Ecuador en París 1924

24 de mayo de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 24 de mayo de 2024.

Hace cien años, en los VIII Juegos Olímpicos de París 1924, ocurrió la primera participación de una delegación ecuatoriana. En esa ocasión, la delegación del Ecuador se compuso de tres varones: Alberto Jurado por Guayas, Alberto Jarrín por Tungurahua y Belisario Villacís por Pichincha. 

No había el Comité Olímpico Ecuatoriano en 1924 (recién se instituyó en 1959), así que hizo sus veces la Federación Deportiva del Guayas, que fue la primera federación del Ecuador, constituida en 1922. Los tres atletas recibieron ayuda oficial para su participación en los Juegos Olímpicos de París. Por una parte, el presidente José Luis Tamayo les entregó la cantidad de 6.000 sucres; en París, ellos fueron recibidos por el cónsul ecuatoriano Luis Barberis. Eso sí, viajaron sin acompañamiento de ningún dirigente; Alberto Jurado hizo las veces de delegado-tesorero de la delegación. 

La delegación del Ecuador compitió únicamente en pruebas de atletismo. El guayaquileño Alberto Jurado, quien fuera el abanderado de la delegación, fue también el primer atleta que representó al Ecuador en una competencia. El 6 de julio participó en los 100 metros planos y finalizó último, con un tiempo de 11.4 segundos, quinto entre cinco. Con un tiempo de 10.8 segundos, terminó en primer lugar el estadounidense Loren Murchison. Él avanzó a la ronda final, donde finalizó sexto. 

Como dato de color de la carrera en la que participó Jurado, el segundo en esa competencia fue el neozelandés Arthur Porrit (único enviado de Nueva Zelanda para estos juegos), quien avanzó a la ronda final y obtuvo la medalla de bronce, y que en su país se convirtió en el primer Gobernador General de Nueva Zelanda (1967-1972) que fuera nativo del territorio (todos los anteriores a él habían nacido en el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte).

Ese mismo 6 de julio compitió Alberto Jarrín en la carrera de 10.000 metros. No concluyó la prueba. 

Alberto Jurado participó el 8 de julio en la competencia de salto largo y allí le fue algo mejor pues fue penúltimo, séptimo entre ocho participantes. Jurado marcó 5.68 metros, quedando a 1.58 metros del vencedor, el noruego Sverre Hansen, que marcó 7.26 metros y avanzó a la ronda final, donde obtuvo la medalla de bronce (el ganador de la medalla de oro ese año, el estadounidense William DeHart Hubbard, marcó 7.44 metros). En esta competencia, Jurado superó por 0.20 metros al mexicano Alfonso Stoopen.

Se podría decir que aquella fue la única “victoria” ecuatoriana pues el 13 de julio el sargento Belisario Villacís compitió en la maratón, pero él tampoco concluyó la competencia.6   

La razón del fracaso de los fondistas ecuatorianos la explicó el cónsul Luis Barberis. Él destacó que estos atletas “no corrieron sino 5.000 metros porque cometieron el error de usar zapatos nuevos, comprados en Francia, muy atléticos pero que les apretaron los pies desde la partida”. 

De esta manera concluyó la primera participación del Ecuador en unos Juegos Olímpicos. Cien años después, incluyendo París 2024, el Ecuador habrá participado en un total de quince Juegos Olímpicos. En tres de ellos (Atlanta 1996, Beijing 2008 y Tokio 2020) sumó en total tres medallas de oro y dos de plata.

La descripción de dos injusticias

21 de mayo de 2024

            Publicado en La Contra el 21 de mayo de 2024.

Fernando Ampuero Trujillo, mi buen amigo (de decenas de años y compañero de la singular GkillCity), me pidió una opinión para La Contra por el despido de la directora de la Academia Nacional de Historia capítulo Guayaquil. Como amante de mi ciudad, ofrezco estas palabras:

*

Dirijo este artículo a los miembros de la Academia Nacional de Historia que, de manera tan reciente como este viernes, sancionaron a una persona por salirse del relato que la Academia se esfuerza por preservar.

