Reflexiones de victoria

28 de octubre de 2006

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Publicado en diario El universo el 28 de octubre de 2006.

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Las finales son ocasiones muy tensas porque todo se resume allí: el esfuerzo previo, el riesgo tomado y el cumplimiento eventual del reto que se asumió. Si la decisión final resulta favorable, se desata la euforia y se siente la enorme satisfacción del deber cumplido y una dicha casi infinita. Así sucedió hace unos pocos días, precisamente la tarde del 20 de octubre del 2006, en la ciudad de Santa Fe de Bogotá durante la ronda final de la III Edición del Concurso Iberoamericano de Derechos Humanos y Derecho Internacional Francisco Suárez S.J. organizado por la Pontificia Universidad Javeriana, mismo en el que participaron dieciocho equipos de ocho países de América Latina. En esa tarde, la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil venció a la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, desatando con esto la euforia, cumpliendo el deber y sintiendo, entonces, esa dicha casi infinita que les menciono.

Por cierto, el hecho era inédito: no porque Ecuador no hubiera obtenido otros triunfos en concursos de derecho internacional (los dos únicos antecedentes: la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil ganó el Concurso Víctor Carlos García Moreno, que organizó el Consejo Latinoamericano de Estudiosos del Derecho Internacional y Comparado Capítulo México en la ciudad de México D.F. el año 2002 y la Pontificia Universidad Católica del Ecuador el mismo concurso Francisco Suárez S.J. el año pasado) sino porque era la primera ocasión que en la final de un concurso de derecho internacional se enfrentaban (dejando de lado, además, a excelentes universidades del continente como la Francisco Marroquín, de Guatemala, la Javeriana, de Colombia, o la Universidad de Buenos Aires, entre otras) dos universidades del Ecuador. Este hecho, que además de significar que en el país sí existe gente de probado talento a escala internacional (y no solo la escoria política y la medianía intelectual que tanto abunda), me conduce a participarles de dos reflexiones.

La primera de ellas: la importancia de la realización de este tipo de actividades académicas, no solo porque contribuyen a una formación académica de calidad de los estudiantes y profesionales que participan en ellas, sino porque además sirven al propósito de entender la auténtica naturaleza de los derechos humanos. En este país se tiene la distorsionada, errónea y ridícula concepción de que los derechos humanos son “los derechos de los delincuentes” (la pobreza intelectual de cierta derecha lo sostiene con énfasis) como si no fueran, en realidad, un entramado muchísimo más complejo y amplio que abarca, por supuesto, las garantías judiciales de todos (un presupuesto necesario para que exista en rigor aquello que llamamos “sociedad democrática”) como también un elenco de derechos civiles y políticos que suponen obligaciones al Estado para que este se abstenga de ejecutar ciertos actos que interfieran de manera ilegítima en la vida y propiedad de las personas como, además, obligaciones positivas para demandarle al Estado un compromiso activo a favor de generarle a todas las personas las aceptables condiciones materiales de vida que merece. Estos concursos contribuyen a disipar y otorgar herramientas para disipar esta penosa confusión.

La segunda reflexión es la necesidad cierta de incentivar de manera directa la participación en estos acontecimientos académicos. Existe, se sabe, gente de probado talento en el país; no existe, en contraste, salvo muy contadas excepciones, políticas universitarias que los aprovechen para demostrar la supuesta “excelencia académica” a la que toda universidad debe, o debería, aspirar. En muchas universidades (incluida la mía propia, la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil) en las que ni siquiera figura en el pénsum la cátedra de ‘Derechos Humanos’, es difícil pensar todavía que se pueda institucionalizar la participación en estos concursos académicos. Y sin embargo, valga como conclusión decirlo sin ambages, el auténtico propósito de la Universidad, su sentido último, va en ello. Ojalá sea momento oportuno para pensárselo.

Villa Grimaldi

21 de octubre de 2006


Publicado en diario El universo el 21 de octubre de 2006.

