18 de abril de 2020

La renuncia (temporal) del Estado


Una nacionalidad, ha dicho Javier Otálora, es un acto de fe*. Ser ecuatoriano es carecer de convicción en esa fe, en el fundamento empírico de que nuestro Estado es considerado por los sujetos que estamos sometidos a su jurisdicción, más como un estorbo que como cosa buena. Este entendido fundamental tolera muchas cosas: la evasión de impuestos, el contrabando, las invasiones, la ineficacia y la desidia de nuestra burocracia, la falta de planificación y de coordinación en las instituciones públicas, una insatisfacción generalizada por el funcionamiento estatal y el verseo constitucional.

Hablemos del verseo constitucional. Desde un punto de vista normativo, el Estado ecuatoriano se propone muy servicial para sus habitantes. Por ejemplo, por el derecho a la salud que dice garantizar, si se hacía lo que ordena la Constitución del Estado, no habría jamás colapsado el sistema hospitalario en Guayaquil ni habría esa cifra inmisericorde de muertos (¿cuántos muertos son atribuibles a la desidia, fruto de años de tolerada ineficacia?). Pero nuestro Estado, esta es la triste realidad de las cosas, es incapaz de cumplir con eficacia las poderosas garantías que nos ofrece a quienes estamos sometidos a su jurisdicción. Puede mirarse, con mínimas variaciones, desde la perspectiva de cualquier otro derecho: a la educación, a un ambiente sano, a la seguridad social; por cualquier gobierno, sea de derechas o sea de izquierdas… En cualquier actividad en que haya que acumular dinero para distribuirlo de una manera, ya no digo justa, sino simplemente ajustada a la norma, el Estado casi invariablemente fracasa.  

El caso de la salud es dramático, porque su consagración en la Constitución es ditirámbica. Esta es la catarata de principios que consagra el artículo 32, vinculados a la salud como derecho de los ecuatorianos: “La prestación de los servicios de salud se regirá por los principios de equidad, universalidad, solidaridad, interculturalidad, calidad, eficiencia, eficacia, precaución y bioética, con enfoque de género y generacional”. Todos esos principios no se cumplen solos: requieren de organización y planificación, de compromiso y recursos… Todos ellos atributos que rara vez están presentes en nuestra burocracia.  

Ahora, si el estándar no era hacerlo bien, el gobierno de Moreno lo ha hecho pésimo, pues ha sido el sepulturero del derecho a la salud de los ecuatorianos debido a la reducción en su asignación presupuestaria desde que ascendió al poder (aún cuando la Constitución lo obligaba a aumentar, anualmente, este presupuesto). De los 306 millones en 2017, pasamos a 110 millones en el 2019 (una caída del 64%). (Sobre esta escandalosa reducción: “Ecuador, COVID-19 and the IMF: how austerity exacerbated the crisis”).

Y ya en el 2020 y ad portas de que una pandemia haga mella en el Ecuador, en vez de conservar 320 millones de dólares para enfrentar una crisis sanitaria y utilizarlos en inversiones que sirvan para prevenir la situación y mantener bajo el número de muertos por el COVID-19 (puro sentido común y de respeto a la Constitución), se decidió pagarle esa cifra a unos cuantos millonarios (los tenedores de los bonos). Se los prefirió a ellos (¿quiénes son estos hijos de puta?, es la gran pregunta de estos días) por encima de las urgencias de los sometidos a esta espantosa jurisdicción que ha sacrificado a su gente en aras de su credibilidad y su buen nombre internacional (léase: “de su obsecuencia y lameculismo a sus acreedores internacionales”). Además de ser unos fracasados, malosos.

Pero este artículo es, de acuerdo con su título, sobre la renuncia (temporal) del Estado. Yo supongo que un Estado dice que ya no sirve para maldita la cosa, que renuncia a ser lo que se propuso ser, cuando se niega a conocer y tramitar las garantías de nuestros derechos, que es exactamente lo que hizo el Consejo de la Judicatura prohibiendo a las dependencias judiciales la recepción de acciones de garantía, salvo por la acción de hábeas corpus (hasta la CIDH les dijo: ¡qué horror!). Porque el propósito declarado del Estado es la protección de los derechos de sus habitantes, y si éste se niega a tramitar las acciones que conducen a su respeto y garantía, pues se está negando a cumplir su función principal, está renunciando a ser el Estado que ofreció ser en su Norma Fundamental. Por fortuna, a día de hoy, el Consejo de la Judicatura se ha desdicho de su infame “acto de simple administración”.


De cierre: quien también debería desdecirse, pero de su aceptación misma de haber sido elegido Presidente de la República, es Lenín Moreno. Porque un Estado no debe renunciar a ser lo que debe ser (un protector de derechos), pero un Presidente de la República puede renunciar si aquello resulta conveniente para el Estado. Y es ese el caso: Moreno estorba, y debería renunciar ya. 

Pero se ve nomás que a ese arresto de dignidad, el Presidente Moreno**, ya no llega.

* Javier Otálora es un personaje de Jorge Luis Borges en su cuento “Ulrica”, publicado en “El libro de arena” (1975). Es famosa su respuesta a la pregunta ¿qué es ser colombiano?: “un acto de fe”. En rigor, la respuesta vale para cualquier nacionalidad, de fijiano a francés.
** Lenín Moreno está mutando de ser “Lenín El Arlequín” a “Lenín El Estorboso”. Pero eso sí: siempre, “Señor Mojón en la Marea”.

13 de abril de 2020

Una revolución contra la idiotez


1) El sistema electoral ecuatoriano está corrupto; 2) El voto facultativo es un remedio para atajar su corrupción.

Estas dos oraciones son lo que me propongo demostrar en este breve artículo.

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Para la primera oración, aporto como prueba el financiamiento del sistema electoral ecuatoriano.

Veamos el contexto: Ecuador es un país pobre y periférico en el contexto mundial, desigual y discriminador en el nacional. Equipado con estos atroces defectos, el Estado del Ecuador le parece a la mayoría de los ecuatorianos más un estorbo que cosa valiosa (en tiempos del COVID-19, esta sensación ha sido imposible de soslayar). Pero este Estado (de manera inequitativa, casi desfachatadamente) le cobra impuestos a sus habitantes. Muchos evaden los impuestos (evasión established since 1830) pero la plata llega igual a las arcas del Estado (established since 1830). Y ocurre que el Estado, de cuando en vez, devuelve ese billete. No me refiero en obras, etc., sino a unos pocos avivatos, en el marco del proceso electoral.