Presento mis mínimas credenciales históricas: En este blog, he escrito mucho sobre el 10 de agosto de 1809 (mis artículos están agrupados en este enlace) y acerca de la independencia de Guayaquil. En un diario de mi ciudad, Expreso, publico desde febrero del año 2022 una columna que lleva por título “La otra historia del Ecuador”. En ella, publiqué este artículo el viernes 19 de abril de este año:

*

Creo que la Academia Nacional de Historia ha cometido dos injusticias. Ha sancionado a la directora de la Academia Nacional de Historia capítulo Guayaquil, Antonieta Palacios Jara, por haber suscrito un documento en el que solicitó el 22 de marzo de 2024 al Municipio de Guayaquil el cambio de nombre de la calle 10 de agosto, en el tramo comprendido entre Chile y Malecón, a una de las siguientes dos opciones: Provincia Libre de Guayaquil o República de Guayaquil. Esto se prueba en el Oficio No. ANH-005-O (este enlace, pp. 94-95).

Ese documento fue acogido por el órgano municipal a cargo del patrimonio en el Municipio de Guayaquil, la Unidad Técnica de Patrimonio Cultural, cuya directora, María Isabel Silva Iturralde, elaboró un razonado informe en el que se escogió la denominación República de Guayaquil y se fundamentaron los motivos para justificar dicho cambio de denominación de la calle. Esto se puede apreciar en el Memorando No. DG-UTPC-0247-2024 (este enlace, pp. 87-93).

Por haber presentado el documento del 22 de marzo, el Directorio de la Academia Nacional de Historia del Ecuador, en su Resolución del Directorio No. ANH 001-2024, suspendió de forma indefinida a Antonieta Palacios Jara del cargo de directora del capítulo Guayaquil de su institución. La razón que han esgrimido en el considerando cuarto de su primera resolución del año 2024 (no parece que tengan mucha actividad) es la inmersión de la conducta de la directora Antonieta Palacios en lo dispuesto en el artículo 33 del Estatuto de su organización: “se consideran faltas graves los actos que afecten a la unidad nacional o que promuevan la ruptura, división o disolución de la Academia”. Es evidente que ellos consideran que el oficio firmado por la directora Antonieta Palacios el 22 de marzo afecta, de alguna manera, a la unidad nacional.

Como base para esta conclusión, en el considerando tercero de su resolución, el Directorio afirma que el nombre República de Guayaquil “no tiene el menor fundamento histórico y tiende a erradas interpretaciones, fomentando a su vez división o regionalismo en nuestro país”.

Para interpretar esta crítica inserta en su primera resolución se debe considerar el Informativo Electrónico No. 58 de la Academia Nacional de Historia del Ecuador, que contiene una comunicación dirigida al Alcalde de Guayaquil. Allí se puede leer un pronunciamiento de dicha entidad, donde consta una frase singular y en negritas: “Guayaquil nunca fue República”. También hay que tolerar en este documento la lectura de que la resolución del Concejo Municipal de cambiar el nombre de la calle “ha sido interpretada, por amplios y representativos sectores del país, como un acto de separatismo o regionalismo” y que, por ello, debe realizar un pronunciamiento “sobre la realidad histórica, el significado del 10 de Agosto de 1809 y la necesidad de trabajar por la unidad nacional”.

Para entender el tamaño de la injusticia cometida en perjuicio de Antonieta Palacios, se debe criticar cuatro aspectos de lo resuelto y expuesto por la Academia Nacional de Historia del Ecuador.

1) Guayaquil sí fue república

En rigor, creo que debemos definir los términos del debate. La corriente que dice que Guayaquil no fue república (tomemos al doctor Franco Loor como su representante) sostiene que ello es así, porque en ningún documento se dice específicamente “República de Guayaquil”. Es un argumento digno de Lenin Moreno: “No hay texto”.

Con el debido respeto, esto es juzgar un libro por la portada, privilegiar la forma a la sustancia. El doctor Franco Loor nos invita a una arqueología de documentos para probar algo que no existió, empresa tan exhaustiva como fútil. La pregunta que se debe responder es: ¿Qué significó la independencia para Guayaquil? La tarea de los historiadores debería ser desentrañar esta pregunta, analizarla desde distintas aristas. 

