Publicado en GkillCity el 9 de junio de 2013
In memoriam del
señor Vinelli, héroe local.
I
En un libro de historias del Guayaquil antiguo, Rielando en un mar de
recuerdos, se cuenta que durante buena parte del siglo diecinueve y
principios del veinte fue costumbre de los guayaquileños dirigirse en “carrito
urbano” al sector El Corte del Estero Salado (donde hoy es el Malecón
del Salado) para bañarse con propósitos medicinales en sus aguas marinas.
El relato es de autoría de Carlos Saona:
“Hubo aquí un devoto de esos baños; dábase 365 al año y aun 366 cuando
éste era bisiesto. Era el señor Vinelli, socio de Pérsico (Vinelli &
Pérsico). A las seis ya estaba instalado en el carrito. Como en esos dichosos
tiempos –que como las golondrinas de Becquer, no volverán- el viernes santo no
solo morían las campanas, pero también se suspendía el tráfico de vehículos, el
señor Vinelli, por no perder su baño iba y venía a pié todo ese largo camino.
No es esto lo más admirable, sino su valor para desafiar la creencia general de
que las personas que se bañaban en viernes santo se convertían en pescado”.
El señor Vinelli desafió una “creencia general” del Guayaquil antiguo
por la que todavía se aceptaba posible el que echarse aguas marinas en fecha
que rememora una crucifixión acontecida decenas de siglos atrás, podría
convertir al infractor en pescado. Por supuesto, Vinelli se bañó en viernes
santo y no le pasó nada. Comprobó que la “creencia general” sostenida por la
mayoría de sus coterráneos era absurda. Pasó el tiempo, la gente perdió el
miedo, se atrevió… y sucedió que empezaron a bañarse en viernes santo, como si
nada, como si fuera cualquier otro día. Lo normal. Sin convertirse en
pescaditos.
Al día de hoy, la “creencia general” otrora desafiada por Vinelli, nadie
se la toma en serio.
La postura de quienes se oponen al matrimonio de las parejas gays y lesbianas
comparte con la que fue “creencia general” de los guayaquileños de no
bañarse en viernes santo la raíz del problema y su sencilla solución. En ambos
casos, la raíz del problema son los prejuicios, esto es, ideas a
priori, no basadas en evidencia empírica contrastable sino fundadas en
encuadrar el comportamiento humano (el propio, pero sobretodo el ajeno) en
categorías de lo “moral”: si el acto que se juzga encuadra en sus preconcebidas
ideas morales es “bueno”, y si no, es malo. En ambos casos, la sencilla
solución es poner a prueba el prejuicio. En el caso del señor Vinelli, se
lo hizo con una sencilla comprobación física (“¡mira, pueblo de Guayaquil: no
soy un pescado!”); en el caso de quienes se oponen al matrimonio igualitario,
la solución es conocer la realidad de las personas cuyas decisiones se quiere
legalmente impedir y tratar de ponerse en sus zapatos.
II
El contexto histórico era que en el año 1994 la máxima autoridad de la
religión católica, mayoritaria en la sociedad argentina, el cardenal primado y
arzobispo de Buenos Aires Antonio Quarracino,
en un programa que mantenía en la televisión pública de su país se permitió
expresar su opinión sobre lo que debería hacerse con los homosexuales, en los
siguientes términos:
“Yo pensé si no se puede hacer acá una zona grande para que todos
los gays y lesbianas vivan allí; que tengan sus leyes, su periodismo, su
televisión y hasta su Constitución; que vivan como una especie de país aparte,
con mucha libertad. Podrán hacer manifestaciones día por medio, podrán escribir
y publicar. Yo sé que me van a acusar de propiciar la segregación. Bueno, pero
sería una discriminación a favor de la libertad, con toda caridad, con mucha
delicadeza y misericordia. También tengo que añadir que así se limpiaría una mancha
innoble del resto de la sociedad”.