Que este diseño electoral está corrupto se desprende de las recomendaciones sobre “financiamiento político-electoral” en el informe de la Misión de Observación Electoral de la Organización de los Estados Americanos (OEA) desplegada en el Ecuador para las elecciones seccionales y de los integrantes del CPCCS que se realizaron el 24 de marzo de 2019. En este informe se empieza por reconocer como hechos que “la ausencia de barreras para acceder al financiamiento público genera una enorme atomización de la contribución estatal y un incentivo para el nacimiento de nuevas organizaciones políticas” y que ocurre que el financiamiento privado “no es fiscalizado durante la campaña y está sujeto a un débil escrutinio posterior [lo que] reduce seriamente la eficacia del control existente”. Acto seguido, esta Misión formula las siguientes recomendaciones:

Primera recomendación: “Fortalecer las capacidades del CNE para atender las funciones que por ley le han sido asignadas en la fiscalización del financiamiento público y privado, robusteciendo sus facultades para la detección y sanción de infracciones”. Como en la OEA son unos burócratas de alto coturno, se los pondré en simple: ellos quieren decir que el Estado ecuatoriano es patéticamente ineficaz para detectar y sancionar las infracciones en materia de financiamiento electoral… Lo que constituye un gran incentivo para la pillería.

Segunda recomendación: “Considerar la introducción de una barrera de acceso al FPE...” El Fondo de Promoción Electoral (FPE) es el botín que se quieren repartir (sin controles eficaces) las organizaciones políticas. La falta de barreras de acceso es otro gran incentivo para la pillería.

Tercera recomendación: “Incorporar en la normativa la obligatoriedad de etiquetar parte de los recursos permanentes que se asignan a las organizaciones para que sean destinados a la capacitación política, técnica y/o ideológico-programática…”. Esto, simplemente pone en evidencia la real naturaleza de nuestras organizaciones políticas: son mucho más unas maquinarias para obtener financiamiento electoral, que unas organizaciones con una clara ideología y un programa político. En resumen: son grupos organizados para la pillería.

Así, el sistema corrupto se cierra. A la mayoría de la gente no le interesa votar, pero para que este sistema corrupto subsista se requiere que ellos lo sigan haciendo, obligadamente (de ello depende la repartija de billete). Algunos incautos creen que en esto de votar hay una obligación “cívica” envuelta, pero eso es fundamentalmente paja. El propósito de tener el voto obligatorio es mantener aceitada a una maquinaria que reparte billete de vez en cuando. Es la eterna danza de los avivatos y los incautos: una conga-line que transita el Ecuador para perpetuar su subdesarrollo.

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Es el momento de probar la segunda oración. Como se probó antes, a las elecciones se las ha pervertido hasta convertirlas en un ariete de nuestro subdesarrollo, en razón de lo cual, algo debemos hacer al respecto. Porque como decía Einstein (un científico, no huevadas) “locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”. Una solución, entonces, está en cortar de tajo ese incentivo perverso, convirtiendo el voto de obligatorio a facultativo.

Doy por sentado que, si se ha leído hasta aquí, ninguno de los lectores cree esa burrada de que obligar a votar a la gente en el Ecuador ha servido para educarla en sus deberes, etc. Eso se ha probado mentira, y la evidencia de 41 años consecutivos de votaciones exime de mayor comentario.

Porque, honestamente, a la gente no le tiene porqué importar tanto la política, eso es una ficción que nos gusta creer, pero que es paja. Es legítimo que una persona tenga cientos de otras cosas más importantes/interesantes/lúdicas en las que pensar e invertir su tiempo. Esto, en el caso de que los políticos no les parezcan directamente tipos despreciables, o vulgares ladrones, a los que ellos obligadamente tienen que ir a votar. (El número de los que creen que el sistema está podrido –sus “desengañados”- se expresa, principalmente, en los votos nulos –a los que también se los podría llamar “eclosión de falos en la papeleta electoral”).

Confiar que este estado de cosas cambie por el voto constante de la población es una vana ilusión, una torpeza. Los que he llamado “incautos”, están contento de ser así porque (perdóneseme el francés) les vale verga ser otra cosa. Y es la existencia de este target en la política, el eficaz incentivo para que se mantenga la tan pervertida, estúpida y disfuncional obligación de votar: por convenirle a unos cuantos avivatos que se reparten el billete que es producido por el número de incautos que, obligadamente, acuden a la votación.

Si el Estado ecuatoriano abandona la obligatoriedad del voto se unirá a la inmensa mayoría de países del mundo que consideran a sus ciudadanos como gente con la libertad de decidir si acude a elecciones o no. En apenas 22 países (data hasta 2013) se mantiene el voto obligatorio y en tan solo diez de ellos, incluido el Ecuador, se tienen sanciones por no votar (es decir, el Ecuador en esto también se pone policial, que es su estado natural). El Estado del Ecuador debería seguir el ejemplo de países que, habiendo tenido el voto obligatorio, lo repelieron, como Holanda (AKA “Países Bajos”), Fiji y Guatemala, entre otros muchos.

Queda una cosa para rebatir, después de que se probó que la obligatoriedad del voto es un burdo incentivo para la corrupción generalizada, y es esta otra gansada, que podría decirla, por ejemplo, uno de esos Tutankamones tipo Oswaldo Hurtado: il viti dibi sir ibliguitiri pir li ligitimidid.

Esto de la “Legitimidad del voto obligatorio” está en mi “Top 3” de huevadas políticas ecuatorianas con el “Ecuador amazónico” y el “Modelo exitoso de desarrollo”. Son frases huecas, que nunca hicieron sentido con la realidad, pero que se las creyó, e incluso algunos despistados las siguen creyendo*.

La legitimidad, realmente, está dada por dos factores: la universalidad de la posibilidad de votar (Ecuador, en esto, hasta antes de esta calamidad llamada Moreno era un ejemplo de inclusión) y el respeto a la decisión de todo ciudadano de decidir si vota o no vota. Porque son los políticos los que tienen que ganarse nuestro respeto, no nosotros tener la obligación de mantener su sistema corrupto.

Entonces, si a ustedes: a) No les gusta votar; b) No les gusta la corrupción; c) No les gusta el despilfarro de los recursos públicos; o d) Todas las anteriores, la respuesta es simple: Es el voto facultativo, estúpido.

Y para explicar con propiedad el punto a) (los puntos b y c ya fueron probados más atrás), ¿para qué convertir el voto obligatorio en facultativo? Pues para que no triunfen los idiotas. Porque la que vivimos es una democracia de idiotas.

