Utilizar esas referencias del derecho internacional para discutir el derecho al agua es un asunto no menor: solo el 2.5% del agua que en el mundo existe es dulce (o sea, de uso humano), 1.200.000.000 personas no tienen acceso al agua potable (y se estima que en el 2025 serán 3.000.000.000) y el 85% del agua potable lo consume solo el 12% de la humanidad. Hoy en muchos países se compran ominosas “tarjetas prepago” para su consumo y las empresas tienen el “derecho de cortar” su suministro (sucede en Nigeria, Tanzania, Ghana y Australia, por ejemplo). La tendencia a privatizar, que se concentra en pocas empresas (Suez, Vivaldi, Siemens, Unión Fenosa, Iberdrola, Bechtel –cuya cara en Guayaquil es Interagua, con no pocos cuestionamientos desde, por ejemplo, la Comisión de Control Cívico de la Corrupción y el Observatorio Ciudadano de Servicios Básicos) entiende al agua como un bien económico cuando, en realidad, como reconoce el Comité el agua “debe tratarse como un bien social y cultural”.
Las estrategias ante esta preocupante realidad principian por constitucionalizar el derecho al agua (existen varios antecedentes: Uruguay, Etiopía, Sudáfrica, Uganda, Irán y Zambia). Esta constitucionalización servirá como parámetro para el establecimiento de la legislación secundaria y políticas públicas correspondientes, y con base en estos antecedentes, se permitirá la adecuada defensa judicial del derecho al agua para quienes sientan que se les viola este derecho humano.
La inclusión del derecho humano al agua en la nueva Constitución es, entonces, trascendental para efectos de tornar efectiva su exigibilidad y su garantía. Ojalá que los asambleístas electos discutan la precisión de sus términos y sus alcances (la Observación General No 15 puede servirles de válida referencia) y lo incorporen en el texto constitucional, en debida forma.