Es difícil concebir una mayor falta de respeto a una persona que decirle
que el resto de la sociedad tiene derecho a discriminarlo a él y a los que son
como él hasta el punto de sugerir que deberían vivir en un “país aparte” y,
todavía más, justificar su postura en que esta discriminación se debe
considerar “positiva” para el resto de la sociedad, pues así se extirpa de ella
“una mancha innoble”. La máxima autoridad religiosa de Argentina proponía como
una idea libertaria y caritativa el que un grupo de personas, en razón de tener
una orientación sexual distinta, vivieran en un guetto.
La aprobación de una ley que establezca la igualdad de acceso a las
oportunidades de la institución matrimonial con independencia de la orientación
sexual era todo lo contrario a estar confinado a vivir en un guetto. Por
eso la iglesia católica se opuso tanto a la Ley de Matrimonio Igualitario. El
senador Luis Juez, en su intervención en el debate legislativo, contó a la
audiencia el tipo de presiones que recibió:
“He soportado lo que no aguanté en veinticinco años de militancia
política: agravios, injurias, ofensas, lastimaduras, magullones; al límite de
quebrarme, les confieso, porque un tipo que te dice: «Dios te va a castigar, te
vas a quemar en la hoguera del infierno…» Yo me la banco, yo soy así. Seré el
bonsái de la Mole Moli, pero me la banco. Tengo una hija por la que todos los
días le pido a Dios por su salud. Entonces, cuando me dicen: «Te va a castigar
con tu hija…». Ay, me quema el cuerpo. ¿Por qué? ¿Y puede ser cierto? ¿Dios me
podrá castigar a mí por asignar derechos? ¿La Virgen me bajará el pulgar por
entender que tengo la obligación de mirar a mis compañeros con caridad
cristiana? ¿A qué Cristo le rezo yo? El Cristo al que le rezo yo tiene un
corazón inmenso…”
El corazón de las altas autoridades y los activistas católicos no era
igual y estaba “en guerra de Dios”, según supo comunicarlo en una misiva el
cardenal primado y arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, hoy papa
Francisco. Este afán de guerra estuvo presente a lo largo del debate
legislativo, pues muchos de los opositores al proyecto de Ley de Matrimonio
Igualitario profirieron ideas ofensivas sin sustento alguno, como que las
parejas homosexuales son “treinta veces más violentas”, así como mucho más
inestables, promiscuas y negativas, que las parejas heterosexuales. Decían
estas cosas con la certeza de tener “la Verdad en medio de las tinieblas del
error”, para decirlo con palabras de Bergoglio. Ante tanta agresión, en una de
las sesiones en la Cámara de Diputados, la activista María Rachid tuvo que
pedirles paciencia a los asistentes:
“No está bien no reaccionar ante el dolor y la bronca de ser
discriminados y discriminadas como lo fuimos hoy en esta sala. Ninguna sociedad
plantearía al pueblo judío que discuta una ley de negación del Holocausto
escuchando las voces de grupos antisemitas. Entonces, pido disculpas por estar
solicitando que no gritemos, que no reaccionemos ante la discriminación y la violencia.
Y a la vez les pido que entiendan que se trata de una cuestión estratégica que
estoy seguro que comparten las diputadas, quienes pidieron que no reaccionemos
ante esos argumentos. Ellas también comparten que es por una cuestión
estratégica que tenemos que estar presentes escuchando estas expresiones que
dentro de unos años van a ser consideradas aberrantes”.