Y una específica es ésta: El 9 de octubre de 1820 tuvo una consecuencia concreta, como fue que la provincia de Guayaquil empezó a vivir bajo las normas que dictaban sus propios representantes, no una autoridad en España; a gozar de un régimen electivo por oposición a un régimen hereditario de gobierno; a tener nuestra bandera, nuestra imprenta y nuestras relaciones diplomáticas con otros Estados (fueron cinco: Perú, Colombia, Chile, Guatemala y Estados Unidos). 

Los politólogos italianos Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino, en su Diccionario de la Política*, empiezan su definición de la voz “república” de la siguiente manera:

“En la moderna tipología de las formas de estado el término r. se opone a monarquía; en ésta el jefe del estado accede al sumo poder por derechos hereditarios, mientras que en la primera el jefe de estado que puede ser una sola persona o un colegiado de más personas (Suiza), es elegido por el pueblo directo o indirectamente (a través de asambleas primarias o asambleas representativas).” (p. 1391)

Eso precisamente pasó en Guayaquil: desde el 9 de octubre, el acceso al poder no ocurría más por herencia sino por elección hecha por representantes, que se reunieron en asamblea entre el 8 y el 11 de noviembre de 1820. Se reunieron en la ciudad de Guayaquil para dictar sus normas de autogobierno un total de 57 representantes de 27 pueblos de la provincia de Guayaquil (para que quede constancia: 1 por Balao y Puná, 1 por Canoa, 1 por Caracol, 1 por Colonche, 1 por Palenque, 1 por Pichota, 1 por Santa Lucía, 2 por Babahoyo, 2 por El Morro, 2 por Machala, 2 por Montecristi, 2 por Puebloviejo y Ventanas, 2 por la Punta de Santa Elena, 2 por Samborondón, 2 por Yaguachi, 4 por Baba y Pimocha, 4 por Jipijapa, 5 por Daule y 16 por Guayaquil). El territorio que tuvo representantes en la asamblea de noviembre de 1820 abarcó las actuales provincias de Guayas, Manabí, Los Ríos, El Oro y Santa Elena. 

El Guayaquil de la época enalteció la importancia de la reunión del Colegio Electoral (nombre oficial de la asamblea de representantes). Los politólogos italianos coinciden con la importancia de tener canales institucionalizados de expresión: “En conclusión, el orden político en la r. democrática nace desde abajo, aun en medio de los disentimientos, con tal de que tengan canales institucionalizados para expresarse” (p. 1392). Pero hay que decirlo, mejor lo expresa la Junta de Gobierno presidida por el poeta Olmedo en el decreto que emitió para conmemorar la reunión del Colegio Electoral:

“Después de proclamada nuestra independencia no podíamos llamarnos libres, hasta aquel día en que vencidos dignamente los escollos que presentan siempre las revoluciones en su principio, pudo reunirse la representación de la Provincia, que es el más precioso de los derechos sociales, y el privilegio más noble de los pueblos libres. Este memorable día fue el 8 de Noviembre de 1820…”.

Ese memorable día, destacó el decreto de la Junta, fue cuando “por primera vez pronunció libremente su voluntad el pueblo de Guayaquil, y puso los cimientos de su voluntad política”.

El cierre del artículo del Diccionario de la Política debería ser un disipador de dudas: “el término republicano siempre estuvo vinculado a un origen y a una legitimación popular del poder de aquel que sustituyó al rey, que legitimaba su poder en la tradición.” (p. 1393)

Así, no se trata de gastar energía en encontrar una etiqueta, de lo que se trata es de pensar un episodio de la historia que ha sido relegado al olvido. Por la reacción desproporcionada que ha generado, se nota que algunos todavía quisieran mantenerlo allí. 

Una forma de combatir este olvido es el recuerdo en una de las calles de Guayaquil del tiempo entre 1820 y 1822 en que hubo en Guayaquil un autogobierno sin régimen monárquico, o lo que viene siendo para Bobbio, los otros dos politólogos y cualquier persona sensata, el tiempo que fuimos república.

2) La interpretación separatista del cambio de nombre

El rigor que se exige en el apartado anterior se ha desvanecido en este apartado. Aquí no se encontrará una méndiga prueba, ni un pinche indicio, nada. Es sólo suposiciones, basadas en la histeria no en la historia. Tomemos al expresidente Correa como ejemplo: él equipara lo ocurrido el jueves en el Concejo Municipal de Guayaquil con la intentona separatista de los socialcristianos et alii allá por los años 2000… ¿Pruebas para esto? Ninguna, sólo contamos con su intuición, lo que él percibe de la situación. 