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Hacia finales del mes de marzo, como parte del grupo de jóvenes profesionales que participó del Diploma de Postítulo en Derechos Humanos y Procesos de Democratización, visité Villa Grimaldi. Luego de intensas jornadas de debates académicos, muchos de ellos estimulantes, otros un tanto abstrusos, pero todos ellos realizados en la comodidad burguesa de un aula de la Universidad de Chile, recibimos quienes participamos de ese Diplomado, la mañana del 31 de marzo del 2006, un poderoso baño de cruda realidad.

Puede que quienes lean esta página no alcancen a entender la naturaleza de la cruda realidad a la que hago referencia. Pero para quienes visitamos Villa Grimaldi y para quienes tuvimos la ocasión de escuchar los testimonios de la brutal represión que Villa Grimaldi significó en el demencial período de los primeros años de gobierno del dictador Pinochet, precisamente de boca de quienes lo vivieron en carne propia, ya es distinto: entendimos, de un solo certero golpe, la frase de Emil Cioran que decía que solo se podía entender la masacre que es la historia a través de las biografías de quienes la vivieron. Juro que se siente una profunda incomodidad de ser ante el testimonio de lo Innombrable.

Villa Grimaldi fue el centro de detención y tortura más importante de la Dirección de Inteligencia Nacional, el órgano más representativo de la represión en la dictadura chilena. En éste, como en tantos otros lugares a lo largo de la geografía chilena, la represión se caracterizó por la práctica masiva y sistemática de fusilamientos y ejecuciones sumarias, torturas (incluida la violación sexual, principalmente de mujeres), privaciones arbitrarias de la libertad en recintos al margen del escrutinio de la ley y desapariciones forzadas; todos estos actos fueron cometidos por agentes del Estado, asistidos en ocasiones por civiles. Información en particular sobre Villa Grimaldi y, en general, sobre este período oscuro de la historia chilena puede encontrarse en: http://www.memoriaviva.com/Centros/00Metropolitana/villa_grimaldi.htm

En relación con estos hechos, en fecha tan reciente como el 26 de septiembre del 2006, en el contexto del Caso Almonacid Arellano c. Chile que resolvió la Corte Interamericana de Derechos Humanos, este alto tribunal sostuvo que el asesinato, en las circunstancias de la represión de la dictadura chilena, constituye un crimen de lesa humanidad “cuya prohibición es una norma de ius cogens [esto es, como una norma que la comunidad internacional reconoce que no admite en ningún caso acuerdo en contrario] y [cuya] penalización es obligatoria conforme al derecho internacional general”. Yo, que me declaro vitalista a carta cabal, suscribo como propia la frase de Joaquín Sabina que dice que “hay que condenar todas las muertes, incluida la natural”. Y con mayor razón creo que esta condena debe existir en los casos en que la responsabilidad de la muerte de una persona le corresponde al Estado.

La condena, en estos casos de lo que merece llamarse sin ambages “terrorismo de Estado”, debe tener un carácter principalmente penal. En este sentido, los atroces hechos de la dictadura del criminal Pinochet y las brutalidades innombrables de la dictadura argentina han merecido condenas tanto de tribunales internacionales como de sus propios tribunales, mismos que han sentenciado a los autores o cómplices de estos hechos. Ecuador, en este rubro, todavía tiene una asignatura pendiente. Durante el gobierno de León Febres-Cordero el Estado ejecutó una política criminal de represión que, salvando las dimensiones, merece, sin atisbo de duda alguna, el mismo reproche: nuestra más firme condena moral y la consecución de la condena penal, sea esta en sede nacional o extranjera. Porque son estas, y no otras, las necesarias demandas en aras de concretar, de una vez por todas, la cesación de la impunidad, la construcción de la institucionalidad e identidad desde la discusión crítica de nuestra historia reciente y, por qué no admitirlo, en aras de que finalmente se haga justicia.

No todo está perdido

14 de octubre de 2006

Publicado en diario El universo el 14 de octubre de 2006.