Antes que a los biempensantes les dé un ataque epiléptico o un patatús por este horror de llamar a los votantes “idiotas”, es que muchos en realidad lo son, en el sentido original de la palabra, de acuerdo con su etimología griega. En la Grecia antigua (la vanagloriada de Sócrates, Platón y Aristóteles), un “idiota” era aquel que se preocupaba únicamente de sí mismo, de sus intereses privados, sin participar de los asuntos públicos o políticos.

¿Por qué dejar las elecciones políticas fundamentales en manos de gente así? Realmente, lo responsable es retirarles esa carga: si esa persona quiere (esa es la universalidad del voto), ella puede, en igualdad de condiciones con el resto de sus conciudadanos, acudir a votar y manifestar su postura. Pero si no quiere votar, pues bien también, el Estado debe respetar que esa persona se preocupe más por otras cosas y, lejos de ponerse policial con multas, deberían sus políticos pensar en atraer a este electorado quechuchista a través de una mejora sustancial en la calidad de sus discursos y de sus propuestas: que pasen de ser sospechosos de pillería (porque los ecuatorianos no confiamos en nuestros políticos, esa es la verdad y la crisis del COVID-19 lo ha desnudado groseramente) a pasar a ser unos tipos decentes, unos que se merezcan el depósito de confianza que se expresa en un voto. Así, el voto facultativo realmente lo que pretende es pasar a los idiotas a la inactividad, hasta que voluntariamente dejen de serlo, por incentivos positivos. Y con esta medida le cagamos el negocio a los que sostienen este sistema corrupto con la coerción (multas) de todos quienes lo despreciamos.

Y por eso, el título de este breve artículo cobra total sentido: la reforma del voto facultativo es una auténtica revolución contra la idiotez.

* Ya cada vez más esa gente se está pareciendo a esos soldados que siguen combatiendo en la selva, mucho después de que terminó el conflicto. Más que náusea, dan tristeza, que diría Aute.

10 de abril de 2020

Guayaquil y el modelo que tocó fin


Publicado en Revista Común el 10 de abril de 2020.

Este 2020 la ciudad de Guayaquil conmemora los 200 años de su independencia del Reino de España. La madrugada del 9 de Octubre de 1820, un grupo de guayaquileños y algunos extranjeros asaltaron los cuarteles de las tropas españolas y apresaron al Gobernador. La asonada inició a las dos de la mañana y concluyó, con éxito, al alba. Según el recuerdo de uno de los extranjeros que participó en ella, el luisianés José de Villamil: “Al aparecer el Sol en todo su brillo por sobre la cordillera, Cordero vino a mí corriendo, y obligándome, sin mucha ceremonia, a dar media vuelta, me dijo: mire Ud. al Sol del Sud de Colombia. ‘A Ud. en gran medida lo debemos’, le dije. Nos abrazamos con ojos húmedos”. 

El Cordero al que alude Villamil en su relato, publicado en Lima en 1867 y titulado ‘Reseña de los acontecimientos políticos y militares de la provincia de Guayaquil, desde 1813 hasta 1824 inclusive’, es el venezolano León de Febres-Cordero, el verdadero héroe de la revolución del 9 de Octubre. El orgullo de Guayaquil se debe a que una vez que se independizó del Reino de España y pasó a ser una provincia libre y republicana, nunca más volvió a caer en las manos de la Monarquía Católica. En esto se diferenció de Cuenca y de Quito, las otras capitales de las provincias que, junto con la provincia de Guayaquil, terminaron por conformar el Estado del Ecuador en 1830. Cuenca se independizó el 3 de noviembre de 1820, pero fue recapturada por los españoles. A Quito, en cambio, hubo que entrar a liberarla del dominio español, liberación que sucedió tras la batalla del Pichincha, ocurrida el 24 de mayo de 1822 en las faldas del volcán de ese nombre. En la ficción que Guayaquil ha construido sobre su gesta libertaria, la acción de los soldados guayaquileños es decisiva para liberar a la pobre y sometida Quito ese 1822.

La creación de ficciones es la clave para comprender a esta Guayaquil en los tiempos del coronavirus, porque lo ocurrido en esta ciudad a inicios del año 2020 se reconduce a que su ficción fundamental ha explotado, voló por los aires, se convirtió en confeti. Esta ficción es el llamado modelo “exitoso” de desarrollo. Un alcalde que administró esta ciudad por casi veinte años, Jaime Nebot, hizo popular dicha ficción. Era su estribillo.

El problema es que era un simple estribillo, que tenía escasa relación con la realidad. Ahora ya lo sabemos, muy dolorosamente ya lo aprendimos: a una auténtica ciudad “exitosa” no se le muere su gente en las calles.

*

El daño del COVID-19 en Guayaquil ha llamado la atención en el mundo. Por estos días, los titulares son elocuentes: ‘Coronavirus en Ecuador: el drama de Guayaquil, que tiene más muertos por covid-19 que países enteros y lucha a contrarreloj para darles un entierro digno’ (BBC, 1 de abril), ‘Cadáveres en las aceras: ciudad de Ecuador es una horrible advertencia del coronavirus en la región’ (El Nuevo Herald, 2 de abril), o ‘Bodies lie in the streets of Guayaquil, Ecuador, emerging epicenter of the coronavirus in Latin America’ (Washington Post, 3 de abril). Las noticias que recorren el mundo son desgarradoras: se trata de una ciudad desbordada, sin la capacidad sanitaria ni funeraria para tratar a los enfermos ni enterrar a sus muertos. A las imágenes de los cadáveres apiñados en los pisos de los hospitales, unos sobre otros, o de los cadáveres dispersos en las calles de la ciudad (algunos en ataúdes y otros tirados a la maldita sea), ya no se les puede añadir nada. Se hace un nudo en la garganta, ganas de llorar.

Guayaquil parece una zona de guerra, pero de una guerra que se está perdiendo. 

Y esto ocurre porque el “éxito” del modelo de Guayaquil está en otra parte. Su verdadero éxito está en las ganancias del sector de la construcción. (El autor del estribillo, Jaime Nebot, provenía él mismo de ese sector). El año 2013 un informe de expertos de la Corporación Andina de Fomento (CAF) sobre las inundaciones en Guayaquil, elaborado a petición de la Alcaldía de Nebot, arrojó como resultado que el crecimiento horizontal de la ciudad aumenta en seis veces los costos de su construcción, comparados con una estrategia integral propia de “ciudades verdes, inclusivas y sustentables”, estrategia para la que, según estos expertos, “Guayaquil ofrece condiciones inmejorables”. Pero que cueste más, nomás: precisamente, es que de eso se trata.