Ese grupo opositor y fanático, sin embargo, era minoritario en la
sociedad argentina. Ya el año 2008 las encuestas indicaban que la mayoría de
los argentinos, el 66.3%, estaba a favor de la legalización del matrimonio
entre personas del mismo sexo; que el 57% de los católicos estaban en
desacuerdo con la oposición de su iglesia al proyecto de ley; que el 39%
cambiaría su voto si se enteraba que su candidato estaba en contra de la
igualdad de derechos para gays y lesbianas, mientras que solamente el 14% lo
haría si su candidato se encontraba a favor. En una entrevista de prensa, Vilma
Ibarra, presidenta de la Comisión de Legislación General de la Cámara de
Diputados, una de las dos comisiones que conocieron del proyecto de Ley de
Matrimonio Igualitario, se mostraba optimista de su trámite:
“- Te cuento algo… Hace unos días, me invitaron a una escuela a hablar
con los chicos para una clase en la que estaban aprendiendo cómo se votan las
leyes. Entonces, se me ocurrió contar, como ejemplo, que este jueves, en la
comisión que yo presido, se iba a debatir un proyecto de ley para que las
parejas de dos hombres o de dos mujeres pudieran casarse como hoy se pueden
casar las parejas de un hombre con una mujer. Y la reacción de los chicos fue
muy significativa…
- ¿Qué dijeron?
- No entendían por qué la ley no lo permite. Me preguntaban, querían que
yo les explicara por qué los homosexuales no se pueden casar, porque les
parecía incomprensible.”
III
El libro de Bruno Bimbi, Matrimonio igualitario, cuenta los
detalles de la estrategia seguida para la aprobación de la ley. Cuenta cómo se
decidió incidir en los tres poderes del Estado argentino: el legislativo, con
la presentación del proyecto de ley; el judicial, con la presentación de
recursos de amparo para declarar la inconstitucionalidad de las normas que
prohibían el matrimonio a parejas del mismo sexo (los artículos 172 y 188 del
Código Civil), y el ejecutivo, con el reclamo de su apoyo hacia una legislación
igualitaria. Cuenta también el festejo del triunfo.
Pero lo más fascinante del libro de Bimbi es la posibilidad de conocer
voces en primera persona, e intentar entender, a partir de ellas, el camino
seguido para aprobar la ley. Voces de políticos, de académicos y de activistas,
pero sobre todo voces de personas de carne y hueso, cuyas historias nos pueden
hacer reflexionar sobre cuán absurda resulta la discriminación a otro por ser
aquel que es y que no podría dejar de ser.
Una voz, por ejemplo, como la de Juan Manazzoni, asesor en la Cámara de
Diputados, quien les dirigió a los diputados un correo electrónico para
solicitarles su apoyo a la aprobación del proyecto de Ley de Matrimonio
Igualitario:
“Le cuento que nací en una familia de provincia, muy religiosa, donde
nada me faltó. Una familia que me lo garantizó todo. Pero donde me costó
experimentar la alegría de la libertad: crecí con las nociones de «bien», «mal»
y «culpa» tan presentes como el oxígeno en el aire. Nociones que tiñeron mis
decisiones de vida por varios años.
Por aquel tiempo, yo también fui de aquellos que hablan del «amor
ordenado», de la «educación en el amor», y de un etcétera largo y bastante
hipócrita, por cierto. Durante aquel tiempo, descreí de la posibilidad de que
dos personas del mismo sexo pudieran amarse, con todas las letras. «La
sociedad» (sólo una parte, obviamente) me había convencido de que «el amor gay
es un amor egoísta», por «no estar abierto a la procreación y a la vida», y
muchos argumentos similares.
Señor senador: gracias a la vida, hoy ya no pienso así. El tiempo y su
experiencia, que sabe mucho más de comprender que de argumentar, cambiaron mi
corazón. Ya nadie podrá inculcarme «la culpa de ser libre». También yo me he
enamorado, mi corazón ha encontrado sentido, haciéndome feliz: por ser quien
soy, por mí y por el otro. «Otro» que también es sujeto pleno de derechos, que
no es un objeto de mera satisfacción, como quieren señalar quienes desdoblan
«un amor egoísta» de «un amor generoso». Al amor, cuando es amor, los adjetivos
le sobran. Que mi relación prospere o no, el tiempo dirá. Pero mientras yo esté
con la persona que me señale el corazón, quiero que el Estado nos posibilite lo
mismo que al resto de la sociedad posibilita. Así de simple”.
