Publicado en diario El universo el 16 de mayo de 2005.
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A menudo, en el curso
de las conversaciones de índole política suele uno referirse despectivamente a
quienes, supuestamente, han conducido al país a su estado actual. Un breve
repaso mental apuntaría a varios nombres ilustres (o no tanto) dependiendo de
las filias y las fobias políticas de cada quien: claro, es usual que sea otro
el responsable y que suya sea la culpa. Este simplismo omite una verdad de
Perogrullo pero esencial: que la administración de un país, el desarrollo de su
cultura democrática, no lo construye (ni lo destruye tampoco) una sola persona:
se trata, necesariamente, de una tarea colectiva. Una tarea en la que, debemos
admitirlo, la mayoría de los ecuatorianos hemos sido morosos. La jodienda del
país se debe a que permitimos que otros lo manipulen a placer y que ante ese
hecho cotidiano no hagamos sino lamentarnos o lanzar improperios pero en la
práctica no actuemos en consonancia con nuestra propia crítica y, peor aún, que
sea probable que en idéntica situación a la que criticamos hiciéramos lo mismo
que hacen los otros. (El ladrón, sin ocasión para robar, se cree un hombre
honrado.) Esa pasividad, esa inconsistencia, constituyen casi un sello de
identidad nacional.
Esta realidad aciaga, en cierta medida, ha sido puesta en entredicho por los últimos sucesos. La revuelta forajida del 20 de abril nos enseña una importante lección: la fuerza que la ciudadanía, organizada de manera autónoma, puede tener cuando actúa cohesionada y exige cambios. Pero esta espontánea revuelta no debe confundirse con una revolución: la primera se agota en sí misma, dejando que los mismos de siempre ocupen sus localidades habituales y manejen la política a su antojo. La segunda supone la consumación de las permutas que propone la revuelta: implica un cambio psicológico, que por sí mismo no les sucederá a los políticos (se sabe bien que estos prometen de acuerdo con sus esperanzas y cumplen de acuerdo con sus temores) sino que debe asumirlo el ciudadano común: ese importante paso sucederá cuando su otrora energía revoltosa se canalice en propuestas específicas y en participación tan constante como orientada dentro de los parámetros democráticos (pues desde Camus sabemos que matar a un inocente por defender una causa justa no es defender una causa justa sino matar a un inocente) que son los propicios para el desarrollo de una cultura política que tanta falta nos hace.
De cara a los próximos días, ése es el grave reto: la construcción de un país a partir de su ciudadanía comprometida con el cambio de las formas tradicionales de participación política. Los primeros días del nuevo gobierno avizoran que la retórica expresada en la agitada jornada de la CIESPAL corre el riesgo de escurrírsenos como arena entre los dedos. No permitirlo es la tarea de todos los ciudadanos, pues la vuelta a la rutina de la crítica inconsistente o la pasividad constante, esas tradicionales formas de la acción política ecuatoriana cuando no somos iracundos, han probado no servir para nada salvo para que se repita el mismo ciclo de exclusión y de mesa servida para pocos. Hagámonos un favor, ciudadanos, y asumamos la gran parte de responsabilidad que nos corresponde.