Así, por este modelo que beneficia a unos pocos, Guayaquil ha crecido como una mancha gris, repleta de cemento y de adoquines. (El adoquín es el objeto fetiche del modelo “exitoso” de desarrollo”.) El informe de la CAF del año 2013 describe muy bien el crecimiento de la ciudad durante estos años de aplicación del modelo: “lotes pequeños para las viviendas, aceras y accesos estrechos, limitadas áreas verdes, y en general una clara tendencia hacia la impermeabilización del suelo urbano”. En este informe se señala, asimismo, la falta de una intervención integral de la alcaldía: “Se observa que el abastecimiento de agua es el primer servicio que se atiende, seguido de alcantarillado sanitario y, finalmente, siguiendo un enfoque tradicional ligado a la instalación exclusivamente de obras de conducción, se atiende al drenaje pluvial”. Este “enfoque tradicional” es el que previene que Guayaquil se convierta en una ciudad “verde, inclusiva y sustentable” (porque ello no le conviene -$$$- a los que instalan “obras de conducción”).

Así también, en este informe de la CAF se advierte de la existencia de un aprovechamiento político de la pobreza en los barrios populares, a diferencia de lo que ocurre en los sectores regularizados de clase media: “Paradójicamente, como en otras ciudades de la región, la expansión de la ciudad irregular ocurre en forma cuasi organizada, generalmente por emprendedores que invaden propiedades privadas –con o sin acuerdo del propietario de la tierra- y con ello activan un mercado sumergido de la tierra urbana que se inicia con la ocupación ilegal de lotes sin servicios básicos de aguas, alcantarillado y drenaje. En algunos países es frecuente que políticos utilicen estos mismos mecanismos que promueven la ocupación informal de la tierra para obtener réditos electorales”. Los expertos de la CAF escogieron sus palabras, porque este informe se lo entregaron en sus manos al alcalde Nebot, pero la obtención de estos “réditos electorales” también ocurre en Guayaquil.

Por la impermeabilización del suelo urbano, el llamado “efecto de isla de calor” eleva la temperatura de Guayaquil en unos 4 ó 5 grados centígrados. Por su crecimiento horizontal, Guayaquil es una ciudad que tiene un tráfico intenso, y mientras más se construye en ella, más intenso se torna. Una ciudad calurosa y traficada, con escasas áreas verdes, sin una atención integral de los servicios básicos y, en el caso de los barrios populares, con un aprovechamiento político de sus necesidades y, en consecuencia, con una satisfacción de ellas a cuentagotas. Si resumimos el modelo “exitoso” en una sola frase, ella sería: “para la mayoría, los servicios llegan tarde, pero para los más pobres, llegarán tarde y mal”.

Así, para un observador imparcial, el hecho de vivir en una ciudad de estas características le haría abrigar unas instantáneas dudas sobre si él está viviendo en una ciudad que merezca el rótulo de “exitosa”. No le ocurre así al guayaquileño: de manera generalizada, el hecho de vivir en una ciudad de esas características no es asociado por él a una mala gestión municipal. Todo lo contrario: la administración del alcalde Nebot, aquel promotor incansable de su estribillo, fue ratificada varias veces en las urnas. Elegido el año 2000, Jaime Nebot fue reelegido en el 2004, 2009 y 2014. Nunca obtuvo menos de la mitad de los votos y siempre obtuvo la mayoría en el concejo municipal. El 2019, el pueblo de Guayaquil eligió a quien Nebot había designado como su sucesora, Cynthia Viteri.

Para explicar el porqué de esta rareza (una ciudad mal hecha, cuya administración cuenta con el aplauso de sus habitantes) se debe acudir a la historia. Hacia el año 1992, Guayaquil había sido devastada por las malas administraciones municipales. En 1984, Guayaquil eligió a Abdalá Bucaram como alcalde, y en 1988, la eligió a Elsa, hermana de Abdalá. Ninguno de los Bucaram terminó su período, y ni ellos ni sus sucesores hicieron un buen trabajo. El saldo de estos ocho años de bucaramato fue asociar la alcaldía de Guayaquil con la ineficacia y la corrupción. El recuerdo que se conserva de este Guayaquil de los Bucaram es el de unas calles llenas de basura y una alcaldía repleta de “pipones” (funcionarios que cobraban un sueldo sin hacer ninguna tarea). Frente a este escenario de terror, en 1992 presentó su candidatura a la alcaldía un expresidente (1984-1988), quien era, además, homónimo del héroe venezolano de tiempos de nuestra independencia de España (descendiente de uno de sus primos): León Febres-Cordero, rico empresario que decía tener, por mejor amigo, a su pistola.

Febres-Cordero se lanzó a la alcaldía de Guayaquil por el Partido Social Cristiano (PSC) ese 1992, y arrasó: obtuvo el 65% de los votos. En un mérito que se le debe reconocer a Febres-Cordero, él empezó un rescate administrativo de la alcaldía: eliminó a los “pipones” y procuró imponer orden en la ciudad, fiel a su estilo, a veces con mano dura. En todo caso, fue él quien inició los 28 años de dominio del PSC que se han vivido en Guayaquil desde 1992: ocho años los gobernó él, entre 1992 y 2000; diecinueve Nebot, entre 2000 y 2019; uno todavía no ha cumplido su sucesora, Cynthia Viteri. Pero este primer año de Viteri, por lo visto, bien podría ser el principio del fin de este dominio.

El porqué se asocia el “éxito” a la administración del PSC en Guayaquil requiere algunas explicaciones. Una primera es que, durante demasiados años, las alcaldías socialcristianas construyeron su imagen por contraste a las alcaldías de los Bucaram de los años ochenta y de principios de los noventa. El recuerdo de estas alcaldías era tan espantoso (los Bucaram tuvieron casi toda la prensa de Guayaquil en su contra) que la actuación del PSC en el rescate de la ciudad adquirió un estatus de cruzada cívica. Así, todo aquel que se oponía a lo que hacían los alcaldes del PSC en Guayaquil, era considerado como persona contraria a los intereses de la ciudad, un sectario, un aliado de los Bucaram y su aciago recuerdo. Este recurso les funcionó durante toda la administración de Febres-Cordero y la mayor parte de la de Nebot.