Es un argumento digno de Walter Mercado**.

3) El significado del 10 de agosto

En este apartado, me remitiré a un artículo que publiqué justo el día de la destitución de Antonieta Palacios, en diario Expreso. De independencia, nada: 

4) El supuesto atentado a la unidad nacional 

Sugerir que el recuerdo de un episodio ocurrido en Guayaquil entre 1820 y 1822 atenta contra la unidad nacional es absurdo. Tan absurda es esta idea que su implementación comportaría un atentado contra la libertad de toda ciudad para recordar y escribir su propia historia.

Lamentablemente, las ideas de la Academia Nacional de Historia capítulo Ecuador para aplicar el artículo 33 de su estatuto en perjuicio de Antonieta Palacios son mínimas, escuetas. De la motivación constante en el considerando tercero de su resolución No. ANH-001-2024 se desprende que, dado que ellos consideran que Guayaquil nunca fue una república, de ello se debe deducir que la sola mención de su existencia fomenta “división o regionalismo en nuestro país”. En su Boletín Electrónico No. 58 ellos afirman que la decisión de cambiar la calle “ha sido interpretada, por amplios y representativos sectores del país, como un acto de separatismo o regionalismo”. Pero no se les cae un nombre de estos supuestos ofendidos, ni una idea de cómo la sola mención de un acontecimiento produce un efecto tan terrible.   

Me ocupé líneas arriba de argumentar, al amparo de Norberto Bobbio y del sentido común, la existencia de un Guayaquil republicano y autónomo entre el 9 de octubre de 1820 y el 13 de julio de 1822. Ahora me ocuparé de la deducción que el directorio de la Academia Nacional de Historia del Ecuador desprende de su premisa falsa y de la consecuencia que aquella deducción (inválida, en términos lógicos) tendría para el libre debate de las ideas. 

Si una afrenta al 10 de agosto y a delicadas personas se registra cada vez que se llega a plantear la existencia del Guayaquil republicano y autónomo entre 1820 y 1822, el resultado que desearía esta institución académica asentada en Quito es silenciar el tema para evitar que se ocasione dicha afrenta a una fecha y a unas almitas sensibles y anónimas. Ese mismo es el caso, y la sanción a Antonieta Palacios es uno de sus instrumentos. Sólo hago notar que este tipo de zafia conducta resulta contraria a los fines de ampliar el conocimiento que debería animar las acciones de toda institución académica. 

Porque una verdadera academia no silencia un debate. Una verdadera academia lo favorece, lo estimula, lo promueve. Bienviene el libre debate de ideas. Y no se impone con argumentos de autoridad (“Guayaquil nunca fue República”, como si esas negritas fueran una profunda meditación). Su estrategia debería ser persuadirnos con razones bien hilvanadas, con argumentos válidos.

Pero razones y argumentos por parte de la Academia Nacional de Historia del Ecuador son lo único que no ha existido, ni para imponer una sanción ni para exponer sus ideas. Por oposición, la república de Guayaquil sí existió. (O debo decir: “Guayaquil sí que fue república”, tal vez así nos entendemos.)

Conclusión

Quito nunca fue una república, no conoció el autogobierno. A ella la tuvieron que ir a sacar de España para ponerla en Colombia. El tránsito de esto tuvo un momento preciso: el 25 de mayo de 1822, a las 14h00, cuando en la cima del Panecillo se arrió la bandera española para izar el tricolor colombiano. (Si tanto Quito quiso la independencia, ¿por qué la calle que sube a la cima del Panecillo se llama Melchor de Aymerich?***). Quito siempre estuvo sometida a otra jurisdicción, hasta que en 1830 se convirtió en la cabeza del Estado del Ecuador. 

A diferencia de Cuenca, que se independizó el 3 de noviembre pero después de la derrota en la batalla de Verdeloma volvió a ser española, o de Quito que fue española hasta que la hicieron colombiana, Guayaquil se independizó el 9 de octubre de 1820 y nunca más volvió a ser española. En ese período entre 1820 y 1822 que Guayaquil no fue ni española ni colombiana, ella fue la cabeza de una provincia que se autogobernó a sí misma. 