El proyecto de Ley de Matrimonio Igualitario se presentó en la Cámara de
Diputados en mayo del 2007. Pero el primer éxito que se obtuvo en este proceso
provino del poder judicial. La jueza Gabriela Seijas, del Juzgado de
Instrucción No 15 de lo Contencioso Administrativo de la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires, dictó sentencia el
13 de noviembre del 2009 en un recurso de amparo presentado por Alex Freyre y
José María Di Bello. En su sentencia, la jueza Seijas reflexionó:
“Un paso importante al
que una decisión judicial puede tender es al reconocimiento público de la
existencia de la estigmatización y del sufrimiento inflingido, y la ilicitud de
las discriminaciones en que se apoyan. No se trata de saber si son posibles
otras formas de vida familiar y afectiva distintas de la tradicional. Porque
las tenemos delante nuestro y sabemos que existen. Se trata de saber si es
posible un marco legal suficientemente genérico para adaptar sus institutos a
estas realidades”.
La jueza Seijas consideró en su fallo que ese marco legal
“suficientemente genérico” era posible y declaró inconstitucionales los
artículos 172 y 188 del Código Civil que obstaculizaban la celebración del
matrimonio de Freyre y De Bello. Su aspiración era que la institución del
matrimonio igualitario sea “fuente de nuevas curas para las viejas enfermedades
sociales, como el miedo, el odio y la discriminación”.
La sentencia de Seijas fue un gran avance, pero era solo el principio.
Su sentencia solo beneficiaba a las dos personas que presentaron el recurso de
amparo. En palabras de uno de ellos, Alex Freyre:
“La igualdad jurídica no puede ser sólo para dos personas y no es posible
que sea necesario ir a la justicia para tener los derechos que la Constitución
nos garantiza a todos y todas. Por eso hace falta que los diputados voten la
ley antes de fin de año, para que todas las parejas tengan los mismos derechos
con los mismos nombres”.
El matrimonio de Alex Freyre y José María De Bello no se pudo realizar
en Buenos Aires por un fallo dictado en contra por otra jueza. Finalmente, se
pudo realizar en Ushuaia, en la provincia de Tierra del Fuego. La gobernadora
del territorio, Fabiana Ríos, así lo autorizó. La gobernadora comentó las
razones para su autorización:
“Yo soy química, nada que ver con las ciencias jurídicas. Pero cuando
leí el fallo de la jueza Seijas, me pareció tan clara la arbitrariedad del
impedimento por el que las parejas homosexuales no se podían casar que, aunque
sabía que tenía que evaluar el impacto público que iba a tener mi decisión, me
di cuenta de que no podía hacer otra cosa que no fuera autorizar el
matrimonio”.
Por su decisión, la gobernadora Ríos fue atacada por grupos
conservadores, se le formó un escándalo mediático y se la demandó penalmente.
Su respuesta a todo esto fue lacónica: “A algunas personas les resulta
inverosímil que una persona que es heterosexual y católica pueda entender como
naturales otras formas de ser. Lo lamento por ellos”.
En todo caso, el matrimonio de Alex Freyre y José María Di Bello fue el
primero de varios. Tiempo después se casó la primera pareja de lesbianas: Norma
Castillo y Ramona Arévalo, quienes tenían ambas 67 años al momento de celebrar
su enlace. En las sentidas palabras de Norma:
“Esperamos este momento por 30 años, 5 meses y 12 días. No quería
desaparecer de esta vida sin que se reconociera este amor que lleva más de 30
años. […] Hubo muchos que se murieron sin poder decir a cielo abierto: «Te
amo»”.
El debate en la Cámara de Diputados continuaba. La jueza Gabriela Seijas
asistió a una de las sesiones en el que se debatía el proyecto de ley y resumió
el mensaje que propuso en su sentencia:
“Un país donde no se humille al otro. Yo usaría –aunque sea una palabra
religiosa- otra palabra. Diría «un país más piadoso», un país donde no se
lastime a otro”.