Por supuesto, esta aureola de cruzada cívica es importante en el plano simbólico, pero es insuficiente por sí misma: el poder real está en otras partes. El dominio socialcristiano en Guayaquil se ha asentado en mecanismos tales como la cooptación de varios órganos para-municipales (de la Junta Cívica a las distintas autoridades de tránsito), en la creación de un entramado de “fundaciones” encargadas de las obras y de los servicios (de las obras de “regeneración urbana” en el centro a la prestación de los servicios de salud) y en el establecimiento de un sistema de participación de los ciudadanos sometido a un control vertical, con el alcalde en la cúspide. La opacidad en los procedimientos, el silenciamiento de las voces críticas y la discrecionalidad en las decisiones del alcalde son los objetivos de estos mecanismos de control.

Una explicación última, pero imprescindible, es la alianza entre las alcaldías socialcristianas y los medios de comunicación de masas. Esto es particularmente cierto durante el período de Jaime Nebot (Febres-Cordero era mucho más confrontativo con la prensa.) El PSC es un partido de derechas, y a diferencia de los populistas Bucaram, el PSC recibe todo el apoyo del periodismo burgués de Guayaquil, en particular, de la televisora Ecuavisa y del diario El Universo (Ecuarrisa y El Perverso, para los amigos), así como de numerosas radios, todas en el rol de pagos de la alcaldía. Al PSC en Guayaquil, su alianza con los medios de comunicación le lavaba la cara todos los días. De los errores o de las deficiencias de su gestión, nunca se hablaba.

Este es el cóctel de razones por las que en Guayaquil existe un “éxito” que realmente no existe. Pero hemos llegado, justo este 2020, a un episodio de la historia en que esta ficción se ha vuelto insostenible. Los titulares, las noticias, las imágenes de lo que ha ocurrido en Guayaquil por la pandemia del COVID-19 son incontestables. Se ha mostrado la ciudad tal cual es, y el COVID-19 nos obliga a hablar de lo que antes se había callado. Porque, de súbito, en Guayaquil apareció el horror. Y este horror exige respuestas.

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¿Por qué es Guayaquil la ciudad epicentro del coronavirus en América latina, según dice el Washington Post? ¿Por qué nos pasa esto a nosotros? La respuesta no puede ser episódica, tiene que ser estructural: esto ocurre por la forma cómo hemos construido (o permitido que se construya) Guayaquil, gracias a este modelo “exitoso” impuesto por el PSC. Por los efectos de dicho modelo, es que el horror ha aparecido y nos ha golpeado de la manera en que lo ha hecho.

Porque hay algunos defensores del modelo “exitoso” (¡todavía existen!) que sostienen una postura “episódica” en el marco de esta catástrofe, esto es, atribuyéndole la responsabilidad de este triste episodio al viejo y confiable centralismo, en pocas palabras, que la culpa no es del gobierno seccional de Guayaquil, sino del gobierno nacional del Ecuador. Pero aceptar esto es buscar desentenderse de las cifras que construyó el modelo de desarrollo del PSC: esos “lotes pequeños” que describieron los expertos de la CAF en su informe del año 2013 se reconducen a que en Guayaquil el 20.70% de los hogares vivan en hacinamiento, mientras que esa cifra en Quito es del 8.25% y en Cuenca, del 9.61%. La forma en que se ha construido la ciudad (resumida, líneas arriba, como: “para la mayoría, los servicios llegan tarde, pero para los más pobres, llegarán tarde y mal”) tiene su correlato en una situación de pobreza generalizada: en Guayaquil el 41.45% de sus hogares tiene, al menos, una necesidad básica no satisfecha, lo que en Quito es el 22.17% y en Cuenca, el 19.69%. En el hacinamiento y la pobreza están dos claves para comprender el daño que ha causado el COVID-19 en Guayaquil.

Parece innegable que aquel que quiera descargar las culpas del daño hecho a Guayaquil por las alcaldías del PSC en el gobierno nacional, o es tonto, o se hace mucho el tonto. Porque es querer sostener una ficción de “éxito”, contra toda evidencia. Incluida la evidencia de los muertos por esta pandemia.

Pero Guayaquil es una ciudad que ha malvivido de ficciones. En la redacción de su historia independentista, que viene a cuento por la celebración del bicentenario este 2020, todavía en Guayaquil se mantiene la ficción de que su lucha por independizar a las provincias de Cuenca y de Quito sólo conoció el heroísmo hasta la liberación de esta última. Así se lo relata, por ejemplo, en los libros de historia financiados durante la alcaldía de Guayaquil de Jaime Nebot como “Historia de Guayaquil”, publicado el año 2008.

Porque en los hechos, la historia es muy diferente a cómo la han escrito en ese libro. Muy a vuelo de pájaro: en los tiempos de la independencia, en Guayaquil hubo traidores, como el Jefe Militar Gregorio Escobedo, y hubo persecuciones, como la que se emprendió en contra del militar venezolano Febres-Cordero porque a pesar de ser él (como lo reconoció Villamil) el “alma de la revolución”, debido a la derrota de las tropas guayaquileñas en la batalla de Huachi en noviembre de 1820 se lo sometió a juicio y a vejaciones, por las que él abandonó la provincia decepcionado por el trato dispensado (luego volvería, pero se iría definitivamente a Venezuela en 1833).

También hubo la defección de uno de los dos batallones que componían las tropas de Guayaquil, el que actuó en contra de su independencia en la llamada “Contrarrevolución de las lanchas” ocurrida el 17 de julio de 1821, y más adelante (en 1826, cuando éramos parte de Colombia), la proclamación de la dictadura de Simón Bolívar por el concejo municipal. Pero en el libro que editó la alcaldía el año 2008 para contarnos una historia de Guayaquil a su medida (hay que ver lo laudatorios que se ponen sus autores cuando les llega el momento de hablar de las alcaldías de Febres-Cordero y Nebot, es el clímax) todos estos hechos son omitidos o distorsionados, en aras de sostener su ficción súper-heroica. El bicentenario debería ser una ocasión para repensar y reescribir todos estos hechos, con una investigación rigurosa y a fondo.