Lo específico del hecho de la independencia el 9 de octubre de 1820 es haberse separado de un régimen monárquico con ese Fernando VII (tan “rey legítimo y señor natural” de los quiteños) impuesto por la tradición de lo hereditario, para pasar a un régimen republicano con un gobierno “electivo” de los guayaquileños, como lo señalaba el artículo 1 del Reglamento adoptado para su autogobierno por los representantes de la provincia.

Ese período concreto de autogobierno y sin Monarquía Católica que nos rija y dirija, esos específicos 642 días, es lo que se quiere recordar. ¿Por qué desconocer el mérito de haberse independizado Guayaquil y de haber sostenido su independencia? ¿Por qué silenciarlo?

Creo que la respuesta es que les daña su relato. La Academia Nacional de Historia, con sede en Quito, sostiene el 10 de agosto de 1809 porque permite situar a Quito (de manera falaz) como el punto de partida del proceso de independencia. Eso, hace tiempo, se ha demostrado que es falso. La Junta de Quito, como otras de la misma época (Montevideo, Charcas, La Paz, todas anteriores a Quito), fueron de signo conservador. Y realmente, ello no puede sorprendernos en la ciudad que incineró a Alfaro.

Y para sostener ese relato falaz se debe opacar que cualquier otra ciudad brille, aún a costa de la verdad histórica. Así, Guayaquil, única ciudad que peleó, ganó y mantuvo su independencia (por 642 días y gobernada con reglas dictadas por sus representantes) hasta que la anexionaron a la República de Colombia, desde la perspectiva de la citada academia, debería no recordar su pasado a mayor gloria del 10 de agosto.

Y esa es la segunda injusticia. Por eso creo que es un deber cívico hacer lo contrario.

~*~

* Norberto Bobbio, Nicola Matteucci, Gianfranco Pasquino, ‘Diccionario de política’, Siglo xxi editores, México D.F., 2007 (primera edición en italiano: 1976). 

** Originalmente, iba a ser un argumento “digno de la Guga Ayala”. Pero conversando con un pana, me persuadió de que sea “digno de Walter Mercado”, que es como la Guga Ayala pero versión Univisión. 

*** Esta duda tiene video: 

Fanáticos de Fernando VII

17 de mayo de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 17 de mayo de 2024.

Según algunos, la revolución del 10 de agosto de 1809 fue una “máscara” porque, detrás de las alabanzas al rey español Fernando VII, se escondía un ardiente deseo de independencia. Según esta teoría, de manera taimada le estaban jurando sumisión a un rey, únicamente para mejor clavarle un puñal. 

Pero los quiteños de 1809 no fueron unos taimados. Ellos tuvieron claro sus objetivos: el primero, obtener la autonomía para administrar su territorio. Quito quería que la asciendan a Capitanía General (como en Sudamérica eran Venezuela y Chile) para superar su estado de sumisión al Virreinato de Santa Fe, siendo como era Quito una Audiencia subordinada a lo que en Santa Fe (hoy Bogotá) se decida en segunda instancia, lo que era apelable en España ante el Consejo de Indias y, en última instancia, ante el rey. Quito era la parte más baja de esta escala, un juzgado de primera instancia. 

El segundo objetivo era la recuperación de su grandeza de antaño. En el último cuarto del siglo XVIII e inicios del XIX, a Quito le quitaron: primero, la jurisdicción eclesiástica sobre Guayaquil, Portoviejo, Loja, Zaruma y Alausí por la creación de un obispado en Cuenca (1779); segundo, Esmeraldas, Tumaco y La Tola, que pasaron a la administración de Popayán (1793); tercero, Mainas, que pasó a ser administrada desde España (1802); cuarto, Guayaquil, que pasó a la administración de Lima (1803). Le quitaron por todos los puntos cardinales.