María Lenz es lesbiana y fue diputada hasta el año 2009. No alcanzó a
votar la ley en la Cámara de Diputados, pero sí a conversar con todos sus
excolegas para persuadirlos de votar a favor del proyecto de ley. Su comentario
es un reconocimiento a la fuerza de la empatía, del tratar de ponerse en los
zapatos del otro:
“Los que modificaron su voto tenían como denominador común en su
argumentación el reconocimiento de la existencia de vidas diferentes: sobrinos,
amigos, en fin, gente cerca de cada uno de ellos y ellas. Los que votaron en
contra, el argumento esgrimido era que su arzobispo les había pedido que
presentaran un proyecto de «unión civil», que les parecía «mucho» igualar, que
en el interior es distinto, en fin…”.
En este proceso de obtención de votos la acompañó Teresa García,
compañera de su bloque político, una persona de profunda fe católica:
“Voy a hacerte una infidencia: Teresa es una compañera muy peronista y
muy católica. Hizo un esfuerzo de reflexión, de puesta en valor de su ética y
sus convicciones, que le agradeceré por siempre. Sumó realidad a su profunda fe
y creció, como todas nosotras”.
Llegó el esperado día de la votación. Es fama que el discurso que más
abrió las cabezas esa noche fue el de Ricardo Cuccovillo:
“Tengo tres hijos: dos varones y una mujer. Uno de mis hijos varones es
gay, un ser humano que yo considero que tiene igualdad de derechos y de
sentimientos que el resto de mis hijos.
El señor diputado Solá habló de hipocresía; por eso sentí que me
identificaba mucho con su pensamiento y emociones. En general trato de no ser
duro porque creo que las cuestiones culturales son muy difíciles de
transformar, y entiendo a quiénes no están de acuerdo con este proceso. Pero
conversando con algunos de mis compañeros les decía que la verdad es que
hubiese querido que quienes hoy están en desacuerdo con este proyecto tuvieran
mayores fundamentos desde lo científico, es decir, fundamentos concretos.
Reconozco en muchos de mis colegas, quizás en todos, una gran sinceridad y una
gran militancia en sus convencimientos, pero entiendo que no hay elementos
científicos concretos ni emotivos que avalen su posición en la vida cotidiana.
Este hijo mío tiene los mismos derechos que el resto de la sociedad.
Seguramente habrá muchos hijos, hermanos y padres que están en su misma
situación. Cuando nos turnamos para cuidar a mi nieto, mi hijo mayor no piensa
que el que irá a cuidarlo en los días que tenemos asignados es un tío gay que
puede contagiar o deformar al niño. La verdad es que no siento que piense así”.
Algunos, como el diputado Rossi, dijeron que el debate debió haber
terminado con las palabras de Ricardo Cuccovillo. La suerte estaba ya echada:
la empatía había vencido a los prejuicios y se pudo alcanzar lo que antes
parecía un imposible. El proyecto de Ley de Matrimonio Igualitario se terminó
por aprobar el 5 de mayo del 2010 con un total de 126 votos a favor, 110 en
contra y 6 abstenciones.
IV
Argentina tiene un sistema bicameral, por lo que el asunto pasó a
discutirse en el Senado de la Nación. La encargada de conducir la Comisión de
Legislación General que conocería del proyecto de ley fue la senadora Liliana
Negre de Alonso, miembro del Opus Dei.
Pero ni la abierta animadversión de la senadora Negre de Alonso al
proyecto fue suficiente para impedir su aprobación. El matrimonio igualitario
ya había ganado un espacio de relevancia en la opinión pública. Se lo empezaba
a considerar como parte de un necesario desarrollo histórico.
Así lo demuestra esta opinión (que constituyó un espaldarazo) del
expresidente Néstor Kirchner:
“En el siglo XIX solo existía el matrimonio eclesiástico. La ley de
matrimonio civil constituyó una ampliación de los derechos civiles. La que
permitió el divorcio vincular un siglo después también. El matrimonio entre
personas del mismo sexo será otra profundización equivalente. Esto no tiene
nada que ver con ninguna religión, solo con establecer la igualdad de todas las
personas ante la ley”.