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Quien fuera el jurista más importante del siglo XX, el austriaco Hans Kelsen, declaró en una ocasión: "El pueblo es una pura creación de la ley: la ley lo convoca para elecciones y una vez cumplido ese acto lo disuelve como tal". Kelsen tiene razón: esta amalgama de individuos que llamamos "pueblo" tan solo existe en esos días en que se lo convoca a elecciones y en la patética retórica de los políticos con pocas o nulas ideas, que en este país no son escasos. Todos los otros días aquello que llamamos "pueblo", disperso y abúlico, suele canalizar su voluntad política en crítica autocomplaciente, insulsos raptos de iracundia o quemeimportismo. En raras ocasiones, una supuesta porción congregada de la ficción "pueblo", digamos por ejemplo, 20.000 insatisfechos quiteños de clase media, se dedican a la puesta en práctica de un incipiente deporte nacional de discutible ropaje cívico-institucional: defenestrar al mediocre presidente de turno.

Es sabido que el término democracia significa etimológicamente "el poder del pueblo"; vale recordar que para Gilbert K. Chesterton, tanto como la aristocracia era el gobierno de los maleducados, la democracia era "el gobierno de los sin educación". De la mezcla de ambas ideas con la citada expresión de Kelsen, obtenemos un diagnóstico de nuestra realidad política: un pueblo sin educación ejerce cada cierto tiempo un poder meramente electivo para luego disolverse en naderías o insurgencias sin proyección futura. Conclusión: como individuos conscientes no podemos confiar en nuestro ficticio formato de "pueblo".

Tampoco podemos confiar en nuestros políticos que, con cita de Borges, "se dedican a una versión latinoamericana de la política: conspirar, mentir e imponerse". Sabemos, o deberíamos saber, que los políticos prometen de acuerdo con sus expectativas y cumplen de acuerdo con sus temores. Lo prueban los dichos de la reciente campaña electoral y también los impunes hechos de nuestra historia republicana. ¿Qué hacer entonces? Nada sucederá si tú no te involucras salvo, por supuesto, la repetición de los rasgos de este disperso y abúlico pueblo que se debate miserablemente entre la crítica autocomplaciente, los insulsos raptos de iracundia o el quemeimportismo ya mencionados. Entre la ignorancia supina del pueblo elector y la sapiencia aleve de los políticos elegidos, sí existe ocasión para que los individuos conscientes participemos de una manera activa en la modificación del status quo. Mecanismos los hay: la conformación de veedurías ciudadanas, la discusión de políticas públicas, la presentación de proyectos de ley, la constitución de células cívicas, el inicio de litigios estratégicos, el ejercicio de la revocatoria del mandato, la protesta de conformidad con los derechos de reunión y de libertad de expresión, la manifestación de nuestro repudio a los políticos que lo merezcan (negándoles el saludo, abandonando el lugar donde comemos cuando entren ellos al mismo, haciéndoles llegar la expresión escrita o verbal de nuestro desprecio), entre otras varias que la imaginación autoriza y la realidad requiere.

Hace dos semanas propuse en esta página (con el título 'No en nuestro nombre') que expresemos nuestro masivo repudio hacia los candidatos a diputados. Un buen comienzo, pero que en sí mismo no significa nada si a este no le otorgan sentido acciones subsiguientes como estas que describo en el párrafo anterior que contribuyan a repudiar lo que hay, un estado semifeudal de caudillaje, y a crear lo que no hay, una democracia real y participativa. Todo lo cual, por cierto, no es trabajo para pusilánimes. Se requiere de nuestra parte un sólido compromiso político que torne difícil a la clase política prometernos ridiculeces que no pueden cumplir y que haga que esta finalmente tema que sus privilegios pueden perderse si nos incumplen o nos fallan. Suena complejo, y en efecto lo es, de cara a la abulia de la mayoría y a la mediocridad institucional de este país. Pero como escribió ese gran cronopio que fue Julio Cortázar: "No todo está perdido, si tenemos el valor de admitir que todo está perdido, y empezarlo de nuevo". Sé que Cortázar consentiría esta frase final: no colabores con la mediocridad y actúa en consecuencia.