Pero mucho más grave que los desvaríos de nuestra historia, como digo, es el haber permitido que se mantenga la ficción del modelo “exitoso” de desarrollo. En Guayaquil hemos sostenido, con aplausos, un modelo que nos ha hecho mucho daño. Hemos hecho del que era un fresco puerto tropical surcado por brazos de mar (como una “Ámsterdam del Pacífico”, la lisonjeaba Bolívar) un sitio caluroso, traficado, con escasas áreas verdes y una prestación deficiente de los servicios básicos, propensa a las inundaciones (Guayaquil, según un estudio de la revista Nature Change publicado el año 2013, es la cuarta ciudad en el mundo con el estimado más alto de pérdidas económicas anuales por inundaciones causadas por la elevación del nivel del mar, de entre 136 ciudades costeras sometidas a análisis –y casi nada se ha hecho al respecto), pero por sobre todo, una ciudad que se ha construido en beneficio de los sectores regularizados de su clase media y en perjuicio de una enorme masa de desposeídos, que viven en situación de hacinamiento y de pobreza, sobreviviendo al día, es decir, librados a la maldita sea, como ciudadanos de segunda clase en su propia ciudad. Esto es lo de fondo en Guayaquil: esta es la desigualdad cruel que está causando tantos muertos en los tiempos del coronavirus.

En Guayaquil, la ficción de su “éxito” ha tocado fin. El conteo de sus muertos, todavía no. Y, lamentablemente, en una ciudad tan mal hecha (he concluido este artículo la tarde del 8 de abril), no estamos ni cerca.

6 de abril de 2020

Yunda, el héroe posible


Las crisis, como bien se sabe, son también oportunidades. Ocurrirá que de esta, algunos saldrán muy fortalecidos. En algunos casos, por hacer las cosas correctas, por ser unos héroes.

En tiempos de crisis, el heroísmo toma variadas formas: puede serlo el médico que no abandona la lucha, tanto como el político que administra bien su ciudad y la protege en estos tiempos de pandemia.

Guayaquil, en esto, se ha quedado de año. Ante el desborde, sus autoridades están dando manotazos de ahogado. Pero en su archirrival Quito, la percepción es que las autoridades han actuado mucho mejor. Y la gente así lo está reconociendo: mientras la credibilidad de la alcaldesa Viteri se ha venido por los suelos, del alcalde de Quito, el médico Yunda, la percepción de la gente es que ha hecho un gran trabajo, incluso a contrapelo del gobierno central.

Ahora, este doctor Yunda, oriundo de Guano, es una broma de mal gusto que la ciudad de Quito le jugó a su clase media (recordemos: los cojudos)*, pero en estos tiempos de crisis el man se está vistiendo de héroe. Si él logra mantener a Quito con números muy diferentes a Guayaquil, bien podría capitalizar esta imagen positiva para las elecciones del 2021.

Porque ese año 2021 hay opción para un candidato de izquierda. Si, como es esperable, se impedirá la participación del candidato natural de esta tendencia (R. Correa), alguien podría tomar ese relevo, ocupar ese espacio. La opción existe, puesto que la derecha ecuatoriana se está descalabrando: el PSC voló por los aires a lo Carrero Blanco, G. Lasso pinta muy poco, y Alvarito es un capo-cómico, nuestro Capitán Piluso del humor involuntario. Frente a este escenario tragicómico, una opción de izquierda se les crece.

Y el que podría encarnar esa opción es el alcalde Yunda, si es que termina de curtirse como héroe**.

* Ojo al piojo: broma de “mal gusto”, desde la perspectiva de los cojudos.
** Obvio, necesitaría de VP una aliada guayaca, solidaria y efectiva. Alguien tipo Karla Morales.

5 de abril de 2020

Y el PSC voló por los aires


El Partido Social Cristiano (PSC) es un partido político legendario: el único sobreviviente de los lejanos años cincuenta del siglo pasado actuante en la política nacional. Fundado por Camilo Ponce en 1951, en conjunto con el muy posterior movimiento Alianza País son las únicas organizaciones políticas que todavía funcionan y que han podido colocar a dos hombres en el Palacio de Carondelet. Por el PSC, ellos son Camilo Ponce (1956-1960) y León Febres-Cordero (1984-1988); por AP, son Rafael Correa (2007-2017) y nuestra actual calamidad, Lenín Moreno AKA Lenín El Arlequín (2017-?). Y ocurre que en estos tiempos inciertos del gobierno de Lenín El Arlequín, el PSC y AP han encontrado un triste final.  

De la implosión de AP se encargaron Lenín El Arlequín y sus secuaces. Ellos se apropiaron del movimiento, expulsando a la facción “correísta” e impidiéndoles luego su participación política, y el resto corrió a cargo de su habitual inoperancia. Hoy, AP es una organización totalmente apestada: nadie quisiera arroparse ya con su manto. Cuesta reconocer en ella a la triunfadora institución que venció en las cuatro últimas elecciones presidenciales (2006, 2009, 2013 y 2017), pero hoy vale menos que una pizza mojada.

El caso del PSC es distinto. No hace mucho (apenas un semestre y poco más), a fines de septiembre, desde el PSC se observaba con mucho optimismo las elecciones presidenciales del año 2021. Su candidato natural era Jaime Nebot, el alcalde por 19 años de Guayaquil que pudo colocar a Cynthia Viteri como su reemplazo en el Sillón de Olmedo y vendía su modelo de desarrollo como “exitoso”. Su candidato tenía buenos tratos con los organismos electorales, un aura de hombre pragmático que podría conducir al país en los tiempos de crisis y un futuro brillante de cara a la carrera a la presidencia del país, pues el péndulo de la política giraba a la derecha y este candidato era, de lejos, el mejor de su tendencia (G. Lasso, que es un Alvarito reloaded, no le hace ni calor).

Pero, “¿quieres hacer reir a Dios? Cuéntale tus planes”. Salvo por el detalle de que Dios no existe, el chiste es muy bueno. Si Nebot hablaba intensamente con una pared (eso que los cristianos llaman “rezar”) y le contaba sobre sus planes, su Dios imaginario habría estado a mandíbula batiente. “Poor earthling” –supongo que Dios hablaría en un inglés un tanto snob como el de Julianne Moore en The Big Lebowski, además de reírse como ella- “His story is ludicruos”.

Porque al rato llegaron Octubre, el paro nacional y el exabrupto de Nebot de que los indios debían quedarse en el páramo. Lo he dicho en otra parte, y a ella los remito: “Nebot, antes de la marcha” y “Nebot, después de su discurso”.

Pero estos acontecimientos de Octubre fueron apenas los arrabales del infierno.