En el debate en el Senado de la Nación, la senadora María Eugenia
Estenssoro avanzó sobre esa misma idea, con énfasis en la evolución de la
situación de la mujer, a partir de su propia condición de divorciada, madre
soltera y concubina:
“Y me gusta decir esto con orgullo, pero también porque muestra la
evolución de la mujer en la sociedad de las últimas décadas. Antes, decir esto
públicamente hubiera sido una deshonra. Hubiera tenido que ocultarme por
divorciada, por ser madre soltera y por convivir con un hombre con quien no
estoy casada legalmente. Sin embargo, hoy puedo decirlo públicamente en el
Senado de la Nación, ser senadora, y no por eso soy una mujer de mala vida.
Esto es lo que ha cambiado en nuestra sociedad”.
En su discurso, la senadora Beatriz Rojkés sostuvo que cualquier medida
que se adopte que no sea la igualdad en derechos resultaba inadmisible:
“es un retroceso inadmisible sostener el argumento de «separados pero
iguales», que justificó la segregación racial en Estados Unidos; o el de la
supuesta diferencia natural, que privó del voto a la mujer; o el de plebiscitar
los derechos, que derivaron en las leyes del exterminio judío”.
La aprobación del matrimonio igualitario ya estaba instalada en la
sociedad. La revista Veintitrés se puso de frente en campaña por su aprobación,
el diario Clarín publicó una editorial (“Tolerancia y diversidad”)
en la que expresamente concluía que “el matrimonio igualitario debe ser
aprobado” y el periodista Jorge Lanata, en su programa televisivo, cargó tintas
contra un monseñor de la
iglesia católica:
“Usted, monseñor, es un bruto y un ignorante. Vuelva al colegio, haga
aunque sea la escuela nocturna, trate de leer un poco y después hable. Mientras
tanto, cuídese y nunca se agache a agarrar un jabón en la ducha del obispado”.
Todo eso por haber dicho el monseñor cosas como aquellas por las que
María Rachid, líneas atrás, al principio de las discusiones en la Cámara de
Diputados, había pedido paciencia a la audiencia.
V
Llegó el día de la discusión definitiva del proyecto de ley, el 14 de
julio del 2010. Los debates se extendieron hasta la madrugada siguiente y se
tomó, finalmente, votación: 33 votos a favor y 27 en contra. Acto seguido, el
presidente del Senado, José Pampuro, declaró “definitivamente sancionado el
proyecto de ley”.
Miles de personas que seguían la sesión del Senado por audio en la plaza
del Congreso estallaron en gritos, se fundieron en abrazos y empezaron un largo
festejo. Coreaban exultantes: “Y ya lo ve / Y ya lo ve / es para Bergoglio que
lo mira por TV”. Fue un momento de euforia, de soltar la bronca frente a la
“guerra de Dios” invocada por el cardenal primado y sus acólitos.
Pero lo realmente importante de toda esta historia fue la derrota de los
prejuicios. Pasarán los años y llevará razón Sean Penn, quien al momento de recibir un
premio Óscar el año 2009 por su actuación en Milk, declaró: “creo que es un buen momento para que quienes votaron
por la prohibición del matrimonio gay se sienten a reflexionar y anticipen la
gran vergüenza que habrá para ellos mismos y ante los ojos de sus nietos, si
continúan con este tipo de apoyo. Todos debemos tener los mismos derechos”.
Es altamente posible
que no tengan que pasar ni dos generaciones, como sugirió Penn, para que se
considere ridículo el que una persona postule en una sociedad
democrática la posibilidad de negarle derechos a otra en razón de su
orientación sexual. Tan ridículo, e inaceptable, como si al día de hoy algún
despistado propusiera la prohibición del divorcio, o reinstalar la esclavitud.
Ridículo, lo habrá pensado Vinelli, como esa antigua creencia guayaca de
convertirse en pescaditos.