Entonces, el 10 de agosto de 1809 fue la oportunidad de los quiteños para satisfacer estos dos objetivos. Ellos crearon una Junta de Gobierno y nombraron autoridades, pero jamás buscaron la independencia pues lo que realmente querían era tener autonomía y estar en pie de igualdad con las potencias de la región. Quito no quería que su coteja sea Charcas (otra Audiencia subordinada); ella aspiraba a que lo sean Lima, Santa Fe y Buenos Aires (Virreinatos), y Chile y Venezuela (Capitanías Generales). 

Para obtener estos objetivos, Quito decidió convertirse en la más ardiente defensora del rey español y cambiar el modelo administrativo en la jurisdicción de su Audiencia. Lo primero, porque la España peninsular estaba tomada por el ejército francés. Entonces, al rey Fernando VII (a quien se lo llamaba “rey legítimo y señor natural”) el Ministro de Justicia Rodríguez de Quiroga lo invitó, en abierta proclama, a que fije en Quito “su augusta mansión”. 

En cambio, al emperador de los franceses, Napoleón, a quien se lo llamaba “el Tirano de Europa”, Rodríguez de Quiroga lo emplazó a que “pase los mares, si fuese capaz de tanto: aquí le espera un pueblo lleno de religión, de valor y de energía”.

Lo segundo, el cambio de modelo administrativo, provocó su caída. La Junta de Gobierno de Quito quiso someter bajo su administración a tres gobernaciones: Cuenca, Guayaquil y Popayán. Las tres ignoraron las demandas de Quito y enviaron tropas para someter su experimento de insubordinación y autonomía. Lo consiguieron.

El 24 de octubre de 1809, fracasado su experimento, los quiteños devolvieron el poder a quien se lo habían usurpado. Y fueron unos fracasados, unos ilusos, acaso unos necios, pero nunca taimados. 

Ellos realmente querían caerle en gracia a su rey.

Historia de dos amigos

10 de mayo de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 10 de mayo de 2024.

Flores y Febres-Cordero, venezolanos, señalaron el camino a seguir para forjar un nuevo Estado en el concierto de las naciones sudamericanas. El 13 de mayo de 1830, el general Juan José Flores, hasta entonces el Prefecto del Distrito del Sur de Colombia, fue designado por representantes del departamento del Ecuador como la máxima autoridad de un nuevo Estado en formación, ostentando el singular nombre de Jefe de la Administración del Estado del Sur de Colombia.

Este Estado era apenas otro nombre para lo que se conoció como el Distrito del Sur de la República de Colombia. El Distrito del Sur, por ley colombiana de 1824, se dividió en tres departamentos: Azuay, Guayaquil y Ecuador (que fue el nombre que impuso Bolívar para reemplazar Quito). El departamento del Ecuador consintió integrar un nuevo Estado el 13 de mayo. El 19 lo hizo Guayaquil, y el 20, Azuay. 

Con el consentimiento de los departamentos, el 31 de mayo de 1830 el Jefe de la Administración del Estado del Sur de Colombia emitió su primer decreto, que fue designar como su Secretario General al venezolano Esteban Febres-Cordero. Hecho esto, emitió dos decretos, firmados por Flores y Febres-Cordero, en el que estos venezolanos marcaron la hoja de ruta para tener un Estado en unos cuatro meses, aproximadamente. Ellos convocaron a un Congreso Constituyente para regular el funcionamiento del nuevo Estado mediante la aprobación de una Constitución y demás normativa.

El plan de estos extranjeros fue simple: reglaron las elecciones de siete representantes por departamento, establecieron un lugar más o menos equidistante a sus capitales y ofrecieron pagar a cada uno de los representantes según la distancia en leguas que haya tenido que recorrer para cumplir su destino. El lugar más o menos equidistante a Guayaquil, Quito y Cuenca fue Riobamba y la cantidad a pagar era un peso por cada legua de recorrido para llegar a esa ciudad (ida y vuelta). 

La hoja de ruta diseñada por los venezolanos imponía que el Congreso Constituyente se tenía que reunir el 10 de agosto de 1830. Ni por el incentivo de un pago los representantes llegaron a tiempo, pues las sesiones empezaron recién el 14 de agosto.