Pasado ese aciago Octubre de 2019, el PSC estaba groggy, pero Dios-Moore se guardaba sus mejores carcajadas para después. Ocurrió lo peor posible, un escenario de ciencia ficción: la atacó a Guayaquil un virus global e invisible. Y Guayaquil, en consecuencia, se derrumbó: hoy es noticia mundial por no poder enterrar a sus muertos, que se calcinan en sus calles.

 
El hecho de la globalidad del virus fue muy dañino para el PSC, porque expuso las miserias de Guayaquil frente al mundo, y eso no hay ni Ecuarrisa ni El Perverso que se lo resuelvan. El PSC, para enfrentar al virus, recurrió a un viejo truco de su galera: hacer un acto de fuerza, cual fue impedir (unilateralmente, con equipo municipal ocupando la pista) el aterrizaje de un avión de ayuda humanitaria que venía desde Europa. Esa fue la primera de nuestras miserias que se expusieron al mundo: un eurodiputado calificó esta medida de “cobarde e irresponsable”, parte de una actuación “populista y xenófoba”. Fue una primera probadita que le dimos al mundo de lo mal que podíamos hacer las cosas.

Después de este desatino, la alcaldesa de Guayaquil le anunció a la gente que tenía coronavirus y, después, se lanzó enjundiosa a cantar “Las mañanitas” (?). Su credibilidad se vino a los suelos. Esta mujer, ahora, es pasto para los memes.

Se podrá decir lo que se quiera, pero en Guayaquil ocurre lo que está ocurriendo (que lo han denunciado en numerosos medios internacionales del Washington Post a la BBC), y es imposible que todo lo mal que lo estamos pasando lo haya causado la mujer que reemplazó a Nebot en su puesto de alcalde, en menos de un año en funciones. Sería un juicio injusto, pero por sobre todo muy imbécil, porque es negarse a entender el contexto de lo que está ocurriendo en Guayaquil, que abarca muchas décadas.

De ese contexto de varias décadas de dominio socialcristiano he hablado en otras partes, y a ellas los remito: “Explicando el negocio de la alcaldía socialcristiana” y su consecuencia “Guayaquil a la deriva”. El caso es que el capital político acumulado a favor del PSC, por el que se había hecho pasar a Guayaquil como una ciudad de “éxito” (y es que así lo repetían ignorantes de todas partes del país, y los más, los propios guayaquileños), acabó de explotar por los aires. A ese supuesto “éxito”, de ahora en adelante, siempre, SIEMPRE, se le van a enrostrar los muertos en las calles. 

El COVID-19 también mató al PSC. Claro, el partido todavía “vive”, pero en plan Weekend at Bernie’s. 

En resumen, el proceso de apestamiento de AP fue una implosión, un trabajo interno de unos resentidos, el producto más pobre del revanchismo más mediocre que concebirse pueda. Lo del PSC fue distinto: se trató de una explosión. Primero Nebot había encajado unos golpes que tenían a su partido groggy, pero luego llegó el PUM! y el COVID-19 ha mandado a volar a esta farsa llamada modelo “exitoso”, al PSC y a las aspiraciones presidenciales de un candidato que, en septiembre del 2019, se relamía de cara a un futuro brillante en las elecciones del 2021. Esa era su oportunidad.

Hasta que Dios-Moore se le cagó de la risa.

4 de abril de 2020

Pacífico no pacífico


En los años de mi vida, más allá de las aguas de otros océanos (el Atlántico y el Índico) he visto y disfrutado de las aguas del Pacífico. Mi familia tiene una propiedad desde la que se observa la punta Santa Elena, uno de los sitios más salientes del Pacífico Sur y límite Norte del golfo de Guayaquil. El sitio ha conservado el nombre de la madre del emperador romano Constantino, aquel que puso fin a la persecución del cristianismo con el edicto de Milán del 313. Después de esto, ya los perseguidores serían los cristianos. Y la sub-especie castellana sería una de las más feroces.

El caso es que en Europa desconocían de la existencia del océano Pacífico hasta que el extremeño Vasco Núñez de Balboa y su muchachada lo pudo observar por primera vez en 1513. Recuerdo que en la escuela nos enseñaban que sus palabras, cuando lo descubrió (sumergido en aguas ahora panameñas), fueron: “Oh, mar, qué pacíficas son tus aguas”, en un diálogo con el mar que prefigura a nuestro capo-cómico Alvarito.

Prefigurando a Alvarito. (Nuestro capo-cómico no necesita armadura).

Y dentro de la ancha geografía del océano Pacífico, fue recién en 1527 que uno de los invasores europeos avistó la punta que ahora lleva el nombre de Santa Elena (o Helena, como se escribía endenantes), puesto que el día que la avistó, el 18 de agosto, constaba la tal santa en el santoral, y por ello, ahí está su nombre recogido en el accidente geográfico, en el nombre de la provincia y aún en su capital. Santa Elena rocks.

El invasor que le puso nombre a esta punta fue otro extremeño, Francisco Pizarro. Antes, Pizarro había estado en Panamá y allí lo conoció a su paisano Vasco Núñez de Balboa (años después, su apellido sería moneda), a quien él tuvo el gusto de meterlo preso por disposición del Gobernador Pedro Arias Dávila. Al autor de “Oh, mar…” se lo condenó a muerte y se lo ejecutó enseguida (eran tiempos de justicia sumaria, el rey andaba muy lejos). Se optó por su decapitación, que se llevó a cabo el 15 de enero de 1519.

Después de Panamá, Pizarro se dirigió al Sur, nombró a la punta Santa Elena y a otros tantos lugares, creó ciudades y ocupó y dominó unos territorios inmensos en la América del Sur, todo en nombre de su rey lejano. Pero como a muchos otros, a Pizarro lo mataron. En su caso, fueron los partidarios de Diego de Almagro (entre otras lindezas, fundador en una quincena de agosto de 1534 de la ciudad y villa que devendrían en Guayaquil y Quito) quienes entraron a su casa en la recién fundada Lima (established since 1535) para, a cargamontón, darle chicharrón. Y cumplieron los muchachos almagristas: ello ocurrió el 26 de junio de 1541. Lo mataron a Pizarro (se dice que le atravesaron una espada en la garganta) para vengar la muerte de Almagro, la que se había llevado a cabo en la Plaza de Armas de Cuzco por la vía del estrangulamiento por torniquete, el 8 de julio de 1538.