Los usos de la libertad (sexual)

7 de octubre de 2006

Publicado en diario El universo el 7 de octubre de 2006.

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Pascual Eugenio del Cioppo, presidente nacional del PSC, consideró a la sociedad ecuatoriana como “religiosa, cristiana [y] conservadora”; manifestó su honda preocupación por la enseñanza del uso de los métodos anticonceptivos, mismos cuya importación prohibía en un proyecto de ley y que fundamenta su condena a los libros Mi Sexualidad y Aprendiendo a Prevenir porque constituyen “una invitación a tener relaciones sexuales” en vista de que vuelve a los jóvenes expertos en su uso; recomendó la abstinencia como “el camino correcto para llevar una vida sexual sana” porque entiende “que es peligroso iniciarse sexualmente antes del matrimonio” e importante para la persona “llegar virgen y santa al matrimonio” y declaró que la educación sexual contradice la voluntad de las familias que prefieren que sus hijos conozcan más tarde sobre esta. En materia de educación sexual, tal es su ideario.

En relación con estas opiniones ofreceré, en principio, solo un par de estadísticas que acaso nos preocupen y obliguen a la reflexión: el 58% de las embarazadas y el 15% de los portadores del virus del sida son adolescentes. Esta realidad se puede enfrentar desde distintas actitudes. Una persona de profundas convicciones católicas puede practicar la abstinencia y, obviamente, no cabe nada que objetarle: la ampara el artículo 23 numeral 11 de la Constitución. Otra puede decidir libremente usar un preservativo para mantener una relación sexual y tampoco cabe hacerle ninguna objeción: la ampara el artículo 23 numeral 25 de la Constitución. Como opciones individuales, ambas son plenamente válidas.

No lo serían, sin embargo, si se refieren a políticas de Estado en cuyo caso, sin duda alguna, debe optarse por una política laica. La Constitución obliga al Estado a garantizarle a toda persona la toma de decisiones responsables acerca de su vida sexual, adoptar políticas de paternidad y maternidad responsables y ofrecer una educación laica en todos sus niveles. En su laicidad, que mantiene desde 1906, el Estado no está obligado a representar la postura moral de religión alguna; sí tiene, en cambio, la obligación de otorgarles a sus habitantes la información adecuada para que de manera libre y responsable decidan sobre tales aspectos de su intimidad.

Esta información adecuada se denomina “educación sexual” e implica una idónea enseñanza para que las personas, desde su adolescencia, sepan cuidarse a sí mismas y a sus eventuales parejas y asuman la libertad y la responsabilidad que implican sus actos, desde un prisma tanto biológico como afectivo. No cabe tenerle prejuiciosos miedos a esta educación: una estudiante de 18 años, Ana Bouting, opinó en uno de los diarios de la ciudad que educar a los jóvenes sobre sexo no hará que estos “salgan corriendo a tener relaciones” sino, por el contrario, “los hará meditar sobre las consecuencias de sus actos” y que “sepan tomar las debidas precauciones”. Ana Bouting sabe (todos lo sabemos, aunque algunos tiendan en ocasiones a olvidarlo) que la ignorancia es una pésima consejera. Es también el único grave defecto que en esta materia un país que se precie de civilizado no puede permitirse.

En razón de lo expuesto, me complace profundamente que el ideario que Pascual Eugenio del Cioppo representa no haya prosperado durante la discusión de la Ley Orgánica Sustitutiva del Código de la Salud y que se haya adoptado el capítulo sobre Salud Sexual y Reproductiva que, en esencia, desarrolla estos postulados que menciono. Así debe mantenerse. Tengo la firme convicción de que esta reforma sirve a los propósitos de la libertad y la responsabilidad de los individuos que, con cita de Manual Azaña, “no sé si hagan más felices a los hombres, pero lo que sí sé es que los hace más hombres”. Que el Estado, en cumplimiento de sus obligaciones, sepa garantizarnos el acceso a la libertad sexual; su uso responsable, como no podría ser de otra manera, queda entonces en nuestras manos.