No había pasado un mes de su instalación, el 11 de septiembre, cuando el Congreso Constituyente produjo una Constitución. Fue un bodrio conservador que postulaba al nuevo Estado como parte de una delirante República de Colombia y que consideraba a los indios una raza “abyecta y miserable” que debía someterse al tutelaje de los sacerdotes (el primer Ministro de Hacienda, en un informe de labores, consideró a los “indígenas” como una de las “fuentes de riqueza” del Estado -las otras eran la agricultura, las minas y la industria).

Lo que empezó un 31 de mayo concluyó 115 días después, el 23 de septiembre, cuando el Congreso Constituyente designó Presidente del nuevo Estado a Juan José Flores y él puso el Ejecútese a la Constitución. Ese 1830, Flores lo empezó como Prefecto de un distrito colombiano, pasó a ser el Jefe de la Administración de un Estado provisorio y terminó por ser el primer Presidente de un nuevo Estado. 

El plan diseñado por los venezolanos funcionó: hubo nuevo Estado y uno de ellos fue su Presidente.

Él saltó de la terraza

3 de mayo de 2024

            Publicado en diario Expreso el viernes 3 de mayo de 2024.

La de Francisco Javier León fue una vida que se descarriló hasta el salto al vacío. La enturbió, pobre, el ejercicio del máximo poder.

León fue el Encargado del Poder Ejecutivo por disposición de la “Carta Negra”, apelativo con el que se conoce a la Constitución de 1869, dictada por una asamblea adicta a Gabriel García Moreno tras el golpe de Estado por él orquestado en enero de ese mismo año. Esta Constitución (la séptima de la República del Ecuador) disponía en su artículo 55 que, en caso de vacar la presidencia por causa de muerte, correspondería al vicepresidente la subrogación del cargo. 

Para García Moreno, Francisco León era un tipo de confianza. Fue en su segunda administración, entre 1869 y 1875, que García Moreno le confió el Ministerio de lo Interior. Por disposición del artículo 52 de la “Carta Negra”, cuando por un motivo temporal García Moreno no podía ejercer la presidencia lo debía subrogar “el Ministro de lo Interior con el título de Vicepresidente de la República”. León lo subrogó en varias ocasiones.  

Francisco León fue abogado y político, nacido en Quito el 13 de octubre de 1832, que muy joven asumió el Ministerio de lo Interior, pues contaba alrededor de 37 años. Cuando asumió el Encargo del Poder tras el magnicidio de García Moreno, León tenía 42 años. 

El 6 de agosto de 1875, a escasos cuatro días de culminar su período de gobierno, asesinaron al presidente García Moreno al pie del Palacio de Carondelet. Entonces, por aplicación del artículo 55 de la Constitución, le correspondió a León terminar los cuatro días que le faltaron a García Moreno y completar así el único sexenio presidencial en la historia ecuatoriana.

La muerte de García Moreno significó también la muerte de quien iba a gobernar el siguiente sexenio (1875-1881), porque el pueblo había votado por García Moreno para presidente en las elecciones de mayo de 1875. Por ello, León asumió la más alta investidura civil del Ecuador hasta la organización de nuevas elecciones y, dadas las circunstancias, para perseguir y ejercer el máximo rigor en contra de los asesinos de García Moreno.

Los persiguió con saña, incluso saltándose la Ley, como en el caso de Gregorio Campuzano.   A él lo absolvió un Consejo de Guerra, pero León ejerció el máximo poder: decidir sobre su vida o muerte. León escribió al Consejo de Guerra, para que se le imponga la pena capital: “… con las manos sobre el corazón y el juramento de estilo, digo: tengo el convencimiento moral que Gregorio Campuzano es responsable del alevoso asesinato cometido tan vilmente en la persona de S.E. el presidente de la República”.

El Consejo de Guerra acató el designio de León y el 9 de agosto de 1875 lo condenó a Campuzano. Dos días después, lo fusilaron.  

A León, los fantasmas de aquel muerto lo persiguieron en lo que le restó de vida. Lo atacó el remordimiento de haber ordenado la muerte de una persona sobre la que él no tenía pruebas de que fuera culpable, apenas un “convencimiento moral” que pronto se trocó en angustias. Empezó a alucinar que Campuzano vendría de ultratumba a jalarle las patas. 

El 10 de agosto de 1880, en Quito, el atormentado León saltó de una terraza, en procura del descanso eterno. Tenía 47 años.