En resumidas cuentas, la invasión de América por las hordas castellanas fue una matanza, pero lo fue en dos vías: se liquidó a mucha de la población indígena (menos de lo que se piensa por la violencia –lo que es lógico, pues ellos querían explotarlos- y mucha más por las enfermedades para las que los indígenas no tenían inmunidad, como la viruela, la sarampión y otras –los COVID-19 antes del COVID-19), pero también se mataron entre los mismos invasores para acumular más poder y mayor gloria entre los sobrevivientes.

Es así que en este muy breve repaso sobre el océano Pacífico y uno de sus accidentes geográficos, nos encontramos con que al descubridor europeo del océano lo decapitaron y al que le puso el nombre Santa Elena a la punta le cayeron a espadazos, por haberlo, a su vez, estrangulado a Diego de Almagro…

Lo dicho, aquello fue una matanza.

2 de abril de 2020

Guayaquil y la ficción que explotó


Tengo varios años escribiendo sobre la farsa del supuesto modelo “exitoso” de Guayaquil. Mi primer escrito en un diario de difusión nacional se tituló “¿Más ciudad?” y fue publicado en diario El Universo en julio del año 2006. Casi quince años después y crisis del COVID-19 mediante, la respuesta a esa pregunta del 2006 ha sido clara, contundente y negativa.

Para decirlo en simple: no somos realmente más ciudad. En Guayaquil, bajo el rótulo del “modelo exitoso” se ha podido implementar por casi treinta años un modelo de desarrollo que ha privilegiado a unos pocos en perjuicio de los muchos. Esto ocurrió debido a que el crecimiento urbano de Guayaquil se lo hizo para beneficiar al sector de la construcción: es para ellos lo “exitoso” del modelo, medido en ganancias económicas ($$$).

Pero estas ganancias económicas para el privilegiado sector de la construcción (del que salió el alcalde de Guayaquil entre el 2000 y el 2019) tienen gravísimas consecuencias para el resto de la ciudad. Un grupo de expertos el año 2013 expuso claramente, en un informe entregado a la alcaldía, la ciudad que se ha logrado construir: “lotes pequeños para las viviendas, aceras y accesos estrechos, limitadas áreas verdes, y en general una clara tendencia hacia la impermeabilización del suelo urbano”. Que no se les olvide: más cemento, más adoquín, más $$$

Y es así como la hemos construido a nuestra Guayaquil, por años haciéndola cada vez menos ciudad: con una cuota de “limpieza sociológica” en su centro, con un afán de convertirla en un escaparate para el jolgorio estúpido de sus élites (el mejor análisis sobre este Guayaquil como “ciudad vitrina” sigue siendo el hecho por el X. Andrade) y con un profundo desprecio por las consecuencias ambientales de su mancha urbana. Sobre esto último: Guayaquil ha destruido, y sigue destruyéndolos, sus recursos naturales (antes la madera por los astilleros; hoy, las canteras y los ríos y los esteros) sin que haya existido el mínimo control por parte de su autoridad municipal. Esto es apenas lógico, desde que los mayores contaminantes son las grandes empresas y pues la administración de Guayaquil se asegura de que ellas puedan seguir contaminando (al amparo del lema: “a mis amigos, todo; a los enemigos, la ley”). Más allá de alguna pirueta verbal, nada efectivo ha hecho la alcaldía para hacer cumplir la ley.

Así las cosas, la ciudad se ha construido para el beneficio de una minoría de grandes empresarios, por lo que se la construido mal y se han explotado sus recursos naturales sin control. Es un crecimiento que, a costa del beneficio a unos cuantos, ha provocado unos perjuicios sociales y ambientales altísimos. Pura “viveza criolla”, pero a gran escala.

Ahora: ¿Si es tan malo como digo el modelo de Guayaquil, cómo entonces se sostiene este adefesio?

Respuesta: por la debilidad de la sociedad civil guayaquileña frente al poder político local. Ilustro esta respuesta con el ejemplo de las áreas verdes. Para cualquiera que viva en Guayaquil, la realidad de nuestras áreas verdes son adefesios de este tipo:




Pero desde las autoridades locales, las áreas verdes de Guayaquil son un ejemplo del “éxito” de la ciudad: el alcalde anterior decía que en Guayaquil había 25 metros cuadrados de áreas verdes por habitante (?). Y esa es nuestra pobreza: desde la sociedad civil, pocas voces se animaron a rebatir este tipo de adefesios, esta mentira insolente. En el caso de los medios de comunicación, por puro mercenarios; en el de la sociedad, porque está estupidizada, pensando que esos 25 metros cuadrados por habitante son la evidencia de un “éxito” que no existe. Los primeros son canallas; los segundos, ingenuos, por prestarse a sostener esta absurda ficción. El guayaquileño, largos años estupidizado por una prensa vendida, se ha presentado ante los demás muy orgulloso de vivir en esta ficción de éxito. Esto se acabó.

Tengámoslo claro: esta ficción, COVID-19 mediante, acaba de explotar por los aires. No puede jamás ser considerada “exitosa” una sociedad que, en los momentos de crisis, más que expresar su solidaridad, lo que realmente desea es asaltar el Tía. Y que llegada esta nueva crisis, ha sido incapaz de atender a sus enfermos y de enterrar a sus muertos, no demuestra ni liderazgo ni empatía, y en ella todo (vida o muerte) ha quedado librado a la maldita sea. De súbito, se ha pasado del “modelo exitoso de Guayaquil” a “la pesadilla de Guayaquil”. Es simple, la ficción explotó:

Según Fernando del Rincón, Guayaquil es la nueva Haití. Ya cuando CNN te corre por la izquierda...
 
Realmente, regionalismos aparte, ¿quieren saber por qué muchos guayacos no se quedan en su casa? Porque el crecimiento urbano que tanto ha beneficiado a un sector adinerado, muy poco se preocupó por las condiciones de vida de la parte más depauperada de la ciudad. Así se lo explica, con suficiencia de datos, en este excelente artículo de Arduino Tomasi. Entonces, resulta principalmente por una cuestión de supervivencia (dadas las condiciones de nuestro “exitoso” modelo de crecimiento urbano, develado ahora como un fracaso) que los guayacos tienen que salir a buscarse la vida, a riesgo de perderla. Y esto, entendámoslo de una buena y puta vez, es el efecto acumulado de años y años de hacer las cosas mal. Muy mal.

Estos son los días, en pleno año del bicentenario, en que “el modelo exitoso de Guayaquil” ha dado paso a “la pesadilla de Guayaquil”, siendo lo segundo una consecuencia directa de lo primero… aunque si después de esta tragedia seguimos sin entenderlo, es probable que (triste es reconocerlo) nos merezcamos esta suerte.