlo en “mito fundacional” de esta
malhadada república.
Corolario: Hay que destruir ese “mito” a combazos y darle su correspondiente
lugar en la historia de los